Los tucumanos están confundidos. Es lógico que los habitantes de La Florida no crean que se haya suicidado. El padre Juan era su héroe y esta clase de hombres no se quita la vida, sino que siempre la pelea hasta el final para cuidar a los más desprotegidos. Con sus palabras combatía a los “transas”, verdaderos mercaderes de la muerte, y pedía seguridad para las localidades abandonadas por el Estado.

En medio del dolor y la desesperanza, el fiscal federal Gustavo Gómez confundió aún más a los argentinos. Con una liviandad absoluta habló del caso sin siquiera haber tocado el expediente. Lejos del Tucumán convulsionado, insistió con su teoría del homicidio basándose en rumores y no en pruebas. Ese error es imperdonable para un hombre que camina por Tribunales y ocupa un cargo en la Justicia.

El obispo Alfredo Zecca tampoco hizo mucho para llevar paz. Reconoció que el padre Juan era amenazado, pero no dijo por qué ni por quién. Es evidente que buscó preservar a la Iglesia y no aportar claridad en medio de tanta oscuridad. Como pastor, falló en llevar la luz que se necesita para recuperar la calma.

Los dirigentes políticos, que nunca ayudaron ni acompañaron al padre Juan, de manera demagógica levantaron la bandera de la Justicia para pedir el esclarecimiento del caso. Ni siquiera temieron que les gritaran -con razón- el “recién ahora” en la cara.

En medio de esta caótica situación, el fiscal Diego López Ávila continúa sumando indicios para sospechar que el cura no habría sido víctima de un crimen. Pese a que ya fue crucificado por la opinión pública, intenta establecer si el sacerdote fue inducido a quitarse la vida. Él es por ahora el único que lleva adelante una dura misión: que la verdad salga a la luz para que se acabe la confusión.

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