Por Carlos Páez de la Torre H
21 Septiembre 2013
MARÍA MALIBRÁN. Una de las grandes cantantes de ópera del siglo XIX. De ella se enamoró Alfred de Musset, poeta admirado por Nicolás Avellaneda LA GACETA / ARCHIVO
En "Eduardo Wilde. Una historia argentina", Maxine Hanon transcribe la evocación que Wilde hizo en 1889 de su gran amigo tucumano, Nicolás Avellaneda -fallecido cuatro años atrás- en el cementerio belga de Laeken. Allí estaba la tumba de María Malibrán, una de las grandes cantantes de ópera del siglo XIX, que fue uno de los amores del poeta Alfred de Musset.
"¡Pobre Avellaneda!", escribe Wilde. Al contemplar la tumba de la artista española, cuenta, "se agolparon en mi memoria las reminiscencias de las mil conversaciones con que Avellaneda me deleitaba; casi oía su voz, casi lo veía realmente, paseándose en su biblioteca, con un libro de Musset en la mano y repitiendo con el tono y la pronunciación que le era peculiar: ¡La Maliprán! Oh! La Maliprán" (según Wilde, Avellaneda pronunciaba enfáticamente la "b" como "p").
Seguía. "Pobre Avellaneda, su alma poética y sublime se arrullaba con el sonido que tenía para él esa palabra tan intensa, tan comprensiva, tan fecunda en emociones estéticas… ¿Quién me iba a decir que, en un cementerio de Bruselas, habían de retoñar en mí sentimientos de los cuales jamás tuve clara visión?".
Por entre las molduras de la puerta de hierro, Wilde miraba "la melancólica estatua de la Malibrán, sublime en su silencio de mármol", y le parecía "ver surgir de sus muros la figura del ático orador". Confesaba ser incapaz de diferenciar su fantasía de la realidad de las cosas. A veces, un recuerdo adquiría tanto cuerpo, que la actualidad se le esfumaba, "para transportarme a sitios y escenas que se quedaron muy atrás en la corriente de mi vida".
"¡Pobre Avellaneda!", escribe Wilde. Al contemplar la tumba de la artista española, cuenta, "se agolparon en mi memoria las reminiscencias de las mil conversaciones con que Avellaneda me deleitaba; casi oía su voz, casi lo veía realmente, paseándose en su biblioteca, con un libro de Musset en la mano y repitiendo con el tono y la pronunciación que le era peculiar: ¡La Maliprán! Oh! La Maliprán" (según Wilde, Avellaneda pronunciaba enfáticamente la "b" como "p").
Seguía. "Pobre Avellaneda, su alma poética y sublime se arrullaba con el sonido que tenía para él esa palabra tan intensa, tan comprensiva, tan fecunda en emociones estéticas… ¿Quién me iba a decir que, en un cementerio de Bruselas, habían de retoñar en mí sentimientos de los cuales jamás tuve clara visión?".
Por entre las molduras de la puerta de hierro, Wilde miraba "la melancólica estatua de la Malibrán, sublime en su silencio de mármol", y le parecía "ver surgir de sus muros la figura del ático orador". Confesaba ser incapaz de diferenciar su fantasía de la realidad de las cosas. A veces, un recuerdo adquiría tanto cuerpo, que la actualidad se le esfumaba, "para transportarme a sitios y escenas que se quedaron muy atrás en la corriente de mi vida".
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