Semana negra del cine: adiós a Joan Fontaine

Imposible no mencionar a Fontaine cuando de la época dorada de Hollywood se habla.

JUNTOS. Jean Fontaine y Laurence Olivier en un fotograma de “Rebecca”. JUNTOS. Jean Fontaine y Laurence Olivier en un fotograma de “Rebecca”.
David Szelnick no podía equivocarse. Tenía en sus manos una gran novela de Daphne du Maurier -“Rebecca”-; había convocado a Alfred Hitchcock para que dirigiera su primera película en Hollywood; y Laurence Olivier estaba listo para encarnar el rol protagónico. ¿Y ella? ¿Quién llevaría el peso de Manderley, la mansión en la que había reinado la omnipresente Rebecca? Szelnick necesitaba una heroína. Y la encontró. Jean Fontaine apenas superaba los 20 años, pero irradiaba la fortaleza y la madurez de una veterana curtida en la actuación. El filme resultó un éxito, ganador del Oscar a la Mejor Película de 1940, y Fontaine devino en estrella.

Cuentan que Olivier la maltrató a más no poder durante el rodaje. Fontaine había capturado un papel que parecía a la medida de Vivien Leigh, la esposa del actor. Además, estaba fresca la extraordinaria actuación de Leigh en “Lo que el viento se llevó”. Pero por algo Szelnick fue uno de los grandes productores de la historia del cine. Su elección satisfizo al maestro Hitchcock, quien además le sacó el jugo a la angustia con la que Fontaine solía acudir al estudio. Ese estado de tensión permanente se replicó en la pantalla y Fontaine obtuvo la postulación al Oscar, pero perdió el premio -injustamente- a manos de Ginger Rogers.

La revancha llegó rapidísimo, porque Fontaine repitió la postulación al año siguiente. Y ganó. Szelnick mantuvo la fórmula imbatible: Hitchcock en la dirección y su talentosa estrella frente a las cámaras, esta vez a caballo de una novela de Anthony Berkeley Cox. En “La sospecha” Fontaine es Lina Aysgarth, la esposa de un playboy interpretado por Cary Grant, cuyo encanto esconde oscuros secretos.

En sólo dos años Fontaine había trepado a la cima de la montaña Hollywood, toda una hazaña. Y eso que las cosas no fueron sencillas durante su infancia, transcurrida entre California, donde vivía su madre -la actriz Lillian Fontaine- y Tokio -donde estaba radicado su padre-. Allí, en 1917 había nacido Joan de Beauvoir de Havilland. El cambio de apellido disoció la figura de Joan de la carrera de su hermana, otra estrella del star-system: Olivia de Havilland. Entre las hermanas Joan y Olivia se estableció una competencia que alimentó las usinas de chimentos. Permanecieron distanciadas hasta 1975.

No fue extensa la filmografía de Fontaine. La inició en 1935 de la mano de George Cukor (“No más mujeres”). En 1943 recibió la tercera postulación al Oscar (por “La ninfa constante”), aunque ese fue el año de Jennifer Jones.

Luego se metió en la piel de Jane Eyre, en la versión de Robert Stevenson; mientras que en 1948 actuó bajo las órdenes de Max Ophüls (“Carta de una desconocida”) y Billy Wilder (“El baile del emperador”). Durante los 50 siguió filmando con los mejores: Orson Welles (“Otelo”), Fritz Lang (“Más allá de la duda”) y Robert Wise (“Mujeres culpables”). Además, junto a Ida Lupino rodó “El bígamo”. Desde los 60 fue asidua su presencia en televisión.

Imposible no mencionar a Fontaine cuando de la época dorada de Hollywood se habla. La diferencia con otras figuras es la solidez que les imprimió a sus personajes, distintivo que la identifica con el cine de calidad. Murió ayer a los 96 años, horas después de la partida de Peter O’Toole y a pocos días del adiós de Eleanor Parker.

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