12 Abril 2015
Este domingo es llamado de la Misericordia, pues el Evangelio enseña la institución del sacramento del Perdón. Y el santo papa Juan Pablo II lo instituyó como tal partiendo de las apariciones de Jesús de la Divina Misericordia en Polonia. “Dios no se cansa de perdonar; somos los hombres los que nos cansamos de pedir perdón a Dios”, dice el papa Francisco. En este domingo todo suena a Perdón, a Misericordia, a nueva oportunidad para seguir caminando.
El Evangelio de este domingo también pone en juego a la Fe: aparece el primer agnóstico, Tomás, y dice que si no ve y no toca, no creerá. La muerte violenta y afrentosa de Jesús parecía haber destrozado todas las esperanzas de sus discípulos. Jesús había unido de tal modo su mensaje de salvación a su persona que, viéndolo colgar de un palo como un maldito de Dios, propagar su doctrina era un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles (cf. 1 Cor. 1,23). Sin embargo, pocos días después de aquel viernes espantoso, sus enseñanzas corrían de boca en boca con un dinamismo inimaginable. Fue verlo resucitado lo que originó este vigoroso impulso catequético que se mantiene vivo en nuestros días. El discípulo se rinde ante la evidencia, pero Jesús le dice y nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. ¿Qué es creer? ¿Cómo se cree hoy? ¿En qué creemos los creyentes?
Creer no es estar convencidos de algo por una información sin fundamento. Es escuchar unas palabras, aceptarlas y llevar la inteligencia más allá de sus límites basándonos en la confianza y la autoridad de la persona que nos asegura aquello. Creer es poner el corazón cerca de esa persona que merece nuestra confianza. Sin la fe, que es el conocimiento más espontáneo y más frecuente del hombre, no podríamos dar un paso en la vida. Toda nuestra convivencia está sostenida por una tupida red de actos de fe. En el mundo del trabajo y de las comunicaciones; en la ayuda que nos prestamos en el campo médico, jurídico, financiero, alimenticio... juega un papel decisivo la fe en los demás. La fe es nuestra primera y más rica fuente de conocimientos científicos. El saber en todas sus vertientes depende de conocimientos y esfuerzos de años de investigación paciente de una multitud de seres humanos. Si desconfío de los datos que a diario me suministran millones de personas, tampoco en el ámbito del saber puedo dar un paso. Lo más irracional de este mundo es conducirse sólo con la razón. Es un imposible.
Si esto es así, ¿qué tiene de extraño que Dios y su Iglesia nos pidan un asentimiento a las verdades reveladas aun cuando no siempre las comprendamos del todo o nos parezcan absurdas? “Dichosos los que crean sin haber visto”. Aquí estamos recogiendo esta alabanza que viene de Dios y que elogia algo tan humano como la confianza, la buena fe. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros. Pero la fe no debe estar sólo en los labios porque, como enseña el apóstol Santiago, “¿qué aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Puede acaso la fe sola salvarle?” (2, 14).
La fe se hace presente si se hace misericordia: la capacidad de perdonar y generar nueva obras de caridad y servicio. Es la fe que nos lleva a amar a Dios de verdad, cumpliendo con amor sus mandatos: preocuparnos seriamente por los demás, procurando influir cristianamente en sus vidas y ayudándoles también materialmente con nuestro trabajo bien hecho y la limosna de nuestro tiempo, nuestros conocimientos, nuestro caridad, nuestro tiempo, nuestro servicio.
El Evangelio de este domingo también pone en juego a la Fe: aparece el primer agnóstico, Tomás, y dice que si no ve y no toca, no creerá. La muerte violenta y afrentosa de Jesús parecía haber destrozado todas las esperanzas de sus discípulos. Jesús había unido de tal modo su mensaje de salvación a su persona que, viéndolo colgar de un palo como un maldito de Dios, propagar su doctrina era un escándalo para los judíos y una locura para los gentiles (cf. 1 Cor. 1,23). Sin embargo, pocos días después de aquel viernes espantoso, sus enseñanzas corrían de boca en boca con un dinamismo inimaginable. Fue verlo resucitado lo que originó este vigoroso impulso catequético que se mantiene vivo en nuestros días. El discípulo se rinde ante la evidencia, pero Jesús le dice y nos dice: “Dichosos los que crean sin haber visto”. ¿Qué es creer? ¿Cómo se cree hoy? ¿En qué creemos los creyentes?
Creer no es estar convencidos de algo por una información sin fundamento. Es escuchar unas palabras, aceptarlas y llevar la inteligencia más allá de sus límites basándonos en la confianza y la autoridad de la persona que nos asegura aquello. Creer es poner el corazón cerca de esa persona que merece nuestra confianza. Sin la fe, que es el conocimiento más espontáneo y más frecuente del hombre, no podríamos dar un paso en la vida. Toda nuestra convivencia está sostenida por una tupida red de actos de fe. En el mundo del trabajo y de las comunicaciones; en la ayuda que nos prestamos en el campo médico, jurídico, financiero, alimenticio... juega un papel decisivo la fe en los demás. La fe es nuestra primera y más rica fuente de conocimientos científicos. El saber en todas sus vertientes depende de conocimientos y esfuerzos de años de investigación paciente de una multitud de seres humanos. Si desconfío de los datos que a diario me suministran millones de personas, tampoco en el ámbito del saber puedo dar un paso. Lo más irracional de este mundo es conducirse sólo con la razón. Es un imposible.
Si esto es así, ¿qué tiene de extraño que Dios y su Iglesia nos pidan un asentimiento a las verdades reveladas aun cuando no siempre las comprendamos del todo o nos parezcan absurdas? “Dichosos los que crean sin haber visto”. Aquí estamos recogiendo esta alabanza que viene de Dios y que elogia algo tan humano como la confianza, la buena fe. ¡Si tú me lo dices, lo creo! ¡Qué humano es esto! Es lo que Jesús espera de nosotros. Pero la fe no debe estar sólo en los labios porque, como enseña el apóstol Santiago, “¿qué aprovecha, hermanos míos, que uno diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Puede acaso la fe sola salvarle?” (2, 14).
La fe se hace presente si se hace misericordia: la capacidad de perdonar y generar nueva obras de caridad y servicio. Es la fe que nos lleva a amar a Dios de verdad, cumpliendo con amor sus mandatos: preocuparnos seriamente por los demás, procurando influir cristianamente en sus vidas y ayudándoles también materialmente con nuestro trabajo bien hecho y la limosna de nuestro tiempo, nuestros conocimientos, nuestro caridad, nuestro tiempo, nuestro servicio.
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Juan Pablo II