Por Carlos Frías
06 Julio 2014
ENTRE PUESTOS. Entre las carpas de lona de la feria de Santa Lucía se vio el color de la albiceleste.
El himno suena en la radio del auto. Carros, camionetas y motos aceleran por la avenida Jujuy al 3.000 sin pensar en las leyes de tránsito. Sobre la 38, el sur se muestra tapado de nubarrones grises. En la ruta no hay nadie. El partido entre Argentina y Bélgica ya comenzó y “Pipita” Higuaín venció la mufa que lo perseguía y marcó el 1 a 0. En la plaza de Famaillá apenas se ven algunas banderas argentinas colgadas en las puertas de vidrio de unos bares que están vacíos.
El recorrido sigue hasta desembocar en el barcito de una estación de servicio ubicada enfrente de Acheral. Todas las mesas están ocupadas. Cuatro grupos de empleados apuran el almuerzo con la mirada fija en el único televisor que hay en el salón. En los surtidores, tres conitos naranja indican que sólo se puede cargar gas. Entre la comida y el partido nadie habla y apenas se escucha un tímido insulto por una jugada que la Selección falló.
Santa Lucía está a unos ocho minutos de ahí por la ruta 307 y la feria popular que se organiza todos los sábados es la promesa de encontrar camisetas de la celeste y blanca. Y, en la primera cuadra de este pueblo de unos 6.000 habitantes, la teoría se cumple.
Selva Santillán está sentada en un patio de tierra con la camiseta puesta. Junto con su marido José Páez y sus hijas Valentina y Melany, que tienen siete y nueve años, sacaron la mesa para almorzar un guiso de arroz con pollo que invita a esperar a que termine el primer tiempo. “Vimos todos los partidos acá afuera. Está fresco, pero ya vimos uno cuando estaba lloviznando. Higuaín venía mal, pero por suerte hizo el gol”, explicaba antes de que los jugadores fueran al entretiempo. A cinco cuadras de la casa de Santillán, la misma en la que su familia vive desde hace tres generaciones, los feriantes desarmaban sus puestos de venta.
Liliana Ibarra es una vendedora que llevó el televisor de su casa para poder ver los cuartos de final. Como otros feriantes, esta es la segunda vez que les tocó trabajar el día en el que jugaba la Selección. Por eso se organizó con el pescadero Ever Gallo y “El Cacique” Jorge Urueña, que vive de la venta de embutidos de cerdo, para colocar un antena en la punta de una caña de unos tres metros e improvisar una mesa para almorzar, sin descuidar sus negocios. “Nos tocó trabajar y estar acá; Dios quiera que ganemos”, decía Ibarra mientras acunaba a su bebé, vestido de albiceleste. En el partido ya se disputaba el segundo tiempo y Fideo Di María había dejado la cancha por una lesión. “Soy el más veterano entre estos feriantes y ya me tocó ver otros mundiales trabajando, acá y en Monteros. Y cuando no había televisor teníamos la radio. En este Mundial vamos para adelante y capaz llegamos a la final con Brasil”, anhelaba Urueña. Pero entre los fierros de las carpas también había quienes ni miraban la pantalla. Vestido con una remera que tenía impresa la cara de Higuaín, un niño de cinco años, llamado Joaquín, practicaba patadas contra una bolsa de arpillera. “También le compré la de Messi”, explica José Guillemot, su abuelo. Al terminar el partido, al fin se desató la fiesta que había anunciado la quiosquera María Ortiz. De las casas salieron hinchas con banderas, camisetas y motos que se acomodaron tras una línea imaginaria para luego salir de caravana por el pueblo.
El recorrido sigue hasta desembocar en el barcito de una estación de servicio ubicada enfrente de Acheral. Todas las mesas están ocupadas. Cuatro grupos de empleados apuran el almuerzo con la mirada fija en el único televisor que hay en el salón. En los surtidores, tres conitos naranja indican que sólo se puede cargar gas. Entre la comida y el partido nadie habla y apenas se escucha un tímido insulto por una jugada que la Selección falló.
Santa Lucía está a unos ocho minutos de ahí por la ruta 307 y la feria popular que se organiza todos los sábados es la promesa de encontrar camisetas de la celeste y blanca. Y, en la primera cuadra de este pueblo de unos 6.000 habitantes, la teoría se cumple.
Selva Santillán está sentada en un patio de tierra con la camiseta puesta. Junto con su marido José Páez y sus hijas Valentina y Melany, que tienen siete y nueve años, sacaron la mesa para almorzar un guiso de arroz con pollo que invita a esperar a que termine el primer tiempo. “Vimos todos los partidos acá afuera. Está fresco, pero ya vimos uno cuando estaba lloviznando. Higuaín venía mal, pero por suerte hizo el gol”, explicaba antes de que los jugadores fueran al entretiempo. A cinco cuadras de la casa de Santillán, la misma en la que su familia vive desde hace tres generaciones, los feriantes desarmaban sus puestos de venta.
Liliana Ibarra es una vendedora que llevó el televisor de su casa para poder ver los cuartos de final. Como otros feriantes, esta es la segunda vez que les tocó trabajar el día en el que jugaba la Selección. Por eso se organizó con el pescadero Ever Gallo y “El Cacique” Jorge Urueña, que vive de la venta de embutidos de cerdo, para colocar un antena en la punta de una caña de unos tres metros e improvisar una mesa para almorzar, sin descuidar sus negocios. “Nos tocó trabajar y estar acá; Dios quiera que ganemos”, decía Ibarra mientras acunaba a su bebé, vestido de albiceleste. En el partido ya se disputaba el segundo tiempo y Fideo Di María había dejado la cancha por una lesión. “Soy el más veterano entre estos feriantes y ya me tocó ver otros mundiales trabajando, acá y en Monteros. Y cuando no había televisor teníamos la radio. En este Mundial vamos para adelante y capaz llegamos a la final con Brasil”, anhelaba Urueña. Pero entre los fierros de las carpas también había quienes ni miraban la pantalla. Vestido con una remera que tenía impresa la cara de Higuaín, un niño de cinco años, llamado Joaquín, practicaba patadas contra una bolsa de arpillera. “También le compré la de Messi”, explica José Guillemot, su abuelo. Al terminar el partido, al fin se desató la fiesta que había anunciado la quiosquera María Ortiz. De las casas salieron hinchas con banderas, camisetas y motos que se acomodaron tras una línea imaginaria para luego salir de caravana por el pueblo.