Estoy sentado en el patio de una casa mollarense. Un grupo de vacas y terneros transita por la vera de un arroyo sin agua, cruzan una ruta, dos calles y se dirigen cansinamente por un descampado hacia la zona de la iglesia de la Virgen de Covadonga. Todo el trayecto lo hacen sin la guía de arrieros, automáticamente, y pasando cerca de viviendas de veraneantes. Una manada de ovejas, con sus clásicos balidos, y algunos cerdos, infiltrados en el grupo, ocupan casi todo el ancho de la ruta 355, que conecta a El Mollar con Potrerillos y El Rincón. En este caso, son varios los arrieros que los conducen, agitando sus ponchos.

Estas son algunas de las postales que, esporádicamente, suelen verse aún en una villa que por muchos años fue habitada mayoritariamente por lugareños que vivían de su ganado y algunos cultivos. Y que hoy tiene gran parte de su geografía cubierta por viviendas de turistas, en su mayoría de la Capital, Monteros, Famaillá, Concepción y otros lugares de la provincia. “¿No sabe de alguien que venda un terreno? no encuentro nada a un precio razonable; están muy caros”, me comenta un hombre tras bajar de una camioneta. Ante mi respuesta negativa, me saluda y se marcha. Es que la villa cambió… y mucho. No hay estadísticas, pero el “ojo avizor” del lugareño dice que existe el doble de casas que años atrás “y casi todas son de los abajeños”, murmura. Para algunos, esto es progreso; para otros, intromisión.

Los comerciantes quieren que haya más consumo; los veraneantes no cambian por nada la fresca brisa que acaricia sus rostros; los descendientes de indígenas creen que les quitan las pertenencias de sus ancestros. Pero hay algo claro: todos tienen derecho a llenar sus ojos con los verdes y ocres de los cerros, con el límpido azul del lago La Angostura, con los blancos sublimes de las nubes y los picos montañosos y con el celeste vibrante y el manto estrellado de un cielo único e irrepetible.

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