Por Gustavo Martinelli
02 Junio 2013
Un continente. Eso es Dante Alighieri dentro de ese universo repleto de cumbres y abismos que es la literatura clásica. Y como cualquier continente, Dante es inabarcable a simple vista. Es eso, justamente, pero también una conjunción de opuestos: es húmedo y seco, montañoso y llano, frondoso y árido, concurrido y desolado, cómico y trágico. Un encantador de cobras. Un poeta eterno como un gerundio.
El miércoles se cumplieron 748 años del nacimiento del autor de "La divina comedia". Una obra fundamental que, por desdicha, pocos conocen. Yo, sin embargo, tuve la gracia de descubrirla a los seis años; no porque haya sido un niño prodigio -nunca lo fui y ya perdí las esperanzas de serlo algún día- sino porque sus páginas me fueron reveladas por mi abuelo casi como un legado. Él -Renato, se llamaba- sentía por Dante un fanatismo casi talmúdico. En su biblioteca había, por lo menos, una docena de ediciones distintas de la comedia. Y hasta tenía una insólita manera de disfrutarlos: los leía en voz alta. Decía que a los tercetos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso había que leerlos así porque los buenos versos no merecen el silencio. Recuerdo clarito que cuando yo volvía de la escuela en esas horas sin sombra de las tardes invernales, solía quedarme en su casa hasta que mis padres me buscaban por la noche. Entonces, después de la merienda, comenzaba el complejo ritual. Mi abuelo tomaba de su biblioteca el tomo más grande y antiguo de "La divina comedia" -uno que había traído de su Venecia natal y que estaba ilustrado con asombrosos grabados de Gustave Doré-, me leía alguno de los tercetos (primero en italiano y después en español) y por último me pedía que los copiara -con la mejor letra posible-, en un cuaderno sin renglones y con tapas de cuero. "
Cada vez que quieras encontrar la respuesta a algo, abrí este cuaderno y leé uno de los versos. No te hará falta falta nada más", me repetía. Y tenía razón. En aquellos años no los entendía pero, después, llegaron a ser como mantras que me permitieron descifrar hasta lo que la razón rechaza.
Hoy guardo en mi biblioteca no sólo ese cuaderno repleto de garabatos, sino también ese libro mágico que mi abuelo resguardó del olvido. Pero ahora, por alguna razón inexplicable, cada vez que lo leo no puedo escuchar la voz del poeta; sólo distingo la inconfundible cadencia veneciana de Renato que me susurra al oído: "Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura" (En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura)... Eterno como un gerundio.
El miércoles se cumplieron 748 años del nacimiento del autor de "La divina comedia". Una obra fundamental que, por desdicha, pocos conocen. Yo, sin embargo, tuve la gracia de descubrirla a los seis años; no porque haya sido un niño prodigio -nunca lo fui y ya perdí las esperanzas de serlo algún día- sino porque sus páginas me fueron reveladas por mi abuelo casi como un legado. Él -Renato, se llamaba- sentía por Dante un fanatismo casi talmúdico. En su biblioteca había, por lo menos, una docena de ediciones distintas de la comedia. Y hasta tenía una insólita manera de disfrutarlos: los leía en voz alta. Decía que a los tercetos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso había que leerlos así porque los buenos versos no merecen el silencio. Recuerdo clarito que cuando yo volvía de la escuela en esas horas sin sombra de las tardes invernales, solía quedarme en su casa hasta que mis padres me buscaban por la noche. Entonces, después de la merienda, comenzaba el complejo ritual. Mi abuelo tomaba de su biblioteca el tomo más grande y antiguo de "La divina comedia" -uno que había traído de su Venecia natal y que estaba ilustrado con asombrosos grabados de Gustave Doré-, me leía alguno de los tercetos (primero en italiano y después en español) y por último me pedía que los copiara -con la mejor letra posible-, en un cuaderno sin renglones y con tapas de cuero. "
Cada vez que quieras encontrar la respuesta a algo, abrí este cuaderno y leé uno de los versos. No te hará falta falta nada más", me repetía. Y tenía razón. En aquellos años no los entendía pero, después, llegaron a ser como mantras que me permitieron descifrar hasta lo que la razón rechaza.
Hoy guardo en mi biblioteca no sólo ese cuaderno repleto de garabatos, sino también ese libro mágico que mi abuelo resguardó del olvido. Pero ahora, por alguna razón inexplicable, cada vez que lo leo no puedo escuchar la voz del poeta; sólo distingo la inconfundible cadencia veneciana de Renato que me susurra al oído: "Nel mezzo del cammin di nostra vita / mi ritrovai per una selva oscura" (En medio del camino de la vida / errante me encontré por selva oscura)... Eterno como un gerundio.
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