Por Silvina Cena
15 Mayo 2016
RITUAL SANTIAGUEÑO. El documental “La salamanca” registra una reunión tradicional, con música y baile. Captura de video.
¿Qué sabemos de Cannes los millones de mortales que jamás hemos pisado esa comarca francesa en épocas del festival de cine más importante del mundo? Lo que nos cuentan las revistas: que es una eterna alfombra roja por la que desfila el glamour, que allí confluye lo más destacado del séptimo arte y que resultar premiado (aun seleccionado) es marca indeleble de distinción en la industria. Pero hay uno entre nosotros que ha visto y vivido el lado B de la pompa y que volverá a hacerlo ahora: otra vez, con otro de sus cortos sobre mitos norteños, Franco Lescano -nació en Mar del Plata, pero vive en Tucumán desde 2010- estará en el evento galo.
“Yo también tenía esa visión del festival como elegante y exclusivo, pero me di cuenta de que no es sólo eso. El glamour va de 9 a 18, que son las actividades formales, y después encontrás a la misma gente mucho más relajada en fiestas en la playa -sonríe-. También hay contrastes curiosos. Por ejemplo, la sala principal es el Gran Teatro Lumiere, donde sólo se puede asistir de esmoquin. Ves a todas las celebridades entrando por la alfombra roja, mientras que en la calle hay un montón de chicos vestidos de traje que sostienen carteles en los que piden una entrada de sobra”.
Al igual que en 2015, un trabajo de Lescano fue seleccionado para la sección no competitiva Short Film Corner, espacio que promueve el intercambio entre jóvenes realizadores y les permite ofrecer sus filmes a productoras de diversos países. El año pasado proyectó “El familiar”, el primer capítulo de “Érase una vez en el Norte”, serie financiada por la Televisión Digital Abierta (TDA). Ahora se eligió el segundo episodio, “La salamanca”, documental filmado en Santiago del Estero sobre esa leyenda.
- ¿Te resulta natural que alguien que estudió cine en nuestra provincia llegue a Cannes?
- No me parece raro. Tucumán tiene realizadores que se destacan: potencial y trabajo hay, falta animarse a verse a uno mismo y qué historias son interesantes de contar, porque hay mucha riqueza de temas, aunque no se aprovecha tanto o la gente no se da cuenta. Quizás el problema es que los realizadores tratan de imitar ideas o formatos extranjeros y no prestan demasiada atención a lo que pasa a su alrededor. Estos festivales tienen cinematografías fuertes, pero limitaciones temáticas: un corto como “La salamanca” les interesa porque es un tema ajeno a ellos. Y no nos damos cuenta de que hay que explotar eso. Hay muchos a los que no les importa para nada el público y no estoy de acuerdo con eso. El público nunca me dirá cómo dirigir, pero tampoco voy a hacer una cosa críptica sólo para demostrar que soy inteligente. El ego genera una especie de masturbación mental que se ve en las películas y que a veces es inentendible. Es sano que la gente rechace esas películas si no se siente identificada.
- ¿Qué representa para un director joven ir dos años consecutivos a este festival?
- Es raro. Cannes representa un lugar muy romántico para el aficionado al cine y, sobre todo, para el realizador. El año pasado tuve una sensación de pequeñez porque hay tanta gente y tantos cortos que sos uno más y vas a ver qué podés hacer. También hay momentos en que sentís una pertenencia porque decís “estoy en un lugar chiquitito, pero estoy acá”. Son escalones que uno va subiendo para ser lo que realmente quiero ser, y yo quiero hacer películas. Es importante que no se te suban los humos por llegar allí y que no sientas que están los objetivos cumplidos, sino que es una construcción. A todos nos gusta un mimo, pero no es más que eso. Hoy es el Short Film Corner y mañana, la Palma de Oro, pero es lo mismo: seguís siendo la misma persona y seguís trabajando, eso no tiene que cambiar.
- Si todo pasa por Internet y las nuevas pantallas, ¿qué importancia tiene un festival tradicional?
- Los festivales no van a morir nunca salvo que no haya plata para hacerlos, cosa que no creo. Tienen su público. Las nuevas pantallas ya están instaladas, pero el que realmente ama el cine tiene una sujeción muy romántica con la sala y eso no se perderá. Lo lindo de los festivales es esa especie de clandestinidad con que funcionan, ser un espacio de libertad que no depende de la recaudación: hay películas que no vas a ver en otro lado porque no son políticamente correctas. Sobre los contenidos on demand y las plataformas digitales, lo que es cine tiene derecho a estrenarse en una sala; no creo que un director quiera que el estreno sea en la TV o en otros formatos.
- ¿Cuál es el aporte de la Escuela de Cine?
- Que exista marca una diferencia, aunque no significa que sea maravillosa. La escuela tiene muchos problemas, pero quienes deberían replantearse las cosas son los alumnos, y no tomarse demasiado en serio la carrera. El camino es ser más autodidacta: ver cine, leer entrevistas a directores, repasar libros de fotos o de pinturas, escuchar música, hacer talleres con gente que filma mucho... Hay que adquirir conocimientos y, sobre todo, vivir porque, salvo que seas Jorge Luis Borges, es muy difícil que se te ocurra algo interesante encerrado en tu casa. El cine se potenciaría mucho si los realizadores tuviesen más curiosidad por cómo viven los demás y no tanto por cómo viven ellos; la realidad es que la mayoría es de clase media y tal vez les cuesta mucho salir de ese espacio y meterse a chusmear, a hablar con otra gente. Me parece increíble no ver en algún corto a alguien comiendo sánguche de milanesa o un paisaje de El Bajo. La mayoría no lo hace por estatus o miedo, pero el trabajo también es salir a cazar historias.
“Yo también tenía esa visión del festival como elegante y exclusivo, pero me di cuenta de que no es sólo eso. El glamour va de 9 a 18, que son las actividades formales, y después encontrás a la misma gente mucho más relajada en fiestas en la playa -sonríe-. También hay contrastes curiosos. Por ejemplo, la sala principal es el Gran Teatro Lumiere, donde sólo se puede asistir de esmoquin. Ves a todas las celebridades entrando por la alfombra roja, mientras que en la calle hay un montón de chicos vestidos de traje que sostienen carteles en los que piden una entrada de sobra”.
Al igual que en 2015, un trabajo de Lescano fue seleccionado para la sección no competitiva Short Film Corner, espacio que promueve el intercambio entre jóvenes realizadores y les permite ofrecer sus filmes a productoras de diversos países. El año pasado proyectó “El familiar”, el primer capítulo de “Érase una vez en el Norte”, serie financiada por la Televisión Digital Abierta (TDA). Ahora se eligió el segundo episodio, “La salamanca”, documental filmado en Santiago del Estero sobre esa leyenda.
- ¿Te resulta natural que alguien que estudió cine en nuestra provincia llegue a Cannes?
- No me parece raro. Tucumán tiene realizadores que se destacan: potencial y trabajo hay, falta animarse a verse a uno mismo y qué historias son interesantes de contar, porque hay mucha riqueza de temas, aunque no se aprovecha tanto o la gente no se da cuenta. Quizás el problema es que los realizadores tratan de imitar ideas o formatos extranjeros y no prestan demasiada atención a lo que pasa a su alrededor. Estos festivales tienen cinematografías fuertes, pero limitaciones temáticas: un corto como “La salamanca” les interesa porque es un tema ajeno a ellos. Y no nos damos cuenta de que hay que explotar eso. Hay muchos a los que no les importa para nada el público y no estoy de acuerdo con eso. El público nunca me dirá cómo dirigir, pero tampoco voy a hacer una cosa críptica sólo para demostrar que soy inteligente. El ego genera una especie de masturbación mental que se ve en las películas y que a veces es inentendible. Es sano que la gente rechace esas películas si no se siente identificada.
- ¿Qué representa para un director joven ir dos años consecutivos a este festival?
- Es raro. Cannes representa un lugar muy romántico para el aficionado al cine y, sobre todo, para el realizador. El año pasado tuve una sensación de pequeñez porque hay tanta gente y tantos cortos que sos uno más y vas a ver qué podés hacer. También hay momentos en que sentís una pertenencia porque decís “estoy en un lugar chiquitito, pero estoy acá”. Son escalones que uno va subiendo para ser lo que realmente quiero ser, y yo quiero hacer películas. Es importante que no se te suban los humos por llegar allí y que no sientas que están los objetivos cumplidos, sino que es una construcción. A todos nos gusta un mimo, pero no es más que eso. Hoy es el Short Film Corner y mañana, la Palma de Oro, pero es lo mismo: seguís siendo la misma persona y seguís trabajando, eso no tiene que cambiar.
- Si todo pasa por Internet y las nuevas pantallas, ¿qué importancia tiene un festival tradicional?
- Los festivales no van a morir nunca salvo que no haya plata para hacerlos, cosa que no creo. Tienen su público. Las nuevas pantallas ya están instaladas, pero el que realmente ama el cine tiene una sujeción muy romántica con la sala y eso no se perderá. Lo lindo de los festivales es esa especie de clandestinidad con que funcionan, ser un espacio de libertad que no depende de la recaudación: hay películas que no vas a ver en otro lado porque no son políticamente correctas. Sobre los contenidos on demand y las plataformas digitales, lo que es cine tiene derecho a estrenarse en una sala; no creo que un director quiera que el estreno sea en la TV o en otros formatos.
- ¿Cuál es el aporte de la Escuela de Cine?
- Que exista marca una diferencia, aunque no significa que sea maravillosa. La escuela tiene muchos problemas, pero quienes deberían replantearse las cosas son los alumnos, y no tomarse demasiado en serio la carrera. El camino es ser más autodidacta: ver cine, leer entrevistas a directores, repasar libros de fotos o de pinturas, escuchar música, hacer talleres con gente que filma mucho... Hay que adquirir conocimientos y, sobre todo, vivir porque, salvo que seas Jorge Luis Borges, es muy difícil que se te ocurra algo interesante encerrado en tu casa. El cine se potenciaría mucho si los realizadores tuviesen más curiosidad por cómo viven los demás y no tanto por cómo viven ellos; la realidad es que la mayoría es de clase media y tal vez les cuesta mucho salir de ese espacio y meterse a chusmear, a hablar con otra gente. Me parece increíble no ver en algún corto a alguien comiendo sánguche de milanesa o un paisaje de El Bajo. La mayoría no lo hace por estatus o miedo, pero el trabajo también es salir a cazar historias.
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