Por Patricia Vega
26 Mayo 2013
Cuando la Presidenta "de los 40 millones de argentinos", como le gusta arengar a la locutora oficial, miró a la Plaza colmada en la noche del 25 y agitó sus manos, se encontró del otro lado con equis cantidad de miles de ojos expectantes... aunque sólo de partidarios kirchneristas. En tiempos de tanta confrontación, así son las cosas. Parece triste la imagen, pero la comprobación presidencial es una muestra de la principal deuda que ha dejado la última década que se cierra: la profunda división de la sociedad, el miserable legado surgido de la imposición y el autoritarismo, que hace que los muchos otros equis de miles de ojos que faltaban no consigan calibrar de ninguna forma los legítimos logros económicos y sociales del período.
Es imposible adentrarse en el alma de Cristina Fernández para conocer sus sensaciones más íntimas cuando vio lo que vio, pero quizás no le haya pesado tanto porque ella es la principal defensora de la lógica amigo-enemigo que abraza el mundo K. Es que así es el actual cristinismo puro y duro, único dueño de la verdad, mientras espera que todos los demás se crucen para su lado, en una especie de rendición sin condiciones, antes de intentar dar un paso rumbo a algún punto medio de la calzada. No dialogó, nunca un debate para convencer o para aceptar la idea del otro, sólo capitulación para todos y todas y con esa patología parece hasta lógico que otra gran parte de la sociedad se le haya rebelado al kirchnerismo. Casi un fracaso para un político profesional comprobar que el arma de la seducción se le ha quedado olvidada en el arcón de la ideología. Esa tan profunda cesura, que le deja la década a la sociedad, admite un par de explicaciones.
Por un lado, están las que esgrimen los ciudadanos independientes, justo los que se han resistido a darse una vuelta por la Plaza. Como no se los escucha y se les trata de obligar a aceptar las cosas, se sienten excluidos; no quieren saber nada con las propuestas, pero mucho menos con los modales.
Desde el otro costado, se ubica el kirchnerismo, muchos convencidos porque sienten que deben agradecer de modo sincero la recuperación después del caos de 2001 y la ampliación de derechos, pero además los más ultras, los que suponen que las mentes de todos los que no se suman han sido envenenadas por los medios, los mismos que sirven a "los poderes concentrados", hoy empeñados en su "destitución". Por lo tanto, la misión primordial es la eliminación de la prensa que no se somete, para que así los descarriados vuelvan de una buena vez al redil. Este juego tan drástico de opuestos se dio en el multitudinario acto del 25 de Mayo. Lo que debió ser una fiesta cívica de recuerdo patrio resultó ser un encuentro lleno de cotillón propagandístico y de consignas partidarias, destinado a copar la calle para contrarrestar las movilizaciones opositoras de setiembre, noviembre y abril y armado con la excusa de los 10 años de vigencia, aunque lejos de la recordación del espíritu de 1810.
Nadie le puede pedir al kirchnerismo que se degrade aceptando que sus gobiernos no fueron sólo un paraíso de logros, ni mucho menos que se inmole en el fuego de la corrupción que lo cerca, pero sí se le podría sugerir que haga un poco de autocrítica, mezclada con algo de tolerancia y comprensión. Parece difícil pedírselo en estos días, justo cuando existe pasión por hacer balances de la década pasada bajo su influjo, en tiempos de nuevas divisiones para calificarla como "ganada" o "perdida" y cuando el poder busca alimentar a su propia tropa de mística victimizatoria que ayude a consolidar la "organización" de los militantes. Tras más de un mes de parálisis, recién durante la última semana el Gobierno pareció reaccionar a las innumerables denuncias de corrupción que lo liman por los cuatro costados. Y lo hizo desde la trinchera y desde la intelectualidad con el manual bajo el brazo: "nos atacan; nos quieren destituir con un golpe; ya le pasó a Yrigoyen, a Perón y a Illia; muestran nuestra supuesta avidez hacia el dinero, como los nazis acusaban a los judíos", etc. La técnica se complementó con referencias laterales que dejaron sin contestar preguntas sobre supuestos dineros mal habidos, estrategia a la que siempre fue afecto el kirchnerismo para enchastrar el terreno de juego: "¿por qué no se habla de las grandes fortunas de la Argentina? ¿por qué no se investiga al Grupo Clarín? ¿por qué no me pregunta de tal otra cosa?", etc.
La negación tiene un componente más profundo para muchos militantes, quienes no sienten que usar el dinero público para hacer política o aún para llenar las alforjas personales se trate de actos inmorales, sino de un medio que tiene un supuesto fin altruista, la necesidad de prolongar una "revolución" que, hasta ahora, sólo parece existir en algunas cabezas del poder. Y si hay que cambiar jueces y fiscales para que no haya más daños, nadie sentirá remordimientos. Pero, la década que se cierra poco tuvo de revolucionaria, si por el término se entiende una mejor distribución del ingreso y de inserción social con movilidad ascendente o un proceso de mejoras cualitativas en los resortes propios del Estado (educación, salud, seguridad). Pueden anotarse como positivos los esfuerzos para generar una mayor industrialización a partir de la sustitución de importaciones y su correlato con mayor empleo, aunque el 35% de la población que trabaja lo hace en negro.
Tampoco parece haber sido una década demasiado progresista, sino más bien conservadora, tal como ocurre en buena parte de las provincias argentinas, llenas de caudillos populistas que buscan someter, antes que mejorar las condiciones sociales de la gente.
Otro elemento clave de la cultura de la división tiene que ver con el modo kirchnerista de manejar las variables, sobre todo las económicas, con el cortoplazo como bandera. No es la muñeca del pragmático que va torciendo el auto en cada curva, sino de una metodología desgastante que finalmente deja sin horizonte todo lo que se encare, lo que ha venido a ser un poco el fundamento del llamado riesgo argentino, que derivó en la fuga de capitales y en el casi nulo ingreso de inversiones externas durante los últimos tres o cuatro años.
A la luz de ese corto plazo, que se da de patadas con el previsor mundo empresario, se generó el avance paralelo de la larga mano del Estado y la comprobación que éste no sabe interactuar con el sector privado, sino que lo anula. Otro tanto ocurrió con los gobernadores, a quienes se sometió a un centralismo feroz, con alta dependencia del dinero de la Nación. En ambos casos, con los que no son amigos, no hay articulación, hay avasallamiento. Pero este avance estatal no sólo se ha dado en el contrapunto con las empresas o en la relación con las provincias, sino en el control de muchas actividades, en la administración monopólica de lo previsional, en la distorsión de las estadísticas públicas, en el uso de las reservas del BCRA, en la violenta escalada de la presión fiscal, en el cercenamiento de derechos y en el divorcio de la Argentina con la mayor parte del mundo. Así, la persistente ofensiva destinada a consolidar las llamadas "bases del modelo", sobre todo en lo que tiene que ver con los avances sobre la Justicia, para muchos opositores desgastó la calidad institucional, provocó inseguridad jurídica y afectó decisivamente el clima de negocios, temas a los que el kirchnerismo dice no prestarle atención porque son secundarios.
Paradójicamente, ese patológico amor por el corto plazo jugó de modo decisivo en contra del mismo modelo, concebido para que el gran motor de la infraestructura sea el Estado. En tiempos de los superávits gemelos, todo iba dentro de los cánones de la historia, los fondos fluían y se destinaban a hacer obras, también a subsidiar tarifas. Mientras duraron, los "gemelos" fueron los dos pilares de los primeros años, pero luego, en los tiempos de las vacas flacas, todo se fue deteriorando, las reservas energéticas, las condiciones de la distribución eléctrica, la infraestructura vial y el equipamiento ferroviario. No en vano, los mayores fiascos de la administración hay que anotarlos en el área de infraestructura, lugar donde Néstor Kirchner dejó plantadas sus propias bombas.
Es imposible adentrarse en el alma de Cristina Fernández para conocer sus sensaciones más íntimas cuando vio lo que vio, pero quizás no le haya pesado tanto porque ella es la principal defensora de la lógica amigo-enemigo que abraza el mundo K. Es que así es el actual cristinismo puro y duro, único dueño de la verdad, mientras espera que todos los demás se crucen para su lado, en una especie de rendición sin condiciones, antes de intentar dar un paso rumbo a algún punto medio de la calzada. No dialogó, nunca un debate para convencer o para aceptar la idea del otro, sólo capitulación para todos y todas y con esa patología parece hasta lógico que otra gran parte de la sociedad se le haya rebelado al kirchnerismo. Casi un fracaso para un político profesional comprobar que el arma de la seducción se le ha quedado olvidada en el arcón de la ideología. Esa tan profunda cesura, que le deja la década a la sociedad, admite un par de explicaciones.
Por un lado, están las que esgrimen los ciudadanos independientes, justo los que se han resistido a darse una vuelta por la Plaza. Como no se los escucha y se les trata de obligar a aceptar las cosas, se sienten excluidos; no quieren saber nada con las propuestas, pero mucho menos con los modales.
Desde el otro costado, se ubica el kirchnerismo, muchos convencidos porque sienten que deben agradecer de modo sincero la recuperación después del caos de 2001 y la ampliación de derechos, pero además los más ultras, los que suponen que las mentes de todos los que no se suman han sido envenenadas por los medios, los mismos que sirven a "los poderes concentrados", hoy empeñados en su "destitución". Por lo tanto, la misión primordial es la eliminación de la prensa que no se somete, para que así los descarriados vuelvan de una buena vez al redil. Este juego tan drástico de opuestos se dio en el multitudinario acto del 25 de Mayo. Lo que debió ser una fiesta cívica de recuerdo patrio resultó ser un encuentro lleno de cotillón propagandístico y de consignas partidarias, destinado a copar la calle para contrarrestar las movilizaciones opositoras de setiembre, noviembre y abril y armado con la excusa de los 10 años de vigencia, aunque lejos de la recordación del espíritu de 1810.
Nadie le puede pedir al kirchnerismo que se degrade aceptando que sus gobiernos no fueron sólo un paraíso de logros, ni mucho menos que se inmole en el fuego de la corrupción que lo cerca, pero sí se le podría sugerir que haga un poco de autocrítica, mezclada con algo de tolerancia y comprensión. Parece difícil pedírselo en estos días, justo cuando existe pasión por hacer balances de la década pasada bajo su influjo, en tiempos de nuevas divisiones para calificarla como "ganada" o "perdida" y cuando el poder busca alimentar a su propia tropa de mística victimizatoria que ayude a consolidar la "organización" de los militantes. Tras más de un mes de parálisis, recién durante la última semana el Gobierno pareció reaccionar a las innumerables denuncias de corrupción que lo liman por los cuatro costados. Y lo hizo desde la trinchera y desde la intelectualidad con el manual bajo el brazo: "nos atacan; nos quieren destituir con un golpe; ya le pasó a Yrigoyen, a Perón y a Illia; muestran nuestra supuesta avidez hacia el dinero, como los nazis acusaban a los judíos", etc. La técnica se complementó con referencias laterales que dejaron sin contestar preguntas sobre supuestos dineros mal habidos, estrategia a la que siempre fue afecto el kirchnerismo para enchastrar el terreno de juego: "¿por qué no se habla de las grandes fortunas de la Argentina? ¿por qué no se investiga al Grupo Clarín? ¿por qué no me pregunta de tal otra cosa?", etc.
La negación tiene un componente más profundo para muchos militantes, quienes no sienten que usar el dinero público para hacer política o aún para llenar las alforjas personales se trate de actos inmorales, sino de un medio que tiene un supuesto fin altruista, la necesidad de prolongar una "revolución" que, hasta ahora, sólo parece existir en algunas cabezas del poder. Y si hay que cambiar jueces y fiscales para que no haya más daños, nadie sentirá remordimientos. Pero, la década que se cierra poco tuvo de revolucionaria, si por el término se entiende una mejor distribución del ingreso y de inserción social con movilidad ascendente o un proceso de mejoras cualitativas en los resortes propios del Estado (educación, salud, seguridad). Pueden anotarse como positivos los esfuerzos para generar una mayor industrialización a partir de la sustitución de importaciones y su correlato con mayor empleo, aunque el 35% de la población que trabaja lo hace en negro.
Tampoco parece haber sido una década demasiado progresista, sino más bien conservadora, tal como ocurre en buena parte de las provincias argentinas, llenas de caudillos populistas que buscan someter, antes que mejorar las condiciones sociales de la gente.
Otro elemento clave de la cultura de la división tiene que ver con el modo kirchnerista de manejar las variables, sobre todo las económicas, con el cortoplazo como bandera. No es la muñeca del pragmático que va torciendo el auto en cada curva, sino de una metodología desgastante que finalmente deja sin horizonte todo lo que se encare, lo que ha venido a ser un poco el fundamento del llamado riesgo argentino, que derivó en la fuga de capitales y en el casi nulo ingreso de inversiones externas durante los últimos tres o cuatro años.
A la luz de ese corto plazo, que se da de patadas con el previsor mundo empresario, se generó el avance paralelo de la larga mano del Estado y la comprobación que éste no sabe interactuar con el sector privado, sino que lo anula. Otro tanto ocurrió con los gobernadores, a quienes se sometió a un centralismo feroz, con alta dependencia del dinero de la Nación. En ambos casos, con los que no son amigos, no hay articulación, hay avasallamiento. Pero este avance estatal no sólo se ha dado en el contrapunto con las empresas o en la relación con las provincias, sino en el control de muchas actividades, en la administración monopólica de lo previsional, en la distorsión de las estadísticas públicas, en el uso de las reservas del BCRA, en la violenta escalada de la presión fiscal, en el cercenamiento de derechos y en el divorcio de la Argentina con la mayor parte del mundo. Así, la persistente ofensiva destinada a consolidar las llamadas "bases del modelo", sobre todo en lo que tiene que ver con los avances sobre la Justicia, para muchos opositores desgastó la calidad institucional, provocó inseguridad jurídica y afectó decisivamente el clima de negocios, temas a los que el kirchnerismo dice no prestarle atención porque son secundarios.
Paradójicamente, ese patológico amor por el corto plazo jugó de modo decisivo en contra del mismo modelo, concebido para que el gran motor de la infraestructura sea el Estado. En tiempos de los superávits gemelos, todo iba dentro de los cánones de la historia, los fondos fluían y se destinaban a hacer obras, también a subsidiar tarifas. Mientras duraron, los "gemelos" fueron los dos pilares de los primeros años, pero luego, en los tiempos de las vacas flacas, todo se fue deteriorando, las reservas energéticas, las condiciones de la distribución eléctrica, la infraestructura vial y el equipamiento ferroviario. No en vano, los mayores fiascos de la administración hay que anotarlos en el área de infraestructura, lugar donde Néstor Kirchner dejó plantadas sus propias bombas.