Las redes y los foros sociales confirmaron que la democracia argentina parece más una quinceañera irreverente y caprichosa que una joven treintañera, más equilibrada y pensante.

Con el hashtag (etiqueta) #FuerzaCristina (así se publican palabras o frases en la red social Twitter, que se convierten en trendtopic o tendencia cuando se conversa mucho sobre un tema), miles de argentinos enfrentaron infantilmente posturas a favor y en contra del estado de salud de Cristina Fernández de Kirchner. Algunos pedían su muerte, otros rogaban por la "santa" sin la cual no seguiría el modelo y muchos se mofaban de su situación clínica, con la consecuente catarata de insultos de los seguidores de la jefa de Estado. Ninguna de esas manifestaciones sirve. Lo que está en juego es el destino de un país, Argentina, representado por su máxima autoridad, la Presidenta de la Nación. Su enfermedad es cuestión de Estado porque representa la institucionalidad de una República, más allá de la simpatía o antipatía que su figura genere.

No hay cuestiones partidarias, sino de un orden que se ve amenazado por un factor sorpresivo e inesperado.

El quiebre abrupto de cualquier gobierno legítimamente establecido (elegido por el voto popular) nunca redundó en la historia de las naciones en un beneficio general para la sociedad, salvo en regímenes totalitarios, genocidas o antidemocráticos. En el corto y en el mediano plazo, significa luchas de intereses económicos y políticos por el poder, descuido de la cosa pública, corte de programas en curso, suspensión de créditos y parálisis financiera. Más en un país presidencialista como el nuestro y con una mandataria -como la nuestra- que circunscribió el poder en su persona y en un pequeñísimo grupo de confidentes que ni siquiera están en la línea sucesoria.

Una larga convalecencia de CFK tampoco sería buena, porque quien la subroga es nada más y nada menos que la figura más desprestigiada y denunciada: Amado Boudou. El economista que ella ubicó en la vicepresidencia, que nunca fue K de pura cepa y que exhibe una imagen más bien de galán bonachón y desfachatado, que de joven estadista con dotes para liderar un país. A Boudou no lo respetan ni los K, según revelan ellos mismos. ¿Cómo hará para gobernar? ¿Podrá hacerlo? ¿Qué sucederá si aparece un López Rega que, desde las sombras, se hace cargo de lo que Cristina no puede por su salud y Amado, por su incapacidad? La que sigue en la línea de mando es Beatriz Rojkés, cuya experiencia ejecutiva es nula y la confianza de los peronistas de peso hacia ella, escasa. La experiencia argentina con monjes negros tomando las decisiones es nefasta.

El crucial factor de la legitimidad -además del humano- es otro que lleva a no desearle la desgracia a la Presidenta. Porque si recupera votos en las elecciones legislativas o cae apabullada, la sombra de que en el resultado incidió el estado de salud de la líder K perseguirá al vencedor o al vencido. Peor sería -ojalá no sea así- si la jefa de Estado hipotéticamente debiera dejar el cargo. ¿Quién se haría cargo del Gobierno? ¿Con qué fuerza y legitimidad ejercería la presidencia? ¿Ya fuese peronista u opositor, cómo gobernaría el ganador de unos comicios adelantados con la mítica estampa del matrimonio K sobre sus espaldas?

Bajo ningún escenario, la salida abrupta o inesperada de CFK del poder será beneficiosa para la mayoría de los argentinos. Quizás alguna minoría acomodada podría sacar un rédito, pensando a mediano o largo tiempo, como quien pone un plazo fijo para cobrar los intereses más adelante. Es democracia, no partidismo. Por ello, sin eufemismos, fuerza Cristina.

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