Viaje a oscuras para despertar sensaciones que dormían

La propuesta conmovió al público y lo llevó de la mano a construir un mundo de fantasía

PREPARATIVO. Dos de los actores de “Un viaje a ciegas”, minutos antes de que comience la primera función. la gaceta / foto de héctor peralta PREPARATIVO. Dos de los actores de “Un viaje a ciegas”, minutos antes de que comience la primera función. la gaceta / foto de héctor peralta
1. Descripción de lo que no es

No hay una oscuridad comparable a esta. No la hay. No es la lobreguez previa al descanso nocturno, porque en ella siempre puede contarse con el haz que brota de un televisor o de un celular. No es el juego infantil de cerrar los ojos durante largo tiempo, porque la tiniebla no se esfuma con la mera voluntad del parpadeo. No es siquiera la ceguera ficticia del durmiente, porque -al menos hasta que empieza la función- no hay imágenes que, como los sueños, reemplacen el apagón mental. Estamos sentados en el subsuelo del Centro Cultural Virla, hundidos en la negrura absoluta. La pérdida transitoria de la visión, del registro de formas y colores, ha empezado ya en la antesala. Allí, los acomodadores nos han ordenado apagar nuestros teléfonos (apagar, no silenciar, porque hasta la luz de la vibración quebraría la fantasía) y formar hileras de tres o cuatro personas. “Tomensé de los hombros entre ustedes y el primero a mí -enseña-. Yo los llevo”. Se abren las cortinas a nuestro paso y nos recibe una noche que no se parece a ninguna otra, una noche que coloniza los ojos pero que también se mete por la boca y se aloja en el pecho. “Dame la mano, no te suelto hasta que te sientes”, me consiente el guía. Siento el plástico bajo mis muslos, siento su mano desprenderse y su calor alejarse. No hay nada que pueda hacerse por cuenta propia, salvo esperar.

2. La oscuridad que hiere

El humor de los acomodadores matiza la impaciencia hasta que empieza “Un viaje a ciegas”, la puesta que el martes dio comienzo al XVI Julio Cultural. Uno de ellos cuenta un chiste de gallegos. Otro responde irónico al llamado de un compañero: “¡aquí estoy! ¡Soy el de negro!”. El público ríe y sigue riendo incluso cuando callan las ocurrencias de los lazarillos; son quizás risas nerviosas, risas que afloran ante la inquietud de lo desconocido. Miente quien dice que puede relajarse en ese fondo insondable de océano: como a veces se dice de la luz, la oscuridad también hiere los ojos y, así de definitiva, genera angustia (de a ratos, uno cierra los ojos para hacerse creer que ha elegido esa tiniebla y encontrar en eso un falso consuelo).

En esa maraña de sensaciones bracea el público cuando el trueno de un piano anuncia el comienzo de la obra del grupo Teatro Ciego. “Buenas noches -la voz me hace girar la cabeza hacia la izquierda, gesto mecánico pero inútil-. Yo soy Gabriel Martínez y este es mi bar. Vamos a contar historias, historias que pasan en San Miguel de Tucumán”. La mención de la ciudad es el disparador para que una tormenta de estímulos auditivos y olfativos se largue sobre la sala: bocinas de autos, el silbato de un manisero, los gritos de un vendedor de diarios, las campanas de una iglesia y un intenso aroma a café nos rodean desde todos los ángulos y nos ubican espacialmente. Por fin la fantasía tendrá herramientas para ocupar la imaginación y, con ello, desterrar tanta negrura.

3. Sobre lo no dicho

La historia de la obra, aunque bien contada, es lo de menos. Martínez es el dueño de un bar del que Rosendo, un borracho cordobés y muy gracioso, es cliente habitual. El presente de la puesta es el preparativo de un show a cargo de la cantante Ernestina y un pianista, aunque esto en verdad sea una excusa para que cada uno cuente su historia de amor. Los personajes transportan y se transportan a diferentes paisajes: hay un viaje a Brasil, donde Rosendo enamoró a una menina; un recuerdo de las fiestas de la juventud, en una de las cuales Martínez conoce a su esposa; y hasta un safari por África, donde el pianista rescata a una estadounidense. Todo narrado a fuerza de diálogos, de sonidos como el tintineo de los cubiertos que Martínez limpia y olores como el del bronceador en las playas cariocas.

No hay que ser muy hábil para que la imaginación reproduzca lo que los estímulos sugieren, pero hay conclusiones que el espectador saca sin necesidad de antecedentes o disparadores; construcciones caprichosas sobre lo no dicho. Uno sabe, por ejemplo, que está sentado en un café añoso y tradicional, de esos en los que siempre se encuentra un lustrabotas y el menú está todo en español, aunque nada alrededor así lo indique. Uno sabe que Ernestina es hermosa, que es sensible y hasta que viste de rojo, aunque en los hechos sólo la escuche cantar y eludir las picardías del borracho. Uno sabe que el rostro de Rosendo es tosco, que tiene arrugas aunque no sea viejo y que escupe cuando habla, y lo sabe sin razones, sin señales. Lo que uno no sabe es cómo ha accedido a toda esa información, aunque saberlo no vaya a importar jamás.

4. El aplauso liberador

Hay reflexiones personales también, reflexiones que -en medio del humor del guión- cuestionan un mundo tan dependiente de lo visual, de lo que los ojos son capaces de captar y procesar. Reflexiones que llegan hacia al final de la historia, cuando los actores -que durante la obra se han movido por todo el salón- se reúnen frente a la audiencia y encienden una vela de tenue luminosidad. El bar, su dueño, el borracho, la hermosa Ernestina y el pianista son barridos por la luz, que se expande implacable por primera vez en hora y media. La iluminación no es potente, pero alcanza para saber que algunos de los actores son los mismos que nos han llevado a nuestros asientos, que nunca se han cambiado de ropa y que cada detalle de la escenografía -que en los hechos es nula- ha sido aportado por nuestra fantasía. Todavía con los sentidos adaptándose a la penumbra, el público se apura en aplaudir y en ese aplauso entran la fascinación por la obra, la liberación de la inquietud y la satisfacción por haber transitado esa experiencia.

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