¿Se arrepienten de haber matado?

“¿Se arrepienten después de haber matado?”. La pregunta de la escritora me sorprendió más por la respuesta que podía darle que por lo inesperada.

Charlaba con Hebe Uhart, café de por medio, sobre algunas características del delito en Tucumán. Los lunfardos, las costumbres, las motivaciones.

En la mayoría de los crímenes hubo alcohol de por medio.

“¿Qué toman? ¿Vino o cerveza?, ¿Y se arrepienten?”

En mi cabeza dieron vueltas los casos que cubrí. La primera respuesta que vino a mi boca fue un contundente “No”. En casi todos los juicios orales, los acusados niegan hasta último momento haber sido los homicidas o se sumen en el silencio, aun cuando las pruebas parecieran ser contundentes. Y cuanto más lo pensaba, más se consolidó el “No”. En las pocas veces que asumieron su responsabilidad, sólo se limitaron a pedir disculpas por el dolor causado. Pero siempre alegando que se trató de un accidente, o de un momento borrado de su memoria. “No sé qué pasó” o “No entiendo cómo se disparó el arma”, como dijo el asesino de Iván Sénneke la semana pasada. Esas confesiones televisivas, en las que se reconoce que todo ocurrió en un ataque de furia, en una venganza o “porque se lo merecía”, sólo forman parte de un guión. Pura ficción a sangre fría. Si la procesión del arrepentimiento por quitarle la vida a alguien va por dentro, es algo imposible de corroborar.

En la vida real, los homicidas no se arrepienten.

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