28 Abril 2013

Conocí a Borges en el momento en que era el escritor más urticante y polémico de la Argentina. Hacía pocos meses que había muerto su madre y Borges confesaba ser un hombre "solo y huérfano". Casi a diario firmaba ejemplares de sus Obras Completas instalado en la vidriera de la librería La Ciudad y aceptaba todo tipo de entrevistas. Parecía una estrategia para distraerse del duelo. Corría el año 1974. El país vivía una etapa de renacimiento peronista; Perón había vuelto, había ganado las elecciones con el 61% de los votos y concentraba los ideales de la derecha y la izquierda. Borges, que hasta entonces no había irrumpido en los múltiples medios de comunicación masiva de la época (muchos más que ahora), se convirtió en un blanco preferido de la prensa porque no tenía embozo en despacharse contra el populismo. Con esa mezcla de indiferencia política, flema británica, saber literario y picaresca criolla, Borges respondía a las preguntas más insólitas.

En el momento más álgido de esa paradójica celebridad, yo había decidido presentarme a una beca para irme a Alemania. Quería hacer un doctorado cuyo tema era, precisamente, Borges y su relación con la mística germánica del siglo XIV. Amigos y parientes me decían que debía confrontar el tema de la tesis con el escritor; que un contacto personal era la mejor garantía para que me otorgaran la beca; que de esa manera iba a impresionar al jurado. Yo vacilaba: nada más farragoso que confrontar un triste postulado académico, casi usado como excusa, con el autor de carne y hueso. Me sentía culpable y estaba segura de que Borges no tardaría en descubrir la verdad, es decir, que yo era una embaucadora. El mundo se me venía encima de solo pensar que estaría frente a un hombre cuya literatura admiraba tanto. Para colmo, ciego o casi ciego.

No obstante decidí someterme a las presiones. María Esther Vázquez me dio su teléfono, me dijo que lo había puesto al tanto, que él esperaba mi llamada. Después de varias noches sin dormir, lo llamé. Cuando me atendió mi terror fue tal, que no me salía la voz. Corté, volví a llamar, le pedí disculpas y él me dijo "no se preocupe, yo también soy tartamudo". Acordamos una cita en su casa. Entré en la sala de estar del famoso quinto piso de Maipú y, sin saber qué decir, fui directamente a un cuadro en el que se veía la Torre de Babel. Quise darme aires de inteligente y dije: "Ah, el emblema del lenguaje para usted." Y Borges, que me había seguido hasta el cuadro, me contestó "caramba, ¿usted cree?". En realidad yo no creía nada y volví a quedarme muda. Nos sentamos, le conté acerca de la tesis y me comentó que tenía una edición alemana muy bella de Meister Eckhardt, un gran místico alemán de la época que yo quería analizar. "¿Quiere verla?", preguntó. Por supuesto que sí, le dije. Se puso de pie, tan aliviado como yo por tener algo que hacer, y me hizo seguirlo hasta a su cuarto. Caminaba con lentitud, estiraba el brazo derecho tanteando muebles y paredes. Me habían dicho que era tímido y recién durante ese breve traslado en el que lo veía de espaldas, erguido, vestido de impecable traje gris y corbata (para recibirme, supuse), me di cuenta de que, efectivamente, era tímido. Y tenía la astucia de los tímidos. La austeridad del dormitorio era sorprendente. Su tamaño, sus paredes blancas pintadas a la cal, dos anaqueles llenos de libros encuadernados y una cama de una plaza sin respaldar cubierta por una manta oscura hacían pensar en la celda de un monje. Se acercó a uno de los estantes, contó de izquierda a derecha y dio con el volumen de Eckhardt. "¿Es este?" corroboró. Le dije que sí. Sacó el libro, lo abrió y de pronto empezaron a caer billetes. Sí, pesos. No era una suma considerable, pero eran billetes grandes. Los levanté y me preguntó cuánto era. Le dije la suma, se los guardó en el bolsillo y volvimos al comedor donde me "leyó" (recitaba de memoria) los versos de Meister Eckhardt en un impecable alemán.

Cuando me despedí, aliviada porque había cumplido la misión, me preguntó si lo podía acompañar a una charla en el CAYC, por ese entonces un centro cultural sobre la calle Viamonte que dirigía Jorge Glusberg. "Es un lugar horrible", me dijo y explicó "por las escaleras". Efectivamente, para entrar en la salita del CAYC había que bajar por unas de esas escaleras colgantes que adoran los arquitectos, peligrosísimas para gente de edad avanzada, niños o perros. Se trataba de un ciclo de cuatro charlas mensuales que tenían lugar los días jueves a las seis de la tarde de un mes que no recuerdo. Tuve la suerte de acompañarlo en todas. Lo buscaba una hora antes por su casa, él me tomaba suavemente del brazo y caminábamos por Florida hasta Viamonte, donde quedaba el CAYC. Sin dejar de apoyarse en mi brazo, bajábamos por las empinadas escalinatas contra las que jamás dejó de protestar.

Metáfora dental

Borges era un hombre que vivía en estado de literatura, en un vasto mundo de citas y referencias multilingües. Le gustaba recitar, así fueran poemas gauchescos o el padrenuestro en anglosajón antiguo. Quienes lo conocieron bien decían que en la intimidad era desopilante por su adicción al cotorreo no exento de mordacidad. Como nunca me consideré parte del círculo que lo rodeaba, nuestros diálogos nunca pasaron el umbral de cierta amable formalidad. Por eso me resultaba difícil mantener un diálogo extenso con él. La prueba del Borges más dicharachero fue una anécdota sobre una persona que le había pedido los derechos de uno de sus poemas para ponerle música, "cuyo nombre parece una metáfora dental", me dijo. "¿El nombre del poema?", le pregunté sin entender. "No, no, el nombre de la persona" aclaró. Le pregunté a quién se refería y, para mi sorpresa, me dijo que a Ben Molar. Le repuse que seguramente se trataba de un seudónimo. "Peor aún, me contestó, no le puedo dar los derechos a una persona que voluntariamente elige llamarse Ben Molar." 


En septiembre de 1975 viajé a Alemania. El caos de secuestros, bombas e inflación desatada me hicieron sentir expulsada de un país que pocos meses después ingresaría en los años más oscuros de su historia. Fui a despedirme de Borges en una tarde primaveral y soleada. Antes de cerrar la puerta de su departamento, yo estaba por tomar el ascensor, recitó un verso de Heinrich Heine: Ich hatte einst ein Vaterland (alguna vez yo tuve una patria).

En 1980 terminé mi tesis de doctorado. No sabía bien qué hacer no sólo con el título, sino con mi vida. No tenía demasiadas ganas de entrar en la carrera académica que me ofrecía mi padrino de tesis en la oscura (y entonces limítrofe) ciudad de Ratisbona. Cinco años de Alemania son cinco años de silencio, luz escasa e inviernos largos. No me veía en Ratisbona, una ciudad que para nuestras dimensiones es un pueblo. Mi padre, por entonces embajador argentino en la Unesco, me invitó a pasar unas semanas en París. Acepté y me dejé llevar como alma en pena. Borges y María Kodama iban a coincidir en París por uno de los tantos homenajes o premios que recibía. Fui a escuchar a Borges en la Unesco y después de la charla me acerqué para saludarlo. Estaba de excelente humor: "¿No le parece que María está elegantísima?" me preguntó. Era evidente que se sentía feliz de viajar con ella. Le comenté que había terminado mi tesis y casi me desmayo cuando Borges me pregunta si no querría leerle algún fragmento. Tartamudeando le dije que sí con la secreta esperanza de que se tratara nada más que de un rasgo de amabilidad provocado por un buen humor pasajero. Sin embargo, días después alguien me dijo que Borges estaba esperando mi llamado.

Patria única

Volvieron el pudor de llamarlo y el terror de leerle algo tan prosaico como una tesis. Pero no tenía salida. De manera que hicimos una cita y fui a verlo al hotel Madison sobre el Boulevard Saint Germain. En aquella época era un hotel más bien oscuro. Me pregunté por qué no lo habrían alojado en uno de mayor categoría. Borges me esperaba en su habitación del último piso. Antes de sentarnos, me preguntó si quería tomar algo. Le dije que no y me respondió "yo sí." Pedí dos cafés y, delante del circunspecto camarero, Borges se negó terminantemente a que yo pagara. Me dio unos billetes, pagué y debo haber dicho la palabra "pourboire" (propina), hecho que estimuló a Borges a interpretar que, en la mayoría de las lenguas, la palabra propina tenía que ver con el hecho de beber. También en castellano, porque la palabra venía del latín propinare, que significaba invitar a beber. Lo mismo en francés y en alemán, por ejemplo.

Después del circunloquio empecé a leer. Borges me interrumpía después de cada frase con comentarios del tipo "caramba", "mire usted", "pero qué amable", "pero muchas gracias". Le pregunté por qué me agradecía: "por dedicarle tanto tiempo a una obra tan tediosa como la mía". Nos reímos mucho; era obvio que seguía de buen humor, hecho que me animó a contarle sobre mis dudas acerca de quedarme en Alemania o volver a la Argentina. Le pregunté qué haría él en mi lugar. Vaciló, estaba sentado con las dos manos sobre el bastón y la cabeza apoyada levemente sobre las manos. "En realidad, la única patria que tenemos es la lengua" me dijo. Y por suerte lo entendí.

© LA GACETA * Doctora en Letras. Publicó Borges: una estética del silencio, en 1980.

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