Río de Janeiro es la mismísima Mar del Plata por estos días. Sólo le faltan los lobos marinos. Los más cautos hablan que a la ciudad del carnaval arribaron más de 50.000 argentinos y calculan que esa suma podría duplicarse con el correr de las horas hasta el partido de hoy con los alemanes. Pero en esa masa celeste y blanca, los tucumanos son perfectamente identificables.

Las remeras de los gloriosos Atlético y San Martín -pero también de Sportivo Guzmán, Central Norte y Estación Experimental- ya forman parte de su piel. Muchas de ellas, como reconocen los mismos simpatizantes, se mueven solas por falta de agua y jabón. Pero poco les importa a quienes las usan. Esos colores le dan sentido de pertenencia y está bien que así sea.

El otro método de encontrar a un coterráneo, bastante efectivo por cierto, es agudizar el sistema auditivo. Al primer “eh, chango” que escuche, el sistema nervioso avisa que un comprovinciano está muy cerca. Dos malas palabras –con tintes sexuales para dar una pista- también son marcas registradas. Hay otras menos usadas como “vieja” y “primo”, que también hacen despertar el radar cuando está prendido en tucumanismo básico.

Sobre gustos culinarios no hay nada escrito, pero sobre preferencias a la hora de consumir bebidas alcohólicas, el fernet no puede faltar en el bolso o en la valija de un tucumano. Y si alguien detecta a una persona utilizando en la calle medio envase de una botella de gaseosa como vaso, tampoco dude: es argentino, de nuestras ricas tierras.

Si a usted esta nota le pareció simpática, imagínese escuchar a un coterráneo intentando hablar portuñol o, mejor dicho, tucuñol, cuando pretende conquistar una chica o le pide al carnicero brasileño un corte específico de carne. Eso sí que es toda una odisea.

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