Cine, piano y Rachmaninoff,el falso y el verdadero

DESPLIEGUE. Buriek, entregado a las teclas; Manookian, a la orquesta. la gaceta / foto de hector peralta DESPLIEGUE. Buriek, entregado a las teclas; Manookian, a la orquesta. la gaceta / foto de hector peralta
Era viernes de concierto en el Teatro San Martín, con la Orquesta Estable y el solista en piano, Oscar Palo Buriek. El director, Jeff Manookian, armó un interesante programa con música de principios del siglo XX, pero el público sinfónico sigue siendo escaso, pese que no había que competir con ningún partido del Mundial.

De entrada se sirvió un estreno, la Rapsodia de Somerset Op. 21, que el inglés Gustav Holst (1874-1934) compuso en 1906, dedicada a Cecil Sharp, coleccionista de folclore inglés. Tal la música que se escuchó, con dejos celtas, desde el dulce solo de oboe del comienzo. El tema se fue fortaleciendo, con diferentes grupos de instrumentos, hasta asumir un tinte solemne y marcial, en permanente crescendo, para terminar desvaneciéndose en el solo y en la misma melodía del comienzo. Todo ocurrió en menos de 10’ y pintó un tono cinematográfico.

El piano esperaba a Buriek para que entregara, con toda la confianza y la responsabilidad de tocar entre amigos, como él dice, el Concierto de Varsovia. Ese que, aunque parece de Rachmaninoff, no lo es; lo compuso el inglés Richard Addinsell (1904-1977) que escribió música para unas cuantas películas. Con ese carácter, a lo largo de 10’ el pianista tucumano desplegó la pompa y la circunstancia del mejor piano clásico, en diálogo con la orquesta envolvente, bien medido y tratando de domesticar las rebeldes hojas de la partitura. El tema entró, sublime, y planeó sobre territorio ultrarromántico (para qué está el Steinway, si no...) Y con él recuerdos de escenas de amor y drama de pantalla grande.

Desde su tarima, Manookian se mostró consolidado como conductor de una orquesta que, al cabo de los años, lo conoce bastante. Eso se notó especialmente en el plato fuerte para la orquesta, en otro estreno: las contundentes -y densas- Danzas Sinfónicas Op.45. Esta vez sí, obra del “verdadero” Sergei Rachmaninoff (1873-1943). Verdadero sobre todo porque se trata de la última -y más madura- pieza del compositor ruso. En tres movimientos -de danza macabra a vals, y de ahí al ballet- Rachmaninoff puso a trabajar con denuedo a una orquesta grande, a varios solistas, a tutti, pero sobre todo al director, al servicio de la fuerza dramática, el arrebato melódico y el consecuente impacto emocional, tan rusos. Dicen que el autor quería llamarlas “Danzas fantásticas”, y a los movimientos, Mañana, Mediodía y Noche. En cierto sentido, quería representar las tres etapas de la existencia, con sensaciones premonitorias de su muerte, que ocurrió al poco tiempo en Beverly Hills. Desde entonces su espíritu deambula, insistente, en su música.

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