15 Marzo 2014
Circular a pie por las calles de San Miguel de Tucumán, permite detectar no pocas situaciones irregulares. Muchas entrañan riesgos, mientras otras encierran incomodidades, o denuncian un deplorable abandono que merece diligente corrección.
En primer lugar, no puede llamarse exagerada la pretensión elemental del peatón de que sea seguro el suelo que pisa, cuando transita por la vía pública. Sin embargo, en nuestra capital esa seguridad es bastante relativa. La superficie donde se asienta el pie carece, con mucha frecuencia, de la deseable regularidad. Es conocido que, en las veredas, a menudo faltan las baldosas, o están flojas. Otras veces, se presentan los cordones rotos, o súbitos desniveles, o cavidades que carecen de una tapa que las cubra.
No es raro que el borde de las tapas metálicas de las cámaras sobresalga apreciablemente del nivel de la acera, como en dos ochavas de Santiago y Junín, por ejemplo. Si el frentista es un edificio en construcción, en todo ese sector la vereda directamente se suprime, hasta que la edificación concluye: no se cuida de colocar un alisado de cemento, que normalizara mínimamente el paso del transeúnte.
Deficiencias como las citadas no son poca cosa. Un tropezón a causa de ellas, puede causar la caída del peatón. Si las consecuencias de eso generalmente son triviales para una persona joven, a la de cierta edad es posible que le depare una fractura, con graves e imprevisibles secuelas.
Es preciso, entonces, que la autoridad municipal cuide con esmero este rubro. Debe hacerse observar estrictamente, al propietario frentista, la obligación de mantener en buen estado el tramo que le corresponde. Y aplicarle las multas del caso, si no la acata. Por cierto que la exigencia ha de extenderse igualmente al dueño de casa cerradas y derruidas, que por regla general se despreocupa de la vereda que le atañe.
También corresponde que, para el embaldosado de la acera, se utilicen los materiales reglamentarios, y no los que dicte el afán decorativo del propietario. Es decir, el tipo de baldosa que afirma el paso y por cuyas canaletas se escurre el agua de lluvia. Urge obligar al reemplazo de las que en muchos casos se colocan, y cuya textura resbaladiza encierra el peligro cierto de patinar y caerse para quien camina.
No son estos los únicos problemas que se perciben al caminar por las veredas tucumanas. A cada rato, en la parte inferior de las fachadas, se divisa una puerta metálica abollada y abierta, de cuyo interior emerge un revoltijo de cables que no se sabe si conducen todavía corriente eléctrica. O medidores de luz o de gas destrozados. Nos parece que, aun si no encierran peligro, todo esto debiera ser retirado para no suministrar esa impresión actual de dejadez y de abandono que irradian.
Por otro lado, el peatón que circula un día de lluvia, se ve forzado a sortear, a cada rato, un grueso chorro lanzado sobre las baldosas, a la altura de sus pies. En Mendoza al 600 hay varios ejemplos, que se multiplican dentro y fuera de las avenidas. El chorro fluye de caños que descargan directamente sobre la acera el agua de los techos. Obviamente, no es esa la manera de derivar el líquido, y debiera constreñirse al propietario a realizar las conexiones adecuadas. Eso, para no cooperar al anegamiento de las veredas, de por sí enorme, dado lo vetusto e insuficiente de nuestros desagües.
En primer lugar, no puede llamarse exagerada la pretensión elemental del peatón de que sea seguro el suelo que pisa, cuando transita por la vía pública. Sin embargo, en nuestra capital esa seguridad es bastante relativa. La superficie donde se asienta el pie carece, con mucha frecuencia, de la deseable regularidad. Es conocido que, en las veredas, a menudo faltan las baldosas, o están flojas. Otras veces, se presentan los cordones rotos, o súbitos desniveles, o cavidades que carecen de una tapa que las cubra.
No es raro que el borde de las tapas metálicas de las cámaras sobresalga apreciablemente del nivel de la acera, como en dos ochavas de Santiago y Junín, por ejemplo. Si el frentista es un edificio en construcción, en todo ese sector la vereda directamente se suprime, hasta que la edificación concluye: no se cuida de colocar un alisado de cemento, que normalizara mínimamente el paso del transeúnte.
Deficiencias como las citadas no son poca cosa. Un tropezón a causa de ellas, puede causar la caída del peatón. Si las consecuencias de eso generalmente son triviales para una persona joven, a la de cierta edad es posible que le depare una fractura, con graves e imprevisibles secuelas.
Es preciso, entonces, que la autoridad municipal cuide con esmero este rubro. Debe hacerse observar estrictamente, al propietario frentista, la obligación de mantener en buen estado el tramo que le corresponde. Y aplicarle las multas del caso, si no la acata. Por cierto que la exigencia ha de extenderse igualmente al dueño de casa cerradas y derruidas, que por regla general se despreocupa de la vereda que le atañe.
También corresponde que, para el embaldosado de la acera, se utilicen los materiales reglamentarios, y no los que dicte el afán decorativo del propietario. Es decir, el tipo de baldosa que afirma el paso y por cuyas canaletas se escurre el agua de lluvia. Urge obligar al reemplazo de las que en muchos casos se colocan, y cuya textura resbaladiza encierra el peligro cierto de patinar y caerse para quien camina.
No son estos los únicos problemas que se perciben al caminar por las veredas tucumanas. A cada rato, en la parte inferior de las fachadas, se divisa una puerta metálica abollada y abierta, de cuyo interior emerge un revoltijo de cables que no se sabe si conducen todavía corriente eléctrica. O medidores de luz o de gas destrozados. Nos parece que, aun si no encierran peligro, todo esto debiera ser retirado para no suministrar esa impresión actual de dejadez y de abandono que irradian.
Por otro lado, el peatón que circula un día de lluvia, se ve forzado a sortear, a cada rato, un grueso chorro lanzado sobre las baldosas, a la altura de sus pies. En Mendoza al 600 hay varios ejemplos, que se multiplican dentro y fuera de las avenidas. El chorro fluye de caños que descargan directamente sobre la acera el agua de los techos. Obviamente, no es esa la manera de derivar el líquido, y debiera constreñirse al propietario a realizar las conexiones adecuadas. Eso, para no cooperar al anegamiento de las veredas, de por sí enorme, dado lo vetusto e insuficiente de nuestros desagües.
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