Por Carlos Páez de la Torre H
12 Noviembre 2014
DOMINGO FAUSTINO SARMIENTO. Al centro del grupo, se divisa sentado al sanjuanino, con el bastón acústico que se aplicaba al oído a causa de la sordera. la gaceta / archivo
Muchas veces hemos publicado en este espacio cartas intercambiadas entre el tucumano José Posse (1816-1906) y su dilecto amigo Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Resultan siempre atractivas, por su carga de humor. Por ejemplo, en una del 17 de agosto de 1877, Sarmiento discurría sobre su sordera.
“Habrás leído en los diarios, acompañadas de puteadas, que he mejorado, sanado dicen, del oído. ¡Qué desgracia! Lo creen una calamidad pública. He mejorado mucho, muchísimo en efecto; tanto que creo tener lo bastante para mi poco consumo de oír palabras y ruidos, no siendo grande aficionado a la música y pudiendo prescindir sin esfuerzo del chirrido de las carretas tucumanas gracias al ferrocarril”.
Contaba que un médico joven, el doctor Doncel, “sin reputación, lo que permite estudiar y aprender”, desde dos años atrás estaba investigando y probando métodos para combatir la sordera. “Y cuando tuvo reunida su colección de jeringas, sondas y aparatos de ver y de inflar, me sometió a uno de varios tratamientos”.
“Tres días después –seguía- los efectos eran sensibles y me hubiera dado, después de dos meses de régimen, por enteramente restablecido, si el timbre de la campanilla, el tic tac del reloj y la tónica del piano no mostrasen que me transmiten menos vibraciones sonoras que las que otros experimentan”.
De todos modos, Doncel había tomado ya fama, “y salen de debajo de la tierra sordos que se ignoraban a sí mismos, o sujetos de 82 años, empedernidos e incorregibles por osificación o cornificación, que es la última forma de los viejos, sobre todo si han tenido mujeres”.
“Habrás leído en los diarios, acompañadas de puteadas, que he mejorado, sanado dicen, del oído. ¡Qué desgracia! Lo creen una calamidad pública. He mejorado mucho, muchísimo en efecto; tanto que creo tener lo bastante para mi poco consumo de oír palabras y ruidos, no siendo grande aficionado a la música y pudiendo prescindir sin esfuerzo del chirrido de las carretas tucumanas gracias al ferrocarril”.
Contaba que un médico joven, el doctor Doncel, “sin reputación, lo que permite estudiar y aprender”, desde dos años atrás estaba investigando y probando métodos para combatir la sordera. “Y cuando tuvo reunida su colección de jeringas, sondas y aparatos de ver y de inflar, me sometió a uno de varios tratamientos”.
“Tres días después –seguía- los efectos eran sensibles y me hubiera dado, después de dos meses de régimen, por enteramente restablecido, si el timbre de la campanilla, el tic tac del reloj y la tónica del piano no mostrasen que me transmiten menos vibraciones sonoras que las que otros experimentan”.
De todos modos, Doncel había tomado ya fama, “y salen de debajo de la tierra sordos que se ignoraban a sí mismos, o sujetos de 82 años, empedernidos e incorregibles por osificación o cornificación, que es la última forma de los viejos, sobre todo si han tenido mujeres”.
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