Viaje a los orígenes, en el barrio sur

El mensaje llegó al Facebook. Inbal, se llamaba -se llama- la joven de 22 años y venía desde Israel “para conocer el barrio en el que había nacido el abuelo”, que ya no está. El día del encuentro fue un domingo lluvioso, y con Inbal llegaban su novio Daniel (israelí, nieto de iraquíes, tunecinos y búlgaros) y una amiga, Batel (israelí, nieta de holandeses y de turcos de Esmirna). Venían bajando desde Bolivia y Perú, habían tocado Salta y todavía les quedaba el vasto mapa argentino hasta llegar a Ushuaia, el destino más austral, con cierre, seguramente maravillado, en aquella Buenos Aires que siempre enamora. El buen castellano de Inbal sugería que lo había aprendido entre los mimos de infancia de sus abuelos argentinos. Error. “ Lo aprendí viendo Chiquititas y telenovelas”, se despachó Inbal, mientras mordía una medialuna. Lo que no había podido la Real Academia Española lo había hecho Cris Morena. ¿Las telenovelas?, fue la pregunta asombrada. ¡“Muñeca brava”!, apuntó la rubia Batel.

En Tucumán, la meta de Inbal era “la Bernabé Aráoz y General Paz”, con su vía del tren ajardinada y más verde que lo usual, por la lluvia caída. De la vieja casa en la que había crecido el abuelo todavía quedaban la puerta original y el piso de mosaicos adamascados, típico de las construcciones modestas de comienzos del siglo XX que habían poblado los inmigrantes que llegaban huyendo de predicciones agoreras que el tiempo se encargaría de cumplir. La imaginación -o el deseo de que así fuera- dejaba prever que en el fondo de la casa todavía podría estar la gran morera.

Y, también, el taller en el que el tatarabuelo polaco alternaba el oficio de zapatero con sus lecturas silenciosas en yiddish. En la esquina, en el cruce de la vía, esta vez sí, una morera de gran porte resiste como huella del pasado. “El abuelo me contaba que el sonido del tren era lo que lo hacía dormir. Que una vez no pasó, y no pudo dormir. ¿Todavía pasa el tren?”, preguntó Inbal. “A veces”, le respondió la anfitriona, extrañando la casilla de la guardabarreras y aquella zorra con la que ella y la barra de la infancia se deslizaban por la vía soñando con destinos lejanos. En alegre Babel, sorteando adoquines y metiendo los pies en los charcos (otra selfie de la infancia) la comitiva llegó al Abasto. Sólo los arcos del complejo que alberga al hotel de marca global son indicios del bullicioso mercado de antaño. Un mural con fotos antiguas y una maqueta de la vieja estructura del Mercado no alcanzan a mitigar ese borrón del pasado. Pero vale el intento. “Mirá, Inbal, tu abuelo, cuando era chico, viajaba en esos coches tirados a caballo”, indica la anfitriona. Los smartphones estallan tratando de capturar lo que pueden. Piezas con las cuales Inbal trata de armar ese rompecabezas que es el viaje a los orígenes.

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