Por Gustavo Martinelli
09 Septiembre 2014
Asegura Eduardo Galeano que los cuentos se cuentan por la noche, porque en la noche late lo sagrado. Sin embargo, en esta Argentina desacralizada, los cuentos se cuentan a plena luz del día y por cadena nacional. Los hay de todo tipo: económicos, políticos, sociales y educativos; cómicos y trágicos; mínimos y extensos. Pero ninguno tan descaradamente impropio como el cuento de que nuestra sociedad está mucho mejor educada que hace diez años. Y las pruebas son contundentes: profesores golpeados por sus propios alumnos o por sus padres cuando sacan malas calificaciones, familiares de un detenido que apedrean un hospital para amedrentar a la policía y conseguir su liberación, jóvenes estudiantes que se escapan del colegio para emborracharse y drogarse frente a su propia escuela, alumnos que no consiguen entender lo que leen y, mucho menos, criticar lo que reciben… Todas estas melancolías -y muchas más que se reproducen como un virus sin vacuna- conforman un panorama sombrío que, según el mismo Pedro Barcia, presidente de la Academia Argentina de Educación, demorará décadas en revertirse. Y la raíz de todo parece estar en la profunda crisis de valores que reverbera en cada uno de los aspectos de nuestra sociedad.
Por esta crisis crece la violencia, la falta de respeto a las normas, la indisciplina social, el disgusto por lo estético y el desprecio por las buenas costumbres. Aún más: la integridad (que es hermana de la virtud) ha pasado a ser un término anacrónico en nuestra sociedad. Con un vicepresidente doblemente procesado que, a pesar de todo, sigue presidiendo actos públicos y sesiones legislativas o con una legión de legisladores tucumanos que no pueden explicar qué hacen con el dinero público, la integridad no parece tener cabida. Falta el ejemplo; falta el espejo para mirarse. Tal vez por eso hoy importa más el tener que el ser. Se ha olvidado que la integridad -como toda virtud- es el denominador común del liderazgo, la bisagra de una sociedad bien nacida. Pero las virtudes, a diferencia del lenguaje, las matemáticas o la historia, no pueden ser transmitidas a la manera clásica en las escuelas. Al contrario: se las cultiva a partir de la imitación y la interacción con las personas íntegras, es decir: se transmite con el ejemplo. Y los padres tienen en esto el rol principal; después vienen los docentes y finalmente los líderes y dirigentes sociales. Pero si la familia está cada vez más disociada; los profesores, son maltratados y los líderes sólo llevan agua para su propio molino… ¿cómo aprenderán los chicos a ser personas íntegras?
Los protagonistas visibles de la vida pública tienen, entonces, el deber de dar el ejemplo; de ser coherentes con los valores que dan sentido a las sociedades democráticas. La corrupción, la malversación de bienes públicos, el despilfarro, el desinterés por el sufrimiento de quienes padecen las consecuencias de la crisis, la asignación de sueldos, indemnizaciones y retiros desmesurados producen indignación en muchas ocasiones, pero también generan modelos que se van copiando con resultados desastrosos. En su libro “La civilización del espectáculo”, el peruano ganador del Nobel, Mario Vargas Llosa asegura que la clase política ya no tiene el prestigio de antes, porque la crisis de valores la afecta de manera directa. Y, para ilustrarlo, cita la anécdota del taxista que una vez le confesó que iba a votar a Fujimori porque “solo robó lo justo”. Qué curioso ¿no? Ahora resulta que a nadie le asombra que un político robe; lo importante es que no robe más de lo debido. “Hay una mentalidad que identifica la política con la picardía, con la deshonestidad. Y esto es peligrosísimo sobre todo para el futuro de la cultura democrática. Si vamos a pensar eso entonces la cultura democrática no tiene sentido y a la corta o la larga va a desplomarse también”, sostiene Vargas Llosa. Esta visión crepuscular puede y debe ser transformada. ¿Cómo? Pues con educación y buenos ejemplos. No hay otra forma posible.
Por esta crisis crece la violencia, la falta de respeto a las normas, la indisciplina social, el disgusto por lo estético y el desprecio por las buenas costumbres. Aún más: la integridad (que es hermana de la virtud) ha pasado a ser un término anacrónico en nuestra sociedad. Con un vicepresidente doblemente procesado que, a pesar de todo, sigue presidiendo actos públicos y sesiones legislativas o con una legión de legisladores tucumanos que no pueden explicar qué hacen con el dinero público, la integridad no parece tener cabida. Falta el ejemplo; falta el espejo para mirarse. Tal vez por eso hoy importa más el tener que el ser. Se ha olvidado que la integridad -como toda virtud- es el denominador común del liderazgo, la bisagra de una sociedad bien nacida. Pero las virtudes, a diferencia del lenguaje, las matemáticas o la historia, no pueden ser transmitidas a la manera clásica en las escuelas. Al contrario: se las cultiva a partir de la imitación y la interacción con las personas íntegras, es decir: se transmite con el ejemplo. Y los padres tienen en esto el rol principal; después vienen los docentes y finalmente los líderes y dirigentes sociales. Pero si la familia está cada vez más disociada; los profesores, son maltratados y los líderes sólo llevan agua para su propio molino… ¿cómo aprenderán los chicos a ser personas íntegras?
Los protagonistas visibles de la vida pública tienen, entonces, el deber de dar el ejemplo; de ser coherentes con los valores que dan sentido a las sociedades democráticas. La corrupción, la malversación de bienes públicos, el despilfarro, el desinterés por el sufrimiento de quienes padecen las consecuencias de la crisis, la asignación de sueldos, indemnizaciones y retiros desmesurados producen indignación en muchas ocasiones, pero también generan modelos que se van copiando con resultados desastrosos. En su libro “La civilización del espectáculo”, el peruano ganador del Nobel, Mario Vargas Llosa asegura que la clase política ya no tiene el prestigio de antes, porque la crisis de valores la afecta de manera directa. Y, para ilustrarlo, cita la anécdota del taxista que una vez le confesó que iba a votar a Fujimori porque “solo robó lo justo”. Qué curioso ¿no? Ahora resulta que a nadie le asombra que un político robe; lo importante es que no robe más de lo debido. “Hay una mentalidad que identifica la política con la picardía, con la deshonestidad. Y esto es peligrosísimo sobre todo para el futuro de la cultura democrática. Si vamos a pensar eso entonces la cultura democrática no tiene sentido y a la corta o la larga va a desplomarse también”, sostiene Vargas Llosa. Esta visión crepuscular puede y debe ser transformada. ¿Cómo? Pues con educación y buenos ejemplos. No hay otra forma posible.
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