31 Enero 2014
UNA VISITA DEL PASADO. En esta fotografía antigua aparecen Aurora López de Mendilaharzu y su marido, Raúl Mendilaharzu.
Aurora López de Mendilaharzu conduce un Renault 12 modelo 86. La mujer va y viene de la villa en su clásico e impecable automóvil color rojo. El punto de partida es su casa en La Quebradita; el punto de destino, el refugio de alguno de sus muchos amigos.
López tiene 89 años recién cumplidos –nació el 26 de enero-, pero conserva una energía vital y juvenil que asombra. Todo el pueblo la conoce y estima. Ana Mariño, su sobrina, dice que es una señora “regia y presumida”. Mariño tiene razón. Los ojos de la dama son de color miel y su cabello es castaño. Cuando habla, lo hace con mesura y respeto. Esa es su forma de ser.
A la sombra de un frutal
El anhelo de poner distancia con las altas temperaturas del llano llevó a López y a su marido, Raúl Mendilaharzu, a buscar un lugar en la montaña para pasar los veranos.
“Primero recorrimos San Javier, Villa Nougués y San Pedro de Colalao, pero estos lugares nos parecían muy calurosos”, dice. Finalmente, durante el año 1952, el matrimonio compró un lote fiscal en La Quebradita. En abril, comenzó la edificación, que terminó en diciembre. La casa fue erigida con ladrillos y piedras, y recibió un techo de tejas sostenido por alfarjías de madera pintadas de blanco.
“La construcción resultó muy dificultosa porque tuvimos que subir casi todos los materiales. El camión debía andar por la ruta, que era un pequeño ‘hilo’ enripiado y peligroso. No se podía cargar demasiado porque los ríos crecían y se tornaban incontrolables. La obra avanzó lentamente porque todo tenía que traerse desde San Miguel: ventanas, puertas, grifería y pisos”, expresa.
El esfuerzo rindió frutos. En ese hogar próximo a la ruta 307, las flores y los árboles frutales se convirtieron en testigos silenciosos del crecimiento de los seis hijos de la pareja. Por aquel entonces no había teléfono; con suerte, a veces era posible sintonizar alguna estación de radio.
“Si bien no éramos dueños de grandes fincas, esta era una experiencia muy linda porque en la casa familiar había de todo”, asegura López.
Al principio, los vecinos de La Quebradita eran pocos. Tafí todavía giraba alrededor de las estancias El Churqui, Las Carreras, Las Tacanas y La Banda. Los visitantes que no tenían casa solían alojarse en dos hosterías ubicadas sobre la calle principal de la villa.
En papel de estraza
Una salida típica era ir al kiosco de “El Chileno”. Su propietario, un hombre nacido en Chile, y su mujer de nacionalidad cubana vendían pizzas servidas en papel de estraza -más conocido como papel madera- y radicales - sándwiches de lomito-. La comida salía con un vaso de gaseosa que, en aquel entonces, podía ser Bidu Cola o Crush, porque no había otras marcas.
“Ese era el plan favorito de chicos y grandes. Allí nos encontrábamos todos para charlar y saborear un manjar que era rico, barato y bueno”, describe. La parada en el kiosco valía incluso para los jinetes, que solían comer las porciones que repartía “El Chileno” sin descender del caballo.
Para “bajar” a la villa, la gente acostumbraba vestirse con sus mejores pilchas. Los hombres llevaban botas, bombachas y camisas mientras que las chicas montaban sillas de mujer y se sentaban de costado.
El más gracioso
Para carnaval, todos se disfrazaban con lo que tenían a mano y caían de “incógnito” a las casas de “El Churo” Terán Vega, en La Banda; de “Pepe” Frías Silva; de los Santamarina; a la hostería y, otras veces, a la villa.
Durante aquellos días de fiesta, era común recrear disfraces de personajes míticos y héroes de las películas. La gente bailaba, escuchaba música y jugaba con serpentinas.
“El más gracioso era ‘El Bebe’ Estéves, que se disfrazaba de mujer hawaiana. Era un caso porque tenía un rostro muy varonil: con seguridad él era el alma de la fiesta”, recuerda López.
El carnaval se disfrutaba en familia y con amigos. “No había excesos y todo se daba en forma espontánea”, relata la mujer, que destaca, además, que estas actividades eran organizabas a beneficio de la parroquia de Tafí.
Un motivo de reunión
“El mate con leche era una costumbre de los Mariño, mi familia materna. La tradición comenzó en mi casa de San Miguel de Tucumán, que estaba sobre la calle Crisóstomo”, precisa López.
El mate con leche era un motivo de reunión y se practicaba puertas adentro. Por lo general, suponía un encuentro de la familia en el que habitualmente participaban las mujeres.
“Cuando éramos chicos, por ahí nos dejaban pescar algún ‘matecito’. Pero era más bien una ceremonia de adultos en el que se hablaba de cosas mayores”, explica la dama con dulzura.
López tiene 89 años recién cumplidos –nació el 26 de enero-, pero conserva una energía vital y juvenil que asombra. Todo el pueblo la conoce y estima. Ana Mariño, su sobrina, dice que es una señora “regia y presumida”. Mariño tiene razón. Los ojos de la dama son de color miel y su cabello es castaño. Cuando habla, lo hace con mesura y respeto. Esa es su forma de ser.
A la sombra de un frutal
El anhelo de poner distancia con las altas temperaturas del llano llevó a López y a su marido, Raúl Mendilaharzu, a buscar un lugar en la montaña para pasar los veranos.
“Primero recorrimos San Javier, Villa Nougués y San Pedro de Colalao, pero estos lugares nos parecían muy calurosos”, dice. Finalmente, durante el año 1952, el matrimonio compró un lote fiscal en La Quebradita. En abril, comenzó la edificación, que terminó en diciembre. La casa fue erigida con ladrillos y piedras, y recibió un techo de tejas sostenido por alfarjías de madera pintadas de blanco.
“La construcción resultó muy dificultosa porque tuvimos que subir casi todos los materiales. El camión debía andar por la ruta, que era un pequeño ‘hilo’ enripiado y peligroso. No se podía cargar demasiado porque los ríos crecían y se tornaban incontrolables. La obra avanzó lentamente porque todo tenía que traerse desde San Miguel: ventanas, puertas, grifería y pisos”, expresa.
El esfuerzo rindió frutos. En ese hogar próximo a la ruta 307, las flores y los árboles frutales se convirtieron en testigos silenciosos del crecimiento de los seis hijos de la pareja. Por aquel entonces no había teléfono; con suerte, a veces era posible sintonizar alguna estación de radio.
“Si bien no éramos dueños de grandes fincas, esta era una experiencia muy linda porque en la casa familiar había de todo”, asegura López.
Al principio, los vecinos de La Quebradita eran pocos. Tafí todavía giraba alrededor de las estancias El Churqui, Las Carreras, Las Tacanas y La Banda. Los visitantes que no tenían casa solían alojarse en dos hosterías ubicadas sobre la calle principal de la villa.
En papel de estraza
Una salida típica era ir al kiosco de “El Chileno”. Su propietario, un hombre nacido en Chile, y su mujer de nacionalidad cubana vendían pizzas servidas en papel de estraza -más conocido como papel madera- y radicales - sándwiches de lomito-. La comida salía con un vaso de gaseosa que, en aquel entonces, podía ser Bidu Cola o Crush, porque no había otras marcas.
“Ese era el plan favorito de chicos y grandes. Allí nos encontrábamos todos para charlar y saborear un manjar que era rico, barato y bueno”, describe. La parada en el kiosco valía incluso para los jinetes, que solían comer las porciones que repartía “El Chileno” sin descender del caballo.
Para “bajar” a la villa, la gente acostumbraba vestirse con sus mejores pilchas. Los hombres llevaban botas, bombachas y camisas mientras que las chicas montaban sillas de mujer y se sentaban de costado.
El más gracioso
Para carnaval, todos se disfrazaban con lo que tenían a mano y caían de “incógnito” a las casas de “El Churo” Terán Vega, en La Banda; de “Pepe” Frías Silva; de los Santamarina; a la hostería y, otras veces, a la villa.
Durante aquellos días de fiesta, era común recrear disfraces de personajes míticos y héroes de las películas. La gente bailaba, escuchaba música y jugaba con serpentinas.
“El más gracioso era ‘El Bebe’ Estéves, que se disfrazaba de mujer hawaiana. Era un caso porque tenía un rostro muy varonil: con seguridad él era el alma de la fiesta”, recuerda López.
El carnaval se disfrutaba en familia y con amigos. “No había excesos y todo se daba en forma espontánea”, relata la mujer, que destaca, además, que estas actividades eran organizabas a beneficio de la parroquia de Tafí.
Un motivo de reunión
“El mate con leche era una costumbre de los Mariño, mi familia materna. La tradición comenzó en mi casa de San Miguel de Tucumán, que estaba sobre la calle Crisóstomo”, precisa López.
El mate con leche era un motivo de reunión y se practicaba puertas adentro. Por lo general, suponía un encuentro de la familia en el que habitualmente participaban las mujeres.
“Cuando éramos chicos, por ahí nos dejaban pescar algún ‘matecito’. Pero era más bien una ceremonia de adultos en el que se hablaba de cosas mayores”, explica la dama con dulzura.
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