Por Juan Pablo Durán
16 Febrero 2015
El reconocido sociólogo y pensador neoyorquino Daniel Bell (1919-2011) publicó en 1960 “El fin de las ideologías”. Por esos años, con el advenimiento de la sociedad postindustrial, Bell teorizaba que el fin de las ideologías modernas -liberal, conservadora y socialista, por caso- iban a caer en un oscuro agujero cultural donde sólo reinaría un pensamiento único llamado economía de mercado. El hedonismo, entendido como la constante búsqueda del placer individual, iba a ser el leit motiv de la sociedad posmoderna. ¿Bell tenía razón? ¿La sociedad posmoderna camina en ese sentido? ¿Es el fin de las ideologías? Si nos detenemos a mirar lo que ocurre a nivel mundial, y sobre todo en Europa -a excepción de Grecia, por supuesto- todo parecería indicar que estaba en lo cierto. Pero si no nos vamos tan lejos y nos quedamos a contemplar América del Sur, a priori se podría inferir que la semilla de la ideología política ha vuelto a germinar. Si dejamos por un momento a Bell en Estados Unidos y descendemos por el continente y atravesamos Venezuela, Ecuador, Bolivia y Argentina, cualquier mortal estaría en condiciones de asegurar que las doctrinas revolucionarias, entendidas como ese motor que profundiza el cambio (algunos lo llaman progresismo y otros, denostadamente populismo), están más vivas que nunca por estos lares. El hecho de que los jóvenes se hayan volcado masivamente a la militancia política podría ser interpretado como un síntoma de que las ideologías florecieron en esta parte del mundo. Pero no todo es color de rosa o, por lo menos, no todo lo que brilla es oro. La juventud de los 70, que padeció las botas y los fusiles del autoritarismo gobernante, parecería haber encontrado en los gobiernos contemporáneos (populistas para el ojo crítico de las derechas, progresistas según la visión de las izquierdas) el agua y el abono necesario para hacer brotar esas ideas que quedaron truncas 40 o 50 años atrás.
¿Pero realmente esto es así? O será que, simplemente, los gobiernos llamados populistas han utilizado ‘marketineramente’ el romanticismo setentista para seducir a la “juventud neomaravillosa” del siglo XXI. Porque, volviendo a lo que planteaba Bell, los gobernantes de todos los colores políticos actúan como si estuvieran movilizados por las reglas del mercado. Alcanzar el poder es el único fin. Y, al decir de Maquiavelo, ese fin justifica los medios. Porque mientras más pobres son las naciones, más ricos se vuelven los funcionarios que las administran. En una reciente entrevista realizada por el diario “El País”, el cubano Pablo Milanés afirmó sentirse desilusionado de los 50 años de castrismo en la isla. Y hasta llegó a comparar a Fidel con el mismísimo Stalin. En medio siglo de administración, los cubanos siguen en la misma situación de estancamiento.
Pero sigamos recorriendo América Latina. Ingresemos a la Argentina y nos anclemos en Tucumán. ¿Acaso existe en esta comarca algún dirigente que verdaderamente haya instalado un debate de ideas? ¿Acaso algún candidato del color político que sea ha planteado cómo hará para solucionar los principales problemas que aquejan a la provincia? Ninguno. Hoy, el escenario electoral se está partido en tres: alperovichistas, amayistas y canistas. En otros tiempos, seguramente estos sectores se hubiesen divido en conservadores, peronistas y radicales, porque cada denominación lleva de manera explícita una carga ideológica. Pero ahora, da lo mismo ser radical y estar con el intendente, Domingo Amaya, o ser peronista y militar con el diputado José Cano. Porque en definitiva, lo que verdaderamente importa es arrebatarle, a como dé lugar, el poder al gobernador, José Alperovich.
Desde que se largó la carrera electoral, Amaya tendió lazos con radicales, massistas y macristas. Pero hasta ahora no pudo llegar a un acuerdo electoral con ninguno. Del mismo modo, Cano hizo lo propio con el intendente de San Miguel de Tucumán, con Sergio Massa y con Mauricio Macri. El radical ya pactó con Massa y está al caer un acuerdo con el jefe de Gobierno porteño para apuntalar el armado provincial. Este confuso panorama de todos contra todos lo único que hace es generar confusión entre los votantes, quienes se terminarán inclinando por aquel que logre vender mejor su imagen. Al final, parece que Bell tenía razón. La ideología murió y reencarnó en eso que se llama economía de mercado.
Y mientras tanto, como diría Enrique Santos Discépolo, los candidatos tucumanos siguen revolcados en un merengue, y en el mismo lodo todos manoseados.
¿Pero realmente esto es así? O será que, simplemente, los gobiernos llamados populistas han utilizado ‘marketineramente’ el romanticismo setentista para seducir a la “juventud neomaravillosa” del siglo XXI. Porque, volviendo a lo que planteaba Bell, los gobernantes de todos los colores políticos actúan como si estuvieran movilizados por las reglas del mercado. Alcanzar el poder es el único fin. Y, al decir de Maquiavelo, ese fin justifica los medios. Porque mientras más pobres son las naciones, más ricos se vuelven los funcionarios que las administran. En una reciente entrevista realizada por el diario “El País”, el cubano Pablo Milanés afirmó sentirse desilusionado de los 50 años de castrismo en la isla. Y hasta llegó a comparar a Fidel con el mismísimo Stalin. En medio siglo de administración, los cubanos siguen en la misma situación de estancamiento.
Pero sigamos recorriendo América Latina. Ingresemos a la Argentina y nos anclemos en Tucumán. ¿Acaso existe en esta comarca algún dirigente que verdaderamente haya instalado un debate de ideas? ¿Acaso algún candidato del color político que sea ha planteado cómo hará para solucionar los principales problemas que aquejan a la provincia? Ninguno. Hoy, el escenario electoral se está partido en tres: alperovichistas, amayistas y canistas. En otros tiempos, seguramente estos sectores se hubiesen divido en conservadores, peronistas y radicales, porque cada denominación lleva de manera explícita una carga ideológica. Pero ahora, da lo mismo ser radical y estar con el intendente, Domingo Amaya, o ser peronista y militar con el diputado José Cano. Porque en definitiva, lo que verdaderamente importa es arrebatarle, a como dé lugar, el poder al gobernador, José Alperovich.
Desde que se largó la carrera electoral, Amaya tendió lazos con radicales, massistas y macristas. Pero hasta ahora no pudo llegar a un acuerdo electoral con ninguno. Del mismo modo, Cano hizo lo propio con el intendente de San Miguel de Tucumán, con Sergio Massa y con Mauricio Macri. El radical ya pactó con Massa y está al caer un acuerdo con el jefe de Gobierno porteño para apuntalar el armado provincial. Este confuso panorama de todos contra todos lo único que hace es generar confusión entre los votantes, quienes se terminarán inclinando por aquel que logre vender mejor su imagen. Al final, parece que Bell tenía razón. La ideología murió y reencarnó en eso que se llama economía de mercado.
Y mientras tanto, como diría Enrique Santos Discépolo, los candidatos tucumanos siguen revolcados en un merengue, y en el mismo lodo todos manoseados.