Por Guillermo Monti
02 Diciembre 2014
Si los congresales que juraron la independencia hubieran intuido la indiferencia con la que sería tratada la fundación de la patria 200 años más tarde habrían sesionado en otro lugar. Imaginemos a Narciso Laprida anunciándole a Francisca Bazán de Laguna: “señora, nos equivocamos en la elección. Gracias por la casa, todo muy cómodo, pero si Tucumán va a ignorar el Bicentenario de la solemne Declaración que preparamos, mejor es cambiar de horizonte. Puede ser Salta, que queda cerca. O Santiago del Estero, que a fin de cuentas es madre de ciudades. O Córdoba, donde convierten una piedra en monumento nacional. Lo sentimos por Tucumán, pero no queremos ser una molestia”. Así que el Congreso devuelve las sillas a los curas de San Francisco y se marcha en procura de alguna sociedad que le prometa un poco más de gratitud.
La sensación es que el Bicentenario molesta. Es una piedra en el zapato del poder, un trago amargo al que más vale hacer pasar rápido y sin que se note. Uno de esos tíos molestos al que nadie quiere en la mesa pero, como es de la familia, no hay más remedio que invitarlo a la fiesta. Del Bicentenario no se habla porque es un tema difícil de banalizar. El Bicentenario obliga a pensarnos y a proyectarnos, tarea difícil de resumir en los 140 caracteres de un tuit. Entonces lo preferible es barrerlo bajo la alfombra.
Hagamos cuentas: de aquí a fin de año al mercurio lo moverá la temporada de saqueos promovidos, neutralizados o inventados; después vienen las fiestas y el verano; y pegadito empieza el 2015 electoral, que trae media docena de elecciones en continuado. Tal vez las paritarias se resuelvan con la velocidad que impone la caza de votos. O no. Un par de pestañeos y habrá un nuevo presidente en la Rosada. En el medio, la Copa América de Chile. De golpe estaremos en 2016, el año del Bicentenario. ¿Tan rápido?
Tal vez lo que infunde pavor es el gigantismo, lo que implica partir desde un razonamiento equivocado. Nadie pide que el 9 de julio de 2016 se corte la cinta de un obelisco en la plaza Independencia. La invitación es a tirar por la ventana la casa de las ideas, no el dinero que a Tucumán le falta y que debería emplear en necesidades infinitamente más apremiantes. Para sacar a los chicos de la calle, por ejemplo.
Si a la UNT su propio Centenario se le escurrió sin que se hubiera movido el amperímetro social es difícil imaginarla como motor de lo que viene. El detalle es que se trata de la principal usina generadora de conocimiento del NOA. Volvemos al espejismo gigantista. No se le pide que organice un simposio internacional con cinco premios Nobel (a fin de cuentas no suena tan descabellado, ¿no?), sino que -por caso- una a su centenar de institutos bajo un “Proyecto Bicentenario”. Es apenas un ejemplo de lo que puede hacerse. El tema no suele aparecer en los discursos de la rectora, Alicia Bardón. No se escucha a José Cano, quien lanzó su carrera política desde y gracias a la Universidad, hablar del Bicentenario. Tampoco a su correligionario Luis Sacca, quien pretende ser intendente de la capital. ¿Imaginan el grado de movilización de Juan B. Terán y de Ernesto Padilla -el primer secretario de Extensión de la UNT- en vísperas de una fecha como la que asoma a la vuelta de la esquina?
Para los Poderes del Estado -incluido el Judicial, por supuesto- lo importante es qué diran las urnas dentro de algunos meses. El resto es accesorio. Para el alperovichismo el Bicentenario es algo brumoso, impreciso y lejano, percepción que se ajusta a su lógica cortoplacista. El Gobierno “trabaja fuerte” aquí y ahora, ese es su discurso, su fuerza y su debilidad. La hiperactividad que intenta transmitir Alperovich pinta su pragmatismo. Que ignore el Bicentenario es comprensible. Alperovich podrá jactarse de sus 12 años atornillado al sillón de Lucas Córdoba, pero no es un estadista ni mucho menos un visionario.
Eso es, precisamente, de lo que carece el Tucumán de 2016. De una visión. El deber ser de una sociedad, sus sueños y sus objetivos no surgen de la impronta de un iluminado, sino de la construcción de ciudadanía. Los actores sociales son muchísimos y están dispersos, hace falta cintura política para unirlos, escucharlos, generar debates y conseguir consensos. Por ahí va el Bicentenario, por la convocatoria generosa a cada tucumano para que por medio de su propia voz o a través de quienes lo representan -desde un sindicato a un colegio profesional, desde una iglesia a un club, desde una cátedra a un escaño- exprese qué quiere para su futuro y el de sus hijos. Los fuegos artificiales vienen después.
La sensación es que el Bicentenario molesta. Es una piedra en el zapato del poder, un trago amargo al que más vale hacer pasar rápido y sin que se note. Uno de esos tíos molestos al que nadie quiere en la mesa pero, como es de la familia, no hay más remedio que invitarlo a la fiesta. Del Bicentenario no se habla porque es un tema difícil de banalizar. El Bicentenario obliga a pensarnos y a proyectarnos, tarea difícil de resumir en los 140 caracteres de un tuit. Entonces lo preferible es barrerlo bajo la alfombra.
Hagamos cuentas: de aquí a fin de año al mercurio lo moverá la temporada de saqueos promovidos, neutralizados o inventados; después vienen las fiestas y el verano; y pegadito empieza el 2015 electoral, que trae media docena de elecciones en continuado. Tal vez las paritarias se resuelvan con la velocidad que impone la caza de votos. O no. Un par de pestañeos y habrá un nuevo presidente en la Rosada. En el medio, la Copa América de Chile. De golpe estaremos en 2016, el año del Bicentenario. ¿Tan rápido?
Tal vez lo que infunde pavor es el gigantismo, lo que implica partir desde un razonamiento equivocado. Nadie pide que el 9 de julio de 2016 se corte la cinta de un obelisco en la plaza Independencia. La invitación es a tirar por la ventana la casa de las ideas, no el dinero que a Tucumán le falta y que debería emplear en necesidades infinitamente más apremiantes. Para sacar a los chicos de la calle, por ejemplo.
Si a la UNT su propio Centenario se le escurrió sin que se hubiera movido el amperímetro social es difícil imaginarla como motor de lo que viene. El detalle es que se trata de la principal usina generadora de conocimiento del NOA. Volvemos al espejismo gigantista. No se le pide que organice un simposio internacional con cinco premios Nobel (a fin de cuentas no suena tan descabellado, ¿no?), sino que -por caso- una a su centenar de institutos bajo un “Proyecto Bicentenario”. Es apenas un ejemplo de lo que puede hacerse. El tema no suele aparecer en los discursos de la rectora, Alicia Bardón. No se escucha a José Cano, quien lanzó su carrera política desde y gracias a la Universidad, hablar del Bicentenario. Tampoco a su correligionario Luis Sacca, quien pretende ser intendente de la capital. ¿Imaginan el grado de movilización de Juan B. Terán y de Ernesto Padilla -el primer secretario de Extensión de la UNT- en vísperas de una fecha como la que asoma a la vuelta de la esquina?
Para los Poderes del Estado -incluido el Judicial, por supuesto- lo importante es qué diran las urnas dentro de algunos meses. El resto es accesorio. Para el alperovichismo el Bicentenario es algo brumoso, impreciso y lejano, percepción que se ajusta a su lógica cortoplacista. El Gobierno “trabaja fuerte” aquí y ahora, ese es su discurso, su fuerza y su debilidad. La hiperactividad que intenta transmitir Alperovich pinta su pragmatismo. Que ignore el Bicentenario es comprensible. Alperovich podrá jactarse de sus 12 años atornillado al sillón de Lucas Córdoba, pero no es un estadista ni mucho menos un visionario.
Eso es, precisamente, de lo que carece el Tucumán de 2016. De una visión. El deber ser de una sociedad, sus sueños y sus objetivos no surgen de la impronta de un iluminado, sino de la construcción de ciudadanía. Los actores sociales son muchísimos y están dispersos, hace falta cintura política para unirlos, escucharlos, generar debates y conseguir consensos. Por ahí va el Bicentenario, por la convocatoria generosa a cada tucumano para que por medio de su propia voz o a través de quienes lo representan -desde un sindicato a un colegio profesional, desde una iglesia a un club, desde una cátedra a un escaño- exprese qué quiere para su futuro y el de sus hijos. Los fuegos artificiales vienen después.