Por Guillermo Monti
21 Junio 2014
SEGURO. Romero desactivó las acciones iraníes. REUTERS
Trotaba. Parecía desanimado. Era ese Messi empecinado en chocar que se fastidia y tiende a esfumarse de los partidos. Pero este es su Mundial, tiene que serlo, y por eso metió el más catártico de los goles. Golazo, a lo Messi, pique corto hacia el centro y zurdazo inatajable. Esa joya y las atajadas de Romero erradicaron la hoguera que consumía a la Selección en el mediodía del Mineirao. El papelón se transformó en 1 a 0 sobre Irán. Tres puntos, Messi, Romero y un océano de dudas con miras a lo que viene.
Fueron tres las tapadas claves del arquero tan cuestionado. De amarillo, gigante, Romero disfrutó su día reivindicatorio. Primero fue abajo, contra una palomita de Reza; después voló hacia atrás y le ahogó el festejo a Dejagah; y cerró su show desbaratando un contragolpe, otra vez frente a Reza. Y para mayor desánimo de Irán, hubo un cruce de Zabaleta sobre Dejagah con forma de penal. Todo en el segundo tiempo, cuando Argentina se desajustó por completo y regaló media cancha para que lo ajusticiaran en cada réplica.
Previsible, sin ritmo, incapaz de hacerle daño al 4-5-1 de los iraníes, con figuras apagadas, impreciso. Y con el correr de los minutos, una bola de nervios. Todo eso fue el equipo de Sabella, dueño de la pelota sin descubrir qué hacer con ella. Pases errados, centros a cualquier parte, pelotazos y piques a ninguna parte. A Higuaín le resultaba imposible controlar las cesiones más simples, Agüero sigue fuera de foco en el Mundial y Di María… ¿dónde está el Di María que todos esperamos? Tampoco funcionó la conexión Gago-Messi. Demasiados errores.
Es cierto que la Selección dispuso de situaciones para marcar durante los 45’ iniciales, y que en ese lapso Irán no llegó nunca. Pero fueron producto de ollazos, de chispazos aislados más que de un juego preciso y bien hilvanado. Argentina fue un equipo discontinuo y confundido. Irán, aplicado, cerrado en su campo, agradeció ese regalo y en el complemento se soltó.
La segunda mitad fue un parto de noche, en un auto y sin obstetras a la vista. Puro sufrimiento, con el recuerdo de aquel 0-1 a manos de Camerún en el Mundial de 1990 cada vez que Irán cruzaba la mitad de la cancha. Argentina, en tinieblas bajo el solazo de Minas Gerais, se bajó del tren fantasma porque tiene a Messi. A este Messi que sabe, con toda seguridad, que la historia se escribe ahora o no se escribe más. Por eso, a los 91’, sacó la pluma shakespereana y dibujo un soneto incomparable.
Fueron tres las tapadas claves del arquero tan cuestionado. De amarillo, gigante, Romero disfrutó su día reivindicatorio. Primero fue abajo, contra una palomita de Reza; después voló hacia atrás y le ahogó el festejo a Dejagah; y cerró su show desbaratando un contragolpe, otra vez frente a Reza. Y para mayor desánimo de Irán, hubo un cruce de Zabaleta sobre Dejagah con forma de penal. Todo en el segundo tiempo, cuando Argentina se desajustó por completo y regaló media cancha para que lo ajusticiaran en cada réplica.
Previsible, sin ritmo, incapaz de hacerle daño al 4-5-1 de los iraníes, con figuras apagadas, impreciso. Y con el correr de los minutos, una bola de nervios. Todo eso fue el equipo de Sabella, dueño de la pelota sin descubrir qué hacer con ella. Pases errados, centros a cualquier parte, pelotazos y piques a ninguna parte. A Higuaín le resultaba imposible controlar las cesiones más simples, Agüero sigue fuera de foco en el Mundial y Di María… ¿dónde está el Di María que todos esperamos? Tampoco funcionó la conexión Gago-Messi. Demasiados errores.
Es cierto que la Selección dispuso de situaciones para marcar durante los 45’ iniciales, y que en ese lapso Irán no llegó nunca. Pero fueron producto de ollazos, de chispazos aislados más que de un juego preciso y bien hilvanado. Argentina fue un equipo discontinuo y confundido. Irán, aplicado, cerrado en su campo, agradeció ese regalo y en el complemento se soltó.
La segunda mitad fue un parto de noche, en un auto y sin obstetras a la vista. Puro sufrimiento, con el recuerdo de aquel 0-1 a manos de Camerún en el Mundial de 1990 cada vez que Irán cruzaba la mitad de la cancha. Argentina, en tinieblas bajo el solazo de Minas Gerais, se bajó del tren fantasma porque tiene a Messi. A este Messi que sabe, con toda seguridad, que la historia se escribe ahora o no se escribe más. Por eso, a los 91’, sacó la pluma shakespereana y dibujo un soneto incomparable.