Por Silvina Cena
17 Mayo 2014
Hay varias maneras de que los hijos nos convirtamos en padres de nuestros padres, unas más dramáticas que otras. Llega un punto en que la actitud admonitoria se revierte y es uno, el ‘adulto menor’, el que empieza a inquirir cosas como “¿y a esta hora te acordás de ir a la farmacia, con lo oscuras que están las veredas?” o “no, no, en ómnibus no. Te subís a un taxi y me mandás mensaje al llegar”. En ese extraño cambio de roles, en ese instante en el que el subibaja padre-hijo parece alcanzar la linealidad absoluta, hay un capítulo divertido, que incluso raya lo tierno: la relación de los más grandes con la tecnología.
Lo descubrí hace muy poco, cuando mi mamá compró su primera computadora y, ante el abismo de lo desconocido, la boca se le llenó de preguntas que yo contestaba con la paciencia de una primeriza. ¿Por qué el mouse tiene dos botones? ¿Adónde se compra una casilla de mail? ¿Cómo hago para saludar a la computadora de tía Estela? Hubo episodios entrañables, como aquella vez que creyó que el monitor se le había achicado irremediablemente, aunque en realidad sólo había minimizado una pestaña; o el día en que Sting se le quedó mudo en YouTube porque sin querer había apretado el botón mute. Y todas las veces allí fui, a mediar con su notebook impoluta y a explicarle a ella, mi mamá-hija, que el susto ya había pasado y que jamás voy a dejar que se ahogue en los enredos tecnológicos.
Y luego sucedió lo que sucede siempre: la exposición del caso en mi ronda de amigos motivó la aparición de muchos otros. La mamá de Julio, por ejemplo, se bajó el “washap”. La mamá de Esteban tiene una lucha personal con el signo de exclamación y sólo consigue escribir “1”. La mamá de Gustavo confunde mensajes de texto con llamadas y, a cada SMS, corre hasta su celular y grita frenéticamente “¡hable! ¡Hable!”. Y todo nos lo contamos entre risas, por supuesto, pero es una gracia teñida de ternura, similar -supongo- a la de los padres que ven a sus bebés agarrarse a la pata de una mesa para dar sus primeros pasos.
Me gusta proyectar los alcances de este cambio de roles. Imagino en un futuro muy cercano -si no ha sucedido aún- la siguiente escena: en una sala de espera, dos jóvenes desconocidos entablan conversación. Entran mínimamente en confianza, hasta que uno de ellos saca su billetera y muestra orgulloso la foto de una mujer.
- ¿Esa es la tuya?
- Sí, se llama Silvia.
- ¡Pero qué elegante! ¿Ya usa Twitter?
- No, todavía tiene 63 años.
- Ah, claro. Ya aprenderá.
Ambos sonríen.
Lo descubrí hace muy poco, cuando mi mamá compró su primera computadora y, ante el abismo de lo desconocido, la boca se le llenó de preguntas que yo contestaba con la paciencia de una primeriza. ¿Por qué el mouse tiene dos botones? ¿Adónde se compra una casilla de mail? ¿Cómo hago para saludar a la computadora de tía Estela? Hubo episodios entrañables, como aquella vez que creyó que el monitor se le había achicado irremediablemente, aunque en realidad sólo había minimizado una pestaña; o el día en que Sting se le quedó mudo en YouTube porque sin querer había apretado el botón mute. Y todas las veces allí fui, a mediar con su notebook impoluta y a explicarle a ella, mi mamá-hija, que el susto ya había pasado y que jamás voy a dejar que se ahogue en los enredos tecnológicos.
Y luego sucedió lo que sucede siempre: la exposición del caso en mi ronda de amigos motivó la aparición de muchos otros. La mamá de Julio, por ejemplo, se bajó el “washap”. La mamá de Esteban tiene una lucha personal con el signo de exclamación y sólo consigue escribir “1”. La mamá de Gustavo confunde mensajes de texto con llamadas y, a cada SMS, corre hasta su celular y grita frenéticamente “¡hable! ¡Hable!”. Y todo nos lo contamos entre risas, por supuesto, pero es una gracia teñida de ternura, similar -supongo- a la de los padres que ven a sus bebés agarrarse a la pata de una mesa para dar sus primeros pasos.
Me gusta proyectar los alcances de este cambio de roles. Imagino en un futuro muy cercano -si no ha sucedido aún- la siguiente escena: en una sala de espera, dos jóvenes desconocidos entablan conversación. Entran mínimamente en confianza, hasta que uno de ellos saca su billetera y muestra orgulloso la foto de una mujer.
- ¿Esa es la tuya?
- Sí, se llama Silvia.
- ¡Pero qué elegante! ¿Ya usa Twitter?
- No, todavía tiene 63 años.
- Ah, claro. Ya aprenderá.
Ambos sonríen.