Las estéticas tucumanas de la resignación

Ni la riqueza es inocente de la pobreza que genera y ni el gobierno es inocente de la marginación que no erradica. Qué decir cuando los que gobiernan son ricos...

No huele a azares en esta orilla del Salí. El jardín de la república, aquí, tiene aroma a bosta y orines de caballos, todo mezclado con barro podrido y las humanas inmundicias de la basura domiciliaria o de las cloacas de la ciudad que terminan (las cloacas y la ciudad) aquí nomás. Pero no hay ese olor todo el tiempo...

Cuando llega el frío, un vecino mete el caballo a su casa, porque si el animal se muere no hay quién tire del carro con el que se provee de sustento la familia. Pero pasa sólo en invierno...

Las viviendas no tienen manchas de humedad (lujo de padecimiento de quienes tienen agua corriente), sino del humo de la leña que queman dentro. Pero no es así en todas las casas...

En las siestas, hay jóvenes con tumberas asaltando automovilistas. Pero a veces no están...

Ellos, y sus padres, caminan como zombies de película. Deambulan de manera lenta, y por momentos espasmódica, porque la motricidad fina ha sido destrozada por el residuo de la pasta base de cocaína que fuman. Pero no todos caminan así...

Las casas se clasifican en revocadas, sin revoque y baleadas. Pero hay algunas que están “arregladitas”. Enrejadas hasta la asfixia, pero “arregladitas”.

Las chicas se prostituyen por las noches bajo el puente Lucas Córdoba. Todas las noches, pero no todas las chicas... Las que consiguen un cliente diurno (por ejemplo, un proveedor de paco que las siga suicidando), lo atienden en su casa, con la puerta abierta. La privacidad de los marginados está en “la calle”, que hicieron propia durante la última dictadura, cuando -como esclarece Alfredo Moffat, fundador de la Escuela de Psicología Argentina- las clases medias y altas se recluyeron en sus casas para evitar la violencia del Estado. Pero algunas de las chicas que entregan el cuerpo a cambio de paco cierran la puerta...

Todo esto se ve en la parte de La Costanera donde está permitido ver. Es decir, en la zona que se puede transitar; y se puede transitar porque “dejan”; y dejan porque han habido mejoras notables, logradas por el compromiso de profesionales tucumanos y la inversión del Estado, todo ello reunido en el Programa de Mejoramiento de Barrios (Promeba). La zona sur de la Costanera es ahora una urbanización de manzanas consolidadas, lotes demarcados y calles perfiladas. El norte se presenta aún inaccesible. Al igual que lo hay “cruzando el río”. Pero al menos hubo mejoras...

Aunque se mantenga no visible para los que vienen de ese afuera que es la capital provincial, se logra una aproximación a ese más allá a partir de lo que erradicaron quienes llevaron un poco de dignidad a La Costanera sur. Ya no quedan letrinas y la gran novedad es el baño. Tardó en llegar la salubridad, pero llegó...

El conformismo

La calle Guatemala, ahora abierta hasta la avenida que bordea el río (la Avenida Costanera), tiene un codo en su traza. La desviación se debe a que cuando comenzó el trabajo había un vendedor de drogas que se resistió a reubicar su casilla. Aunque él ya no está (por eso los vecinos ya no lo llaman vecino sino dealer), la calle quedó torcida. Pero al menos hay una calle más...

Rodeada de viviendas (por así decirles) había una cava, de más o menos una hectárea por dos metros de profundidad, de donde se sacaba tierra para hacer ladrillos. Por el declive del terreno, era donde iba a parar el derrame cloacal originado cerca de tres torres ubicadas del otro lado de la avenida de circunvalación. Los efluentes entraban a un desagüe pluvial cuyos caños morían en la calle Amadeo Jaques, y desde ahí circulaban a cielo abierto hasta la infestada laguna. Pero ahora se saneó y hay viviendas...

Hoy, entubamiento mediante, todo va a parar a una soterrada cámara de bombeo cloacal. Para la instalación se construyó un módulo, cercado por una alambrada. Como robaron los portones y la tela metálica, para terminar los trabajos debieron tapiar las aberturas. A diario, abrían un hueco y, por la tarde, volvían a cerrarlo con ladrillos y cemento. Pero pudieron terminar la obra...

Ya está lista la red de gas natural y sólo falta la conexión domiciliaria, así que en cada casa hicieron el hueco en la pared frontal y colocaron la casilla de metal donde irá el medidor. Sin embargo, en varias casas, los ladrones pateaban la casilla hasta desprenderla y entraban por el hueco. Pero en breve ya no tendrán que usar gas envasado...

El “pero...” es la estética de la resignación con que la argentinidad torna “pensable” lo inadmisible. Por ejemplo, en los años impares -y electorales- impera el “roba, pero hace”. En los pares, en cambio, los padeceres se enuncian con el “pero bueno...”.

El “pero...” es el digestivo social para lo que no debiera ser. El “pero...” pone el conformismo delante del infierno: eso que pasa en La Costanera acaso se repite un cuarto de millar de veces en el Gran Tucumán. Este conglomerado, en la mitad del territorio del Gran Córdoba (y con la mitad de la población), posee más villas y asentamientos que “la docta”.

Oprobiosa es la mentada alfombra roja alperovichista: al final, el Gobierno auspició los trágicos cordones de pobreza que se asientan alrededor de las industrias, pero no trajo las fábricas.

El fatalismo

Justamente, el poder prefiere otra estética para la intolerable marginalidad: la estética de la demonización. Es que así como ninguna riqueza es inocente de la pobreza que genera, ningún gobierno es inocente de la marginación que no erradica. Si los gobernantes, además, son ricos, es obvio que tramitarán su doble culpabilidad transfiriendo esa responsabilidad a los pobres. Por caso, si la riqueza es acumulación de bienes, bien vale el contraste del sociólogo Francisco Javier Alonso Torréns, quien advierte que la suma de carencias y de problemas personales de los marginados hacen de la pobreza una acumulación de males. Así que endilgarles a los pobres la responsabilidad de su pobreza es perversamente posible.

“Muchos fueron los gobernantes que consideraron la pobreza y marginalidad como pereza... Enrique II, en el siglo XIV, establecía el derecho de los señores a someter a su servicio a las personas que encontrase en vagancia. Los Reyes Católicos, en 1499, los obligaban a realizar un oficio o a servir a un señor. En la época de Felipe V tenían que participar en campañas bélicas. Hacia el siglo XVIII se cambian los objetivos bélicos y de servidumbre por el trabajo en minas y galeras”, enseña la psicóloga social española Pilar Moreno en Psicología de la marginación social.

O sea, según el poder, los pobres son pobres porque son vagos. Ya sean vagos de España o vagos de miércoles. Y con respecto a ellos la historia exhibe sólo reacciones represivas. Hasta el punto de que en 1933, en la “madre patria”, llegó a dictarse la ley republicana de Vagos y Maleantes. Eso sí: remarca Moreno -en un alarde de ironía- que, “en la práctica, nunca alcanzó la ley de Vagos y Maleantes a quienes no trabajaban, porque otros lo hacían para ellos”.

Particularmente revelador en esa obra es la cita del análisis de Ignacio Martín-Baró, psicólogo social español que vivió y estudió en El Salvador, Ecuador y Colombia, y que desde su experiencia advirtió sobre el agravante del fatalismo en la pobreza latinoamericana. “Es el fatalismo una actitud básica, una forma de situarse ante la propia vida, caracterizada porque las personas piensan que: los aspectos principales de la vida están definidos en el destino desde cuando nacen; no pueden hacer nada por cambiar ese destino porque hay fuerzas superiores que escapan al propio control y poder; el destino es atribuido a Dios, lejano y todopoderoso”.

El correlato subtropical para convencer a un pobre de que siempre será pobre pasa por reducirlo a la condición de animal (o de pedazo de animal), que como tal no podrá ser otra cosa. Un animal nunca será humano. Y la Iglesia, por todo concepto, dirá que ese ultraje fue una situación “injustificable, pero comprensible”. Toda una estética de la resignación ante lo insoportable.

La cobardía

Precisamente, en la democracia pavimentadora, el pobre cumple la función de ser una estética que haga tolerable para la tucumanidad esta década en la cual se canjeó institucionalidad por cordón cuneta. Porque aquí los pobres no sólo son estigmatizados como los culpables de la inseguridad y la drogadicción (resultado de que aquí sólo van presos ladrones y dealers pobres), sino que además son los únicos y excluyentes responsables de todos los resultados electorales.

Es cierto que muchos marginados son expoliados del derecho al voto libre con prebendas (para el menesteroso es menester sobrevivir). Pero aquí son verdaderos chivos expiatorios comiciales.

Ahora que el alperovichismo insulta a los mismos inundados a los que condenó al barro del desgobierno, por las obras que debió concretar pero no hizo, el deporte favorito de la opinión pública vernácula consiste en plantear que, en definitiva, son los pobres (y sólo ellos) los que votan al oficialismo. Esa es una cobardía estadísticamente comprobada. La gestión actual, en 2011, obtuvo la recontra-reelección con el 78,1% de los votos. Según estimaban entonces las consultoras privadas, de los ocho de cada 10 tucumanos que fueron a las urnas hace cuatro años y votaron por esta administración, sólo cuatro (la mitad) eran pobres. Los otros cuatro estaban bien comidos.

Si los que no sufren miseria son incapaces de hacerse cargo de lo que eligen, ¿cómo van a hacerse cargo de quienes no eligieron la pobreza, sino que llegaron al mundo sumidos en ella?

Pobres los pobres de Tucumán.

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