13 Abril 2015
LA GACETA / JUAN PABLO SANCHEZ NOLI
El 6 de mayo de 2012, Eduardo Galeano decía, en una entrevista con LA GACETA Literaria, que sería la última que le haría nuestro diario, que "el bicho humano merece mejor suerte", y renegaba de la idea de que la riqueza pueda ser producto de la suerte.
Leé completa la entrevista a "Gius", el escritor que describió la tragedia y la belleza latinoamericana.
Por Alvaro José Aurane. PARA LA GACETA – TUCUMÁN:
"Gius" advierte que la idea de que ha habido una suerte de gran lotería universal, que ha recompensado a los que lo merecían, es una idea que ofende a la dignidad de la inmensa mayoría de los condenados a vivir en el mundo como si el mundo fuera un campo de concentración
Más que curioso, resulta profético. A Germán Hughes parece que no le gusta cómo lo bautizaron. Va a tener 71 años hasta el próximo 3 de septiembre y lo de la edad viene a cuento de que llegó al mundo del periodismo cuanto tenía 14 y ya evidenciaba algunos -por así decirles- inconvenientes con su apellido. El primero. El de aviador, cineasta y multimillonario norteamericano con el que no tiene parentesco, pero del que Hughes conserva cierta excentricidad. Por eso, por la difícil pronunciación que entraña sobre todo en el Río de la Plata, rubricaba sus primeras obras como “Gius”.
Poco después empezó a firmar, directamente, con el segundo apellido. Del primero no conservó ni una sigla. De su segundo nombre, Germán, tampoco. Puso al primero y al último cara a cara: sin distorsiones ni escalas en medio. Eduardo Galeano a secas. El que llama a las cosas por sus otros nombres: no por los que han sido impuestos. No por los que vienen de antes. No por los heredados. Comenzando por él mismo.
Hace 16 mediados de abril, Eduardo Galeano está sentado en una mesa de café en Tucumán. Lo espera una disertación en el Centro Cultural de la UNT. Pero, en realidad, él deja entrever que lo trae su esposa, la tucumana Helena Villagra. Nacido en Montevideo y con apellido anglosajón, empezará diciendo que su segunda nacionalidad es tucumana. Y no por adopción sino por decisión. “Ella es para mí una especie de Tucumán que anda, de modo que bien puedo decir que vivo abrazado a esta provincia”, piropea.
Rebautizar Tucumán a Helena (y Helena a Tucumán) será tan sólo el comienzo.
Otras hermanas
No hay lugares comunes para el uruguayo que vino exiliado a la Argentina en 1973 luego de que, dos años antes, denunciara cómo se desangraba América Latina con las venas abiertas. Por caso, él considera que la historia (y no sólo la reciente) se ha empecinado en demostrar que los mentados tesoros naturales del continente no constituyen ninguna bendición.
“Estas tierras parecen condenadas a la pobreza de su gente por la riqueza del suelo. Una suerte de paradoja incesante. Esa paradoja ha continuado, porque hay siempre una relación directa entre la riqueza y la pobreza. Son hermanas siamesas. Tienen la espalda pegada. Y no hay ninguna riqueza que sea inocente de la pobreza que genera. Es decir que no hay ninguna riqueza inocente. La idea de que ha habido una suerte de gran lotería universal, que ha recompensado a los que lo merecían, es una idea que ofende a la dignidad de la inmensa mayoría de la gente que está condenada a vivir en el mundo como si el mundo fuera un campo de concentración. Y, por supuesto, es una idea ofende a la inteligencia humana”.
Toma aire. Y café. “Cuando era chico, existía una suerte de unanimidad universal en creer que la pobreza era un resultado de la injusticia. Lo proclamaba la izquierda, el centro lo aceptaba y la derecha no lo discutía demasiado. Hoy, esa es una idea que queda en la cabeza de muy poca gente. Lo que uno escucha todos los días es que la pobreza es el resultado de la ineficiencia. Algo así como el justo castigo que la ineficiencia merece. Y este tipo de concepción del mundo, actualmente dominante, peca de ignorancia. Y con mucha mala fe. Esconde el hecho de que la pobreza y la humillación de la mayoría de los seres humanos tiene raíces históricas”.
Otros Estados
“El bicho humano merece mejor suerte”, advierte, como al pasar, y se pasa la mano por la boca. Su seca boca. Casi persignándose. Él conoce lo que conjura: fue, también, mensajero, peón en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, diagramador y editor de diarios. “También fui un peregrino por los caminos de América”, se pinta.
“No nos merecemos esta idea de que somos todos mercancías, tanto las personas como los países, y que lo que no tiene precio no tiene valor. No nos merecemos esta idea que ha ganado a la gran mayoría de los intelectuales, y sobre todo a los políticos y tecnócratas que manejan los organismo internacionales. Esos que operan en nombre de la humanidad cuando en realidad son enemigos de ella. La libertad del dinero se opone a la libertad de las personas y conduce a la devastación del planeta. Estamos viviendo en un mundo donde está envenenada el agua, la tierra, el aire y el alma”.
Hace un calor de miércoles 17 de abril de 1996, cuando él está cocinando el presente con especias del futuro. Releer hoy la desgravación de hace exactos 16 años es útil no sólo para celebrar la vasta dimensión de su prédica (podría haber dicho lo mismo el 17 de abril pasado y tendría vigencia de título de tapa). También sirve para lamentar la multitudinaria ceguera de aquel momento. Para comprender la verdad de lo que decía.
“Cuando hay un desmantelamiento del Estado, resulta difícil la defensa de algunos principios básicos de la soberanía nacional. La onda privatizadora que sacudió a América Latina en los 90 ha sido un perfecto disparate, montado en la excusa de terminar con la ineficacia. Esto sólo ha servido para dejarnos más desnuditos y desamparados que antes. La tarea que teníamos entonces, y que tenemos ahora, es ‘desprivatizar’. Porque el problema es que el Estado privado, justamente, en lugar de expresar al conjunto de la población sólo representa a una minoría que lo ha usurpado y ha convertido los derechos de todos en favores del poder”.
Parece un político, salvo por el hecho de que se empecina en decir la verdad.
Otra democracia
Ya en aquel abril se nota marcadamente que no le gustan los elogios. Especialmente, los elogios de la culpa. Mientras castiga al poder económico, mira a la democracia bien de frente. Y observa a sus administradores de reojo. “El restablecimiento de las instituciones democráticas generó expectativas que no se han realizado”, sentencia.
Ahí nomás, aclara que eso no significa que reniegue del restablecimiento de la democracia. Y proclama ser el primero de la fila en el momento de defender lo que se ha logrado. “Lo que se ha conquistado después de tantos años de mugre y miedo, de horror y muerte, de mentira obligatoria. Los pulmones agradecen el buen aire de libertad que se respira a pesar de todos los pesares”. Pero...
“Pero la gente tenía esperanzas de que con la democracia se abriera de veras un tiempo nuevo, y que la gente pudiera trabajar decentemente, y vivir decentemente de su trabajo. Y se esperaba un tiempo de reafirmación de la dignidad colectiva. En esas direcciones no se ha avanzado ni un poquito. Al revés. Hay regímenes civiles que han llegado mucho más lejos que las dictaduras militares, en la dudosa hazaña de vender la patria a precio de banana”.
Otros dioses
Hoy, puede casi encontrárselo en las principales redes sociales. Hay una cuenta en Facebook y otra en Twitter que se encargan de actualizar y de retransmitir los artículos que Galeano publica, y las entrevistas que concede, en los más diversos medios del mundo. Pero ninguna es administrada personalmente por él.
Esa vez, en Tucumán, lo ponía en claro. “No soy un “cibernauta. Soy un prehistórico convicto y confeso, que escribe a mano”. “Esto no significa que no me parezcan útiles las máquinas. Me parece estupendo que existan, siempre y cuando estén puestas al servicio de las personas”, dice, midiendo aún aquí, en la charla íntima, casi doméstica, los términos que usará. “Iba a decir al servicio del hombre, pero mis amigas feministas se enojan cuando se usurpa de manera machista a la condición humana, disfrazándola de tan mala manera”.
Sonríe poco. Apenas lo que demora en retomar la idea, para arremeter otra vez. “Estamos cada vez más condenados a ser instrumentos de nuestros instrumentos. Hay una progresiva usurpación de los fines por los medios: el automóvil te maneja, el supermercado te compra y el televisor te mira. Hay objetos que han sido elevados a una categoría divina, y ocurre con ellos lo que en general ha ocurrido con los dioses en la historia humana: nacen al servicio de la gente para contrarrestar los humanos miedos, el humano desamparo, y terminan por apoderarse de la gente. Por usarla. Las ciudades, que nacieron como espacios de encuentro entre la gente, han terminado por convertirse en inmensos garajes, donde los seres humanos somos intrusos, reducidos a la triste condición de seres urbanos”.
Otros mitos
Esa es una de las razones -dice por las cuales quiere dedicar los años que le quedan para la reivindicación de las personas anónimas, de la gente desconocida, de las cosas pequeñas. “Chiquitas”, precisa. “Hay que revelar la hermosura y la cantidad de energía que hay en ellas. No para cantar la dudosa grandeza de lo grandote, sino para denunciar su mezquindad”.
Entonces, pasa de legítimo a genuino. “Hay un mito acerca de que los latinoamericanos no sabemos pescar, en referencia a aquella enseñanza oriental del hombre con hambre y los peces. El problema no es que no sepamos pescar, sino que nos obligan a comprar el pescado extranjero y nos contaminan las aguas donde podrían crecer nuestros propios peces”.
No usa verbos como “creo” para matizar sus aseveraciones. Porque, hacia el final, muestra que cree en muy pocas cosas.
“Lo otro que hay que decir del hambriento y los peces es que hay una diferencia sustancial entre la solidaridad y la caridad. La solidaridad es horizontal, se ejerce entre iguales en una relación de respeto mutuo. La caridad es vertical: es de arriba a abajo. Y siempre es humillante”.
Otros nombres
Lo interrumpen.
Finalmente, ya es hora.
Agradece los varios cafés invitados. Promete pagar los de la próxima vez. Aún quedan 10 minutos hasta la hora fijada para la charla que dará en el Virla. “Pero no me gusta llegar tarde. Cuando la gente nos va a prestar el oído para escuchar lo que tengamos para decir, lo menos que podemos hacer es llegar puntuales, seamos quienes seamos”. Germán Hughes. O Eduardo Galeano. © LA GACETA
Leé completa la entrevista a "Gius", el escritor que describió la tragedia y la belleza latinoamericana.
Por Alvaro José Aurane. PARA LA GACETA – TUCUMÁN:
"Gius" advierte que la idea de que ha habido una suerte de gran lotería universal, que ha recompensado a los que lo merecían, es una idea que ofende a la dignidad de la inmensa mayoría de los condenados a vivir en el mundo como si el mundo fuera un campo de concentración
Más que curioso, resulta profético. A Germán Hughes parece que no le gusta cómo lo bautizaron. Va a tener 71 años hasta el próximo 3 de septiembre y lo de la edad viene a cuento de que llegó al mundo del periodismo cuanto tenía 14 y ya evidenciaba algunos -por así decirles- inconvenientes con su apellido. El primero. El de aviador, cineasta y multimillonario norteamericano con el que no tiene parentesco, pero del que Hughes conserva cierta excentricidad. Por eso, por la difícil pronunciación que entraña sobre todo en el Río de la Plata, rubricaba sus primeras obras como “Gius”.
Poco después empezó a firmar, directamente, con el segundo apellido. Del primero no conservó ni una sigla. De su segundo nombre, Germán, tampoco. Puso al primero y al último cara a cara: sin distorsiones ni escalas en medio. Eduardo Galeano a secas. El que llama a las cosas por sus otros nombres: no por los que han sido impuestos. No por los que vienen de antes. No por los heredados. Comenzando por él mismo.
Hace 16 mediados de abril, Eduardo Galeano está sentado en una mesa de café en Tucumán. Lo espera una disertación en el Centro Cultural de la UNT. Pero, en realidad, él deja entrever que lo trae su esposa, la tucumana Helena Villagra. Nacido en Montevideo y con apellido anglosajón, empezará diciendo que su segunda nacionalidad es tucumana. Y no por adopción sino por decisión. “Ella es para mí una especie de Tucumán que anda, de modo que bien puedo decir que vivo abrazado a esta provincia”, piropea.
Rebautizar Tucumán a Helena (y Helena a Tucumán) será tan sólo el comienzo.
Otras hermanas
No hay lugares comunes para el uruguayo que vino exiliado a la Argentina en 1973 luego de que, dos años antes, denunciara cómo se desangraba América Latina con las venas abiertas. Por caso, él considera que la historia (y no sólo la reciente) se ha empecinado en demostrar que los mentados tesoros naturales del continente no constituyen ninguna bendición.
“Estas tierras parecen condenadas a la pobreza de su gente por la riqueza del suelo. Una suerte de paradoja incesante. Esa paradoja ha continuado, porque hay siempre una relación directa entre la riqueza y la pobreza. Son hermanas siamesas. Tienen la espalda pegada. Y no hay ninguna riqueza que sea inocente de la pobreza que genera. Es decir que no hay ninguna riqueza inocente. La idea de que ha habido una suerte de gran lotería universal, que ha recompensado a los que lo merecían, es una idea que ofende a la dignidad de la inmensa mayoría de la gente que está condenada a vivir en el mundo como si el mundo fuera un campo de concentración. Y, por supuesto, es una idea ofende a la inteligencia humana”.
Toma aire. Y café. “Cuando era chico, existía una suerte de unanimidad universal en creer que la pobreza era un resultado de la injusticia. Lo proclamaba la izquierda, el centro lo aceptaba y la derecha no lo discutía demasiado. Hoy, esa es una idea que queda en la cabeza de muy poca gente. Lo que uno escucha todos los días es que la pobreza es el resultado de la ineficiencia. Algo así como el justo castigo que la ineficiencia merece. Y este tipo de concepción del mundo, actualmente dominante, peca de ignorancia. Y con mucha mala fe. Esconde el hecho de que la pobreza y la humillación de la mayoría de los seres humanos tiene raíces históricas”.
Otros Estados
“El bicho humano merece mejor suerte”, advierte, como al pasar, y se pasa la mano por la boca. Su seca boca. Casi persignándose. Él conoce lo que conjura: fue, también, mensajero, peón en una fábrica de insecticidas, cobrador, taquígrafo, cajero de banco, diagramador y editor de diarios. “También fui un peregrino por los caminos de América”, se pinta.
“No nos merecemos esta idea de que somos todos mercancías, tanto las personas como los países, y que lo que no tiene precio no tiene valor. No nos merecemos esta idea que ha ganado a la gran mayoría de los intelectuales, y sobre todo a los políticos y tecnócratas que manejan los organismo internacionales. Esos que operan en nombre de la humanidad cuando en realidad son enemigos de ella. La libertad del dinero se opone a la libertad de las personas y conduce a la devastación del planeta. Estamos viviendo en un mundo donde está envenenada el agua, la tierra, el aire y el alma”.
Hace un calor de miércoles 17 de abril de 1996, cuando él está cocinando el presente con especias del futuro. Releer hoy la desgravación de hace exactos 16 años es útil no sólo para celebrar la vasta dimensión de su prédica (podría haber dicho lo mismo el 17 de abril pasado y tendría vigencia de título de tapa). También sirve para lamentar la multitudinaria ceguera de aquel momento. Para comprender la verdad de lo que decía.
“Cuando hay un desmantelamiento del Estado, resulta difícil la defensa de algunos principios básicos de la soberanía nacional. La onda privatizadora que sacudió a América Latina en los 90 ha sido un perfecto disparate, montado en la excusa de terminar con la ineficacia. Esto sólo ha servido para dejarnos más desnuditos y desamparados que antes. La tarea que teníamos entonces, y que tenemos ahora, es ‘desprivatizar’. Porque el problema es que el Estado privado, justamente, en lugar de expresar al conjunto de la población sólo representa a una minoría que lo ha usurpado y ha convertido los derechos de todos en favores del poder”.
Parece un político, salvo por el hecho de que se empecina en decir la verdad.
Otra democracia
Ya en aquel abril se nota marcadamente que no le gustan los elogios. Especialmente, los elogios de la culpa. Mientras castiga al poder económico, mira a la democracia bien de frente. Y observa a sus administradores de reojo. “El restablecimiento de las instituciones democráticas generó expectativas que no se han realizado”, sentencia.
Ahí nomás, aclara que eso no significa que reniegue del restablecimiento de la democracia. Y proclama ser el primero de la fila en el momento de defender lo que se ha logrado. “Lo que se ha conquistado después de tantos años de mugre y miedo, de horror y muerte, de mentira obligatoria. Los pulmones agradecen el buen aire de libertad que se respira a pesar de todos los pesares”. Pero...
“Pero la gente tenía esperanzas de que con la democracia se abriera de veras un tiempo nuevo, y que la gente pudiera trabajar decentemente, y vivir decentemente de su trabajo. Y se esperaba un tiempo de reafirmación de la dignidad colectiva. En esas direcciones no se ha avanzado ni un poquito. Al revés. Hay regímenes civiles que han llegado mucho más lejos que las dictaduras militares, en la dudosa hazaña de vender la patria a precio de banana”.
Otros dioses
Hoy, puede casi encontrárselo en las principales redes sociales. Hay una cuenta en Facebook y otra en Twitter que se encargan de actualizar y de retransmitir los artículos que Galeano publica, y las entrevistas que concede, en los más diversos medios del mundo. Pero ninguna es administrada personalmente por él.
Esa vez, en Tucumán, lo ponía en claro. “No soy un “cibernauta. Soy un prehistórico convicto y confeso, que escribe a mano”. “Esto no significa que no me parezcan útiles las máquinas. Me parece estupendo que existan, siempre y cuando estén puestas al servicio de las personas”, dice, midiendo aún aquí, en la charla íntima, casi doméstica, los términos que usará. “Iba a decir al servicio del hombre, pero mis amigas feministas se enojan cuando se usurpa de manera machista a la condición humana, disfrazándola de tan mala manera”.
Sonríe poco. Apenas lo que demora en retomar la idea, para arremeter otra vez. “Estamos cada vez más condenados a ser instrumentos de nuestros instrumentos. Hay una progresiva usurpación de los fines por los medios: el automóvil te maneja, el supermercado te compra y el televisor te mira. Hay objetos que han sido elevados a una categoría divina, y ocurre con ellos lo que en general ha ocurrido con los dioses en la historia humana: nacen al servicio de la gente para contrarrestar los humanos miedos, el humano desamparo, y terminan por apoderarse de la gente. Por usarla. Las ciudades, que nacieron como espacios de encuentro entre la gente, han terminado por convertirse en inmensos garajes, donde los seres humanos somos intrusos, reducidos a la triste condición de seres urbanos”.
Otros mitos
Esa es una de las razones -dice por las cuales quiere dedicar los años que le quedan para la reivindicación de las personas anónimas, de la gente desconocida, de las cosas pequeñas. “Chiquitas”, precisa. “Hay que revelar la hermosura y la cantidad de energía que hay en ellas. No para cantar la dudosa grandeza de lo grandote, sino para denunciar su mezquindad”.
Entonces, pasa de legítimo a genuino. “Hay un mito acerca de que los latinoamericanos no sabemos pescar, en referencia a aquella enseñanza oriental del hombre con hambre y los peces. El problema no es que no sepamos pescar, sino que nos obligan a comprar el pescado extranjero y nos contaminan las aguas donde podrían crecer nuestros propios peces”.
No usa verbos como “creo” para matizar sus aseveraciones. Porque, hacia el final, muestra que cree en muy pocas cosas.
“Lo otro que hay que decir del hambriento y los peces es que hay una diferencia sustancial entre la solidaridad y la caridad. La solidaridad es horizontal, se ejerce entre iguales en una relación de respeto mutuo. La caridad es vertical: es de arriba a abajo. Y siempre es humillante”.
Otros nombres
Lo interrumpen.
Finalmente, ya es hora.
Agradece los varios cafés invitados. Promete pagar los de la próxima vez. Aún quedan 10 minutos hasta la hora fijada para la charla que dará en el Virla. “Pero no me gusta llegar tarde. Cuando la gente nos va a prestar el oído para escuchar lo que tengamos para decir, lo menos que podemos hacer es llegar puntuales, seamos quienes seamos”. Germán Hughes. O Eduardo Galeano. © LA GACETA