¿Shakespeare fue el autor de su obra?

Existen diversas hipótesis sobre autorías alternativas de los textos que se le adjudican. Hay especialistas que afirman que Shakespeare no contaba con la formación artística ni -mucho menos- con la sensibilidad adecuada para escribirlos. ¿Quién pudo ser el autor que habría elegido ocultarse detrás de la máscara de Shakespeare y por qué? Algunos sostienen que ese escritor fantasma fue nada menos que Francis Bacon. Otros señalan al conde de Oxford, Edward de Vere.

23 Junio 2013

Por Asher Benatar - Para LA GACETA - Buenos Aires

En las más de cuatro décadas que duró en Inglaterra el reinado de Isabel, el teatro, tanto el drama como la comedia, tuvo un desarrollo importante. Contrariamente a lo que pueda imaginarse, el conocimiento y la adhesión a esa manifestación artística no se limitaba a las clases de mayor poderío económico (por consecuencia más cultivadas), sino que llegaba hasta el pueblo, que poco a poco fue adquiriendo preferencias estéticas intuitivas, sin el menor basamento intelectual, pero no exentas de tino. Podríamos inferir que la adhesión popular presentaba ciertos parecidos con la que, siglos después, la sociedad tuvo hacia el cine.

Se desarrollaban dos tipos de representaciones: las populares y las que se dieron en llamar de corte, es decir, palaciegas. En tanto que el drama de corte se representaba en los salones de los palacios, el popular tuvo su origen en las posadas. Vale la pena señalar sus características, muy distintas de las representaciones que tenían lugar en los palacios. En los primeros años, las compañías estaban formadas por aficionados que se reunían para "hacer" teatro eligiendo un repertorio que presumían iba a tener aceptación en el público de cada ciudad en la que actuaban. Una vez que establecían con los dueños de las posadas las condiciones para efectuar allí sus espectáculos, recibían el aliento del público, que en ese tiempo no tenía muchas opciones para entretenerse. Las funciones se realizaban generalmente en el patio del edificio, ubicándose los actores en un escenario donde su actuación era apreciada desde las galerías que oficiaban de anfiteatro. Era una especie de anticipación de las salas líricas de Europa. El lugar de actuación no estaba techado, de modo que el espectáculo podía postergarse. Las condiciones en que las obras eran representadas pueden calificarse como precarias, con muy pocos elementos de escenografía, aunque esta palabra podría suplantarse por ambientación, ya que consistía en piezas de mobiliario comunes y de fácil obtención.

Las compañías de actores aficionados, a medida de que el teatro iba extendiendo su popularidad e iba pasando a ser costumbre, provocó la aparición de elencos profesionales integrados exclusivamente por hombres, dado que a las mujeres les estaba vedada la actuación. Hace unos años tuvo gran éxito un filme que en castellano se tituló Shakespeare apasionado (torpe variación con respecto al título original en inglés, Shakespeare in love). En esta sobrevalorada producción, el personaje de Gwyneth Paltrow debe disfrazarse de hombre para en la obra representar a una mujer. Curioso.

Dejando de lado estas anécdotas, cuando en la obra figuraba una mujer, para encarnar estos personajes se recurría a adolescentes varones que, dada su edad, mantenían sus voces en un tono naturalmente agudo y sus cuerpos no se advertían demasiado desarrollados. Casi se buscaba la androginia. Generalmente, estos adolescentes provenían de las compañías infantiles que actuaban con mucho éxito en teatros privados o en la corte.

A pesar de las condiciones precarias en que actuaban estas compañías, el cuerpo técnico de la posada se las ingeniaba para generar ciertas estructuras (que ahora nos parecerían ingenuas) que daban clima a ciertas escenas de las obras. Por ejemplo, de las tres entradas del foro, las dos laterales servían para el ingreso y salida de los personajes, en tanto que la central -un poco más grande que las otras- tenía un cortinado; si la obra lo requería, se podía abrir ese cortinado y así se representaba alguna escena que estuviera sucediendo en un ambiente interior.

En las sombras

Éste es, narrado en forma sumamente escueta, el clima teatral isabelino que se desarrolló desde finales del siglo XVI durante tres décadas, tiempo en el que algunos, suponemos que entre ellos William Shakespeare, escribieron tragedias, comedias y poemas. Un dato muy tenido en cuenta, es que en los documentos figura registrada la actuación en The Globe, uno de los dos teatros más concurridos en aquellos tiempos (el otro era The Rose), de un actor, que por lo datos con que contamos no parece haber sido muy brillante, identificado con el nombre de William Shakespeare.

¿Puede ser que todos aquellos conflictos que han mostrado cientos de escenas -lady Ann seducida casi al lado de los ataúdes de su marido y de su hermano, la violenta decisión de Otelo convencido por el intrigante Yago, los diálogos de Romeo y Julieta en el célebre balcón de Verona-. todo ello y cientos de escenas más, hayan sido escritos por otro que no fuera aquel al que el inconsciente colectivo identifica con su retrato más famoso, el que lo muestra de tres cuartos perfil, sin demasiada fuerza, sin demasiada personalidad en el rostro (la personalidad devino de sus obras de teatro, de sus 38 piezas)?

Se sospechaba que todo ese bagaje de dramaturgia no le pertenecía por completo a William Shakeare, que hubo colaboraciones, que entre esos títulos se habían deslizado algunos parcial o totalmente apócrifos, pero desde hace aproximadamente un siglo y medio va cobrando fuerza la versión de que toda la producción habría estado a cargo de alguien (los candidatos son varios) que trabajó en las sombras, permitiendo que todo el brillo se posara en William Shakespeare. Y las sospechas no se deslizan sin fundamentos. Hay argumentos que autores de renombre y fuerza, tanto antiguos como modernos- han hilvanado para crear la figura del que sería el más grande impostor de la historia literaria, el cisne de Avon, el protagonista de aptitudes y datos contradictorios, el nombre que provocó teorías enfrentadas y defendidas, ambas, con calor y con pistas opuestas.

Existe en Stratford un monumento funerario que rinde homenaje a Shakespeare utilizando el célebre apelativo de Cisne de Avon. Este monumento, realizado en la época de la muerte del célebre dramaturgo, avalarían la fama de la que gozó en vida su autor. Y si contamos con esos datos, ¿por qué la sospecha, en muchos de gran valía, más que sospechas certezas negativas de que hay un ghost writer que desechó la gloria ecuménica y, por lo que se insinúa, perenne, que provoca semejante obra? Dicen algunos que en todos los días del año y en forma permanente, hay una obra de Shakespeare representándose en algún teatro del mundo. Tal vez sea cierto, tal vez sea un invento, acaso el producto de un fanatismo intelectual (diríamos dramatúrgico) de gente entusiasmada con esta obra vasta, a la que no se vacila en calificar como monumental. ¿Por qué entonces ocultarse, negarse el agradecimiento de docenas de generaciones? Sin la capacidad deductiva de algunos de los personajes de Agatha Christie, trataremos de desmenuzar los datos. A la verdad, probablemente no se llegue nunca.

Pero antes analicemos algo a lo que atribuyo gran importancia: el porqué de la duda respecto de la autoría de Shakespeare con respecto a sus obras. No conozco artista de importancia al que se le haya negado la paternidad de sus trabajos. Ni entre los dramaturgos griegos, a pesar del tiempo transcurrido; ni Cervantes ni Dante tuvieron que exhibir su ADN para probar que no eran impostores. La pintura, tal vez, sea la manifestación estética que más discusiones ha provocado, pero se trató siempre de piezas aisladas, anécdotas que podrían caber en una crónica policial de tercer orden, que nunca involucraban a la totalidad de la obra. Ni mucho menos.

Dicen, aquellos que han sido consultados y que han tomado partido por la teoría de la impostura, que Shakespeare, dada su educación deficiente (provenía de un hogar humilde y como joven humilde llegó a Londres, empleándose en tareas que no exigían ningún intelecto especial -abrepuertas de carruajes, por ejemplo)- no podía tener los conocimientos que muestran muchas de sus obras. No hay clasismo en ese razonamiento, más que ello se advierte una especie de realismo que puede ser antipático, pero que no por ello deja de tener basamento. La solvencia económica asegura tiempo libre, calidad intelectual de las relaciones sociales, los lógicos incentivos que se producen cuando una persona proviene de generaciones que se han cultivado. Eso no significa absolutamente nada, dicen los que defienden la autoría del célebre bardo, y no les falta razón. Asegurar esto es dar por sentado un determinismo que impediría al hijo de un hogar humilde y sin grandes brillos, el elevarse por sobre sus orígenes. Existe la lectura y el empeño por mejorar, y como resultado hay cientos de ejemplos de artistas que han superado esas condiciones adversas realizando obras que han influido en el arte universal. Sí, responden los partidarios de la teoría conspirativa, pero esos artistas han dejado muchos rastros de su actuación, cosa que no ocurre con Shakespeare, "Sakspere" -como aseguran se deletreaba originalmente- sólo ha dejado su huella en una serie de documentos de índole mercantil y judicial que han sido analizados por grafólogos, quienes atribuyen la letra a un hombre de nivel académico insuficiente. Esta serie de disentimientos es muy larga y, en ambas posiciones, fundamentadas.

La versión repetida durante centurias de un joven William abandonando su Stratford natal y conquistando el teatro inglés desde los oficios más modestos, parece tambalear un poco. Los que se encargaron de socavar semejante prestigio son los anti-stratfordianos, que entretejieron teorías nada desechables. Continúa en la página 4...... Viene de la página I.Consideraban que Shakespeare no podía exhibir entre sus medallas una formación artística y una sensibilidad tales que le habrían permitido escribir las obras ni los poemas que le son atribuidos. Sostienen que Shakespeare era la máscara de otro personaje que por razones desconocidas deseaba mantenerse en el anonimato.

¿Entonces, a quién debe atribuirse con seguridad la autoría de semejante demostración de genio?

Lista de sospechosos

Uno de los escritores -esta teoría es una de las que cuenta con más adeptos- de quien se sospecha que pudo haber sido el autor de la mayor parte de las obras que se atribuyen a Shakespeare, es el decimoséptimo conde de Oxford, Edward de Vere (1550-1604), poeta, dramaturgo autor de una gran cantidad de piezas, mecenas a quien no le interesaba el dinero (derrochó su nada despreciable renta anual) ni el reconocimiento ajeno, por lo que terminó sumido en la pobreza al ceder sus derechos a la compañía Chamberlain, oportunidad de la que Shakespeare, dicen, pudo haber sacado algún provecho. Vere reunía las condiciones artísticas que los anti-stratfordianos no encuentran en Shakespeare.

Uno de los primeros escritores fantasmas, surgido a principios del siglo XIX, fue Francis Bacon, célebre filósofo, escritor y político, que llegó a ser Canciller de Inglaterra. Los motivos para sospechar de él abarcan un espectro amplio, al punto de que llegan a apoyarse en teorías cercanas a los Rosacruces, a que el nombre William Shakespeare y Francis Bacon, sumadas sus letras, dan como resultado el número 33, una cifra que tiene mucha conexión con la masonería y a otros argumentos menos esotéricos, que no pueden ser tildados a priori de fantasiosos y que se refieren a La Tempestad, obra cuya historia parece surgir de una carta ligada a Bacon y que resultaría clave en este enigma. Estas afirmaciones pueden parecer endebles, pero han encontrado el apoyo de figuras muy importantes en diferentes campos del arte.

El nombre que Bacon habría construido para aparecer en sus obras habría sido el de William Shakespeare, sin ninguna referencia a Stratford, asociado con un nombre similar (Shakspur). Existen razones para sospechar que el Shakspur de Stratford no tenía relación alguna con William Shakespeare. Se considera que el año 1623 fue elegido intencionalmente por Bacon para la publicación del First Folio (ver Las millonarias...), por los estrechos vínculos de los números que lo componen con los nombres combinados de William Shakespeare y Sir Francis Bacon.

Hay otros nombres que entran en la categoría de sospechosos, pero terminaremos con Christopher Marlowe, quien en su breve vida dio brillo al teatro inglés. Marlowe abona el misterio por los difusos y en cierta manera confusos contornos de su existencia, por sus incidentes en los que no falta el duelo a muerte ni el homicidio, por los documentos que prueban que fue espía al servicio de la Reina Isabel y por su extraña muerte, ocurrida en una supuesta pelea en la que no todos creen. En su obra, importante si consideramos que no llegó a cumplir 30 años, se encuentran coincidencias, de situaciones y réplicas, que han llamado la atención de los estudiosos aun antes de que comenzaran las dudas sobre la paternidad de Shakespeare sobre su extensa obra, así como los antecedentes de estudio (licenciatura en Cambridge) que, al parecer, las antistratfordianos exigen.

Otros autores han sido propuestos por los seguidores de la teoría conspirativa, pero sin conseguir un número significativo de adeptos.

Sea quien fuere el autor o los autores, lo que otorga inmortalidad a estas tragedias son los cientos de personajes que han sido creados, las situaciones que con ellos -o para ellos- han sido imaginadas, los ámbitos y sollozos, las traiciones y las pasiones, las lágrimas que nunca dejarán de verterse, las manos para siempre manchadas de sangre y los sueños, que por toda la eternidad serán pálidas imitaciones de la muerte.

© LA GACETA Asher Benatar - Novelista, dramaturgo y artista plástico.

Las millonarias copias de la primera publicación First Folio es el nombre atribuido a la primera publicación de la colección de obras teatrales de Shakespeare. Contenía 36 obras y fue recopilado por amigos del bardo, en 1623, siete años después de su muerte. El nombre original es Mr William Shakespeare's Comedies, Histories and Tragedies. Se estima que se hicieron 1.000 ejemplares. El censo más reciente (1995-2000) calcula aún la existencia de 228. Las ventas más recientes (por ejemplo en Oriel College Oxford, 2003) fijan su precio en torno a 3,5 millones de libras esterlinas.

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