Por Soledad Nucci
04 Agosto 2014
Sálvese el que pueda
Yerba Buena se ahoga en su tránsito caótico. Las avenidas Aconquija y Solano Vera se han convertido en un infierno. En ciertos momentos, la circulación es constante, y no se puede cruzar nunca, ni a pie ni en auto. La avenida Perón también es complicada, porque allí la mayoría de los autos circulan a 80 kilómetros por hora. En ninguna de las tres autovías hay semáforos. Los vecinos dicen que los reductores de velocidad no son efectivos.
ACTO DE ARROJO. A la hora de cruzar la avenida Aconquija, los peatones tienen que tomar valor y ser muy cuidadosos para evitar accidentes. la gaceta / fotos de hector peralta
Se han habituado. A los habitantes de Yerba Buena, lo insólito se les ha hecho costumbre. Cada vez que tienen que cruzar una avenida, ya sea a pie o en coche, quedan a la buena de Dios. Porque donde ellos viven, no hay semáforos. No hay siquiera uno, pese a que 100.000 vehículos particulares, 670 taxis y tres líneas de colectivos, con 30 unidades en promedio, cada una, recorren todos los días la ciudad. Pese a que, de modo habitual, algunos conductores pisan el acelerador hasta llevarlo a los 80 kilómetros por hora. Pese a las muertes por accidentes de tránsito.
De hecho, si algo enoja a los yerbabuenenses, es su tráfico. No es necesario ser un especialista para formular las objecciones. Estas saltan a la vista en una ciudad con muchos coches, con déficit de infraestructura vial y con un desorden crónico.
Los más castigados son los peatones. Uno puede ver a los niños, a los ancianos y a las madres con bebés en brazos parados en medio de una platabanda, aguardando como si estuvieran en la antesala de un consultorio médico. Amagan. Retroceden. Vuelven a amagar. Y finalmente ponen ponen a prueba sus destrezas físicas o su heroicidad.
En la avenida Aconquija -que tiene una longitud aproximada de seis kilómetros-, los gobernantes han puesto reductores de velocidad, con el propósito de controlar de manera efectiva los excesos en la aceleración y de facilitar los cruces. En algunas esquinas, además, en los horarios con más movimiento, el tránsito es dirigido por inspectores. Sin embargo, los vecinos dicen que con eso no basta.
Al costado de la avenida Perón -que tiene 6,5 kilómetros de longitud desde el Camino del Perú hasta el derivador de La Olla- funcionan un colegio y una universidad privados. La Municipalidad ha comprobado que con frecuencia en esos carriles se corren picadas. No obstante, allí no hay inspectores ni semáforos. Apenas, un par de reductores.
La avenida Solano Vera, en cambio, se halla atestada de estos elementos. Al vicio, porque son burlados constantemente. Karem Albornoz, por ejemplo, no se olvida de que, en una ocasión, un auto casi le pasa por encima. Desde entonces, cada vez que debe poner un pie en esa calle, siente miedo. “Es imposible cruzar. Siempre hay accidentes, principalmente con motociclistas y con animales. Hace poco, dos perritos murieron atropellados”, cuenta.
María de Záenz vive a una cuadra de esa arteria. Tiene contabilizados entre cinco y seis accidentes viales por semana. “A los varitas se los ve durante las mañanas, pero desaparecen al mediodía, porque los mandan a las salidas de los colegios”, agrega. Otra vecina colindante, Marta Corbalán, jura que no exagera: “a veces espero 20 minutos hasta que algún conductor me da prioridad”. David Molina y Ezequiel González, en tanto, aportan una cuota de humor. “No ponga más lomos de burro señor intendente, con tantos baches no hace falta”, le piden a Daniel Toledo. Según Angela Ibiri, el dicho “en casa de herrero, cuchillo de palo”, es honrado a diario en esa trocha, porque justamente ahí funciona la Dirección de Tránsito, Transporte y Vía Pública. Silvina Pulido se acuerda de que en una ocasión los vecinos juntaron firmas y fueron a pedir semáforos. “Nos dijeron que no”. Carlos García, Hugo Ressi y Orlando Díaz -ciclistas y motociclistas- afirman que ellos ponen sus vidas en peligro, ya que los roces son frecuentes. David Márquez piensa que la causa radica en la expansión urbana. “Abrieron muchos countries en la zona sur, pero no hicieron nuevas calles”, razona.
La madre de las calles yerbabuenenses, la avenida Aconquija, también es escenario de congestiones y de peatones en apuros, especialmente en la parte céntrica. “Sería saludable que pongan semáforos”, cree Sara de Rivadeneira, residente de la zona. Otra complicación para los caminantes allí son las platabandas, de casi 20 centímetros. “Son altas, y para peor no hay rampas en todas las cuadras”, añade Juan Santillán.
Hacia el norte, en la avenida Perón, Florencia Salim y Fabrizio Bazán, alumnos de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, recuerdan que, cuando comenzaron a estudiar ahí, miraban horrorizados cómo los vehículos transitaban a 100 kilómetros, hasta que acabaron por familiarizarse. “Al principio teníamos miedo. Pero ya nos amoldamos. A veces esperamos tanto para cruzar, que se nos pasa el colectivo”, dicen.
Aunque parezca paradógico, por esa senda se registran las violaciones de velocidad más elevadas, pese a que a diario es atravesada por estudiantes universitarios, por alumnos de un colegio y por decenas de personas, a pie o en bicicleta, que han convertido a la Perón en la senda preferida de los deportistas. “Estoy dentro de mi casa y me dan escalofríos cuando oigo las frenadas y los bocinazos”, relata Norma Espeche, vecina.
En fin, a juzgar por los dichos, para los yerbabuenenses, cruzar una avenida, ya sea a pie o en coche, es como ponerse una pistola en la cabeza y jugar a la ruleta rusa.
De hecho, si algo enoja a los yerbabuenenses, es su tráfico. No es necesario ser un especialista para formular las objecciones. Estas saltan a la vista en una ciudad con muchos coches, con déficit de infraestructura vial y con un desorden crónico.
Los más castigados son los peatones. Uno puede ver a los niños, a los ancianos y a las madres con bebés en brazos parados en medio de una platabanda, aguardando como si estuvieran en la antesala de un consultorio médico. Amagan. Retroceden. Vuelven a amagar. Y finalmente ponen ponen a prueba sus destrezas físicas o su heroicidad.
En la avenida Aconquija -que tiene una longitud aproximada de seis kilómetros-, los gobernantes han puesto reductores de velocidad, con el propósito de controlar de manera efectiva los excesos en la aceleración y de facilitar los cruces. En algunas esquinas, además, en los horarios con más movimiento, el tránsito es dirigido por inspectores. Sin embargo, los vecinos dicen que con eso no basta.
Al costado de la avenida Perón -que tiene 6,5 kilómetros de longitud desde el Camino del Perú hasta el derivador de La Olla- funcionan un colegio y una universidad privados. La Municipalidad ha comprobado que con frecuencia en esos carriles se corren picadas. No obstante, allí no hay inspectores ni semáforos. Apenas, un par de reductores.
La avenida Solano Vera, en cambio, se halla atestada de estos elementos. Al vicio, porque son burlados constantemente. Karem Albornoz, por ejemplo, no se olvida de que, en una ocasión, un auto casi le pasa por encima. Desde entonces, cada vez que debe poner un pie en esa calle, siente miedo. “Es imposible cruzar. Siempre hay accidentes, principalmente con motociclistas y con animales. Hace poco, dos perritos murieron atropellados”, cuenta.
María de Záenz vive a una cuadra de esa arteria. Tiene contabilizados entre cinco y seis accidentes viales por semana. “A los varitas se los ve durante las mañanas, pero desaparecen al mediodía, porque los mandan a las salidas de los colegios”, agrega. Otra vecina colindante, Marta Corbalán, jura que no exagera: “a veces espero 20 minutos hasta que algún conductor me da prioridad”. David Molina y Ezequiel González, en tanto, aportan una cuota de humor. “No ponga más lomos de burro señor intendente, con tantos baches no hace falta”, le piden a Daniel Toledo. Según Angela Ibiri, el dicho “en casa de herrero, cuchillo de palo”, es honrado a diario en esa trocha, porque justamente ahí funciona la Dirección de Tránsito, Transporte y Vía Pública. Silvina Pulido se acuerda de que en una ocasión los vecinos juntaron firmas y fueron a pedir semáforos. “Nos dijeron que no”. Carlos García, Hugo Ressi y Orlando Díaz -ciclistas y motociclistas- afirman que ellos ponen sus vidas en peligro, ya que los roces son frecuentes. David Márquez piensa que la causa radica en la expansión urbana. “Abrieron muchos countries en la zona sur, pero no hicieron nuevas calles”, razona.
La madre de las calles yerbabuenenses, la avenida Aconquija, también es escenario de congestiones y de peatones en apuros, especialmente en la parte céntrica. “Sería saludable que pongan semáforos”, cree Sara de Rivadeneira, residente de la zona. Otra complicación para los caminantes allí son las platabandas, de casi 20 centímetros. “Son altas, y para peor no hay rampas en todas las cuadras”, añade Juan Santillán.
Hacia el norte, en la avenida Perón, Florencia Salim y Fabrizio Bazán, alumnos de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino, recuerdan que, cuando comenzaron a estudiar ahí, miraban horrorizados cómo los vehículos transitaban a 100 kilómetros, hasta que acabaron por familiarizarse. “Al principio teníamos miedo. Pero ya nos amoldamos. A veces esperamos tanto para cruzar, que se nos pasa el colectivo”, dicen.
Aunque parezca paradógico, por esa senda se registran las violaciones de velocidad más elevadas, pese a que a diario es atravesada por estudiantes universitarios, por alumnos de un colegio y por decenas de personas, a pie o en bicicleta, que han convertido a la Perón en la senda preferida de los deportistas. “Estoy dentro de mi casa y me dan escalofríos cuando oigo las frenadas y los bocinazos”, relata Norma Espeche, vecina.
En fin, a juzgar por los dichos, para los yerbabuenenses, cruzar una avenida, ya sea a pie o en coche, es como ponerse una pistola en la cabeza y jugar a la ruleta rusa.
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