Por Carlos Frías
02 Julio 2014
FIN DEL SUFRIMIENTO. El gol de Ángel Di María despertó la alegría de los hinchas que se juntaron a almorzar para ver el partido de la clasificación a cuartos de final.
Era el primer partido en el que Argentina podía quedar fuera del Mundial. Suiza parecía un rival accesible, pero las dudas de los hinchas vulneraban el maquillaje celeste y blanco con el que algunos de ellos se habían pintado.
El bar estaba lleno. Los primeros clientes llegaron a las 11. Querían tener el mejor lugar, pero los mozos les decían que no podían juntar tres mesas y colocarlas frente a la pantalla gigante que dominaba el hall central. Fue una charla serena, pausada, hasta que este grupo de pasantes de la Administración Pública lograron convencer a los empleados de este bar que, por sus generosas dimensiones, domina la esquina de 24 de Septiembre y 25 de Mayo.
La caja de vidrio que marca el límite con la vereda se fue llenando de a poco. Los pedidos se acumularon y los cuatro cocineros que nunca pueden ver los partidos de la Selección Argentina aumentaron el gas del fuego de las hornallas. Al mediodía, el éxodo de los peatones y la ansiedad de los automovilistas inundó las calles del microcentro. Después llegó el silencio.
Antes del pitazo inicial, los chefs habían preparado los pedidos de los 50 platos que les habían encargado para entregar por delivery y habían cubierto las demandas de la mayoría de las 140 mesas del salón. Aún así iban a ver poco o nada del partido que comenzó a las 13. Pablo Figueroa, uno de los cocineros, había logrado escapar del asedio de la cocina para acercarse a la barra aunque, por la brevedad de sus palabras, se notaba que le urgía volver. “Cuando trabajamos no podemos ver nada. Cuando escuchás un grito o hacen un gol salís para ver qué fue lo que pasó, pero de cómo se juega el partido no sabés nada”, explicó. Pero la vida fuera de esa siempre sofocada habitación, es distinta.
Luego de convencer a los mozos, los empleados públicos desplegaron una bandera de Argentina sobre la mesa. Y no se movieron de ahí hasta que terminó el primer tiempo. Cristina, una de las comensales, no se cansaba de agradecerles a sus compañeros por la ubicación que consiguieron. Jorge Seguí, uno de los pasantes, ya pensaba en otra cosa. “Está trabadito, pero ya vendrá la magia de Messi”, vaticinaba.
Los mozos, vestidos de uniforme blanco y negro, le daban un toque de color a su indumentaria con gorros de arlequín de la selección. Y entre los gritos con delay que lanzaban los clientes por el destiempo de la señal y los pedidos que debían atender, se las ingeniaban para secar platos, opinar y ver el partido. “Este año la gente estuvo más preparada, porque tenemos más posibilidades de avanzar en la Copa. Y trabajar cuando hay un partido es fácil, porque lo que se hace es ver el partido”, bromeó Pablo Sosa. Su compañero, Oscar Sabate, festejó la respuesta y agregó: “es sencillo, acá se vive el Mundial. Con nervios, con alegría y trabajando”.
El partido seguía. Por la esquina del bar cruzaba pausadamente un perro de la calle. Los semáforos funcionaban pero no paraban a nadie. No había ni un auto y los ladridos del animal se mezclaban con el canto de las vuvuzelas que se comenzaban a impacientar ante el persistente 0 a 0. Suiza pegaba, olvidando su inerte diplomacia, y Argentina no encontraba el camino al gol. Había que hacer cambios y el técnico decidió sacar a Ezequiel Lavezzi. El “Pocho” despertó suspiros, bromas y sonrisas entre las mujeres que ocuparon buena parte de las mesas del salón. “Todas estamos enamoradas de Lavezzi. Messi es un genio; Lavezzi es un sex symbol”, ya habían sentenciado las estudiantes universitarias Mabel Salvatierra y Jorgelina Vidal en el primer tiempo. Y por lo que se descifró de los comentarios que se lanzaron cuando lo reemplazaron, la tribuna arde por el “Pocho”.
Llegó el minuto 40. No faltaba nada para el alargue y ya nadie quería hablar. La cervezas se terminaban y los postres del entretiempo se anudaban en la panza. Cruzando la plaza Independencia, en un pequeño pasillo en donde el aceite que llena sartenes lanza un aroma que recuerda al Mercado del Norte, también se sufría. Pero la marca de la ropa de los clientes era distinta y las sillas eran de plástico blanco.
El maquillaje comenzaba a molestar. Había pasado el primer tiempo extra y no pasaba nada. Hasta que, al borde de los penales, llegó la viveza de Messi y Di María que desataron la locura del 1 a 0. Luego apareció el tiro en el palo de los suizos, pero la suerte que deben tener los campeones ya había desatado la fiesta.
El bar estaba lleno. Los primeros clientes llegaron a las 11. Querían tener el mejor lugar, pero los mozos les decían que no podían juntar tres mesas y colocarlas frente a la pantalla gigante que dominaba el hall central. Fue una charla serena, pausada, hasta que este grupo de pasantes de la Administración Pública lograron convencer a los empleados de este bar que, por sus generosas dimensiones, domina la esquina de 24 de Septiembre y 25 de Mayo.
La caja de vidrio que marca el límite con la vereda se fue llenando de a poco. Los pedidos se acumularon y los cuatro cocineros que nunca pueden ver los partidos de la Selección Argentina aumentaron el gas del fuego de las hornallas. Al mediodía, el éxodo de los peatones y la ansiedad de los automovilistas inundó las calles del microcentro. Después llegó el silencio.
Antes del pitazo inicial, los chefs habían preparado los pedidos de los 50 platos que les habían encargado para entregar por delivery y habían cubierto las demandas de la mayoría de las 140 mesas del salón. Aún así iban a ver poco o nada del partido que comenzó a las 13. Pablo Figueroa, uno de los cocineros, había logrado escapar del asedio de la cocina para acercarse a la barra aunque, por la brevedad de sus palabras, se notaba que le urgía volver. “Cuando trabajamos no podemos ver nada. Cuando escuchás un grito o hacen un gol salís para ver qué fue lo que pasó, pero de cómo se juega el partido no sabés nada”, explicó. Pero la vida fuera de esa siempre sofocada habitación, es distinta.
Luego de convencer a los mozos, los empleados públicos desplegaron una bandera de Argentina sobre la mesa. Y no se movieron de ahí hasta que terminó el primer tiempo. Cristina, una de las comensales, no se cansaba de agradecerles a sus compañeros por la ubicación que consiguieron. Jorge Seguí, uno de los pasantes, ya pensaba en otra cosa. “Está trabadito, pero ya vendrá la magia de Messi”, vaticinaba.
Los mozos, vestidos de uniforme blanco y negro, le daban un toque de color a su indumentaria con gorros de arlequín de la selección. Y entre los gritos con delay que lanzaban los clientes por el destiempo de la señal y los pedidos que debían atender, se las ingeniaban para secar platos, opinar y ver el partido. “Este año la gente estuvo más preparada, porque tenemos más posibilidades de avanzar en la Copa. Y trabajar cuando hay un partido es fácil, porque lo que se hace es ver el partido”, bromeó Pablo Sosa. Su compañero, Oscar Sabate, festejó la respuesta y agregó: “es sencillo, acá se vive el Mundial. Con nervios, con alegría y trabajando”.
El partido seguía. Por la esquina del bar cruzaba pausadamente un perro de la calle. Los semáforos funcionaban pero no paraban a nadie. No había ni un auto y los ladridos del animal se mezclaban con el canto de las vuvuzelas que se comenzaban a impacientar ante el persistente 0 a 0. Suiza pegaba, olvidando su inerte diplomacia, y Argentina no encontraba el camino al gol. Había que hacer cambios y el técnico decidió sacar a Ezequiel Lavezzi. El “Pocho” despertó suspiros, bromas y sonrisas entre las mujeres que ocuparon buena parte de las mesas del salón. “Todas estamos enamoradas de Lavezzi. Messi es un genio; Lavezzi es un sex symbol”, ya habían sentenciado las estudiantes universitarias Mabel Salvatierra y Jorgelina Vidal en el primer tiempo. Y por lo que se descifró de los comentarios que se lanzaron cuando lo reemplazaron, la tribuna arde por el “Pocho”.
Llegó el minuto 40. No faltaba nada para el alargue y ya nadie quería hablar. La cervezas se terminaban y los postres del entretiempo se anudaban en la panza. Cruzando la plaza Independencia, en un pequeño pasillo en donde el aceite que llena sartenes lanza un aroma que recuerda al Mercado del Norte, también se sufría. Pero la marca de la ropa de los clientes era distinta y las sillas eran de plástico blanco.
El maquillaje comenzaba a molestar. Había pasado el primer tiempo extra y no pasaba nada. Hasta que, al borde de los penales, llegó la viveza de Messi y Di María que desataron la locura del 1 a 0. Luego apareció el tiro en el palo de los suizos, pero la suerte que deben tener los campeones ya había desatado la fiesta.
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