“Los rusos somos esclavos políticos de nuestro gobierno”

El 25 de octubre de 1917 del calendario juliano sucedió la gran revolución del siglo XX. A un siglo de su consecución, LA GACETA repasa este hito mediante una serie de publicaciones elaboradas donde ocurrieron los hechos. En la edición de ayer: “Moscú, capital mundial de la ironía”. Mañana, los íconos de la estética comunista

CRÍTICO DEL SISTEMA DOMINANTE. El historiador Daniil Kotsiubinski en una cafetería de San Petersburgo en julio. CRÍTICO DEL SISTEMA DOMINANTE. El historiador Daniil Kotsiubinski en una cafetería de San Petersburgo en julio.

Atardece con sol en San Petersburgo, la capital del imperio que tuvo tres nombres: el que lleva, y, además, Petrogrado en honor a Pedro I “El Grande” y Leningrado a propósito de Lenin, el jefe de los bolcheviques que hicieron la Revolución aquí, en 1917. En 1991 y mientras caía la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), la ciudad recuperó su denominación original. En un café de esta urbe que parece salida de una partitura de Tchaikovsky, el historiador peterburgués Daniil Kotsiubinski desenrolla el pasado y consiente que Rusia desafía los límites de la ironía, aunque advierte: “quizá la capacidad para ironizar sea lo último que nos quede, pero no se puede vivir de la ironía”.

Nada en la presencia de Kotsiubinski revela el perfil académico que lo colocó en esta entrevista con LA GACETA. La cabellera ensortijada y larga; la remera oscura y el jean sin pretensiones, y una expresión espontánea y simple lo aproximan más al arquetipo del estudiante que al del profesor universitario. Pero Kotsiubinski es lo segundo y, además, un estudioso calificado de Grigori Rasputin, el hierofante sátiro que contribuyó al hundimiento del último zar, Nicolás II. Después de ubicarse a sí mismo dentro de la intelligentsia crítica con el poder, el historiador dice -en un castellano impecable- que la noción de esclavitud atraviesa “el alma rusa”. “Desde siempre, nosotros somos esclavos políticos de nuestro gobierno”, define sin más.

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Una jerarquía por otra

Los canales de San Petersburgo que un día vieron pasar a los revolucionarios que tomaron el Palacio de Invierno hace 100 años son, según Kotsiubinski, los mismos que vieron que el fin de la dinastía de los Romanov no significó la liberación del pueblo sino otra forma de sumisión. “En Rusia, la Revolución fue una etapa más en un país donde, antes de la insurrección de los bolcheviques, ya existía un Estado muy fuerte y una población aplastada por él. Ya teníamos un plan para todos dirigido por una jerarquía alejada de la base popular. La transferencia de ideas ‘de arriba hacia abajo’ estaba muy afianzada. Por esos los rusos se adaptaron tan bien al comunismo, porque toda su historia fue así”, razona.

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Rebelión en el aula

Primero fueron los kanes mongoles; después, los príncipes moscovitas; después, los zares y emperadores de la casa Romanov; después, los líderes comunistas y, por último, el populismo del presidente Vladimir Putin. Kotsiubinski enumera, así, una continuidad en el ejercicio del poder -con periódicas renovaciones de escudería- que se remonta al siglo XIII. “Para nosotros, Putin es un kan mongol, y lo adoramos y le tememos por ello: él no depende del pueblo. Si dependiese, no sería adorado ni temido. Si Putin se mostrara sensible hacia la población, esta lo vería no como un demócrata sino como un mandatario débil”.

Postración frente al fuerte; rebeldía contra el vulnerable. El académico observa que esta regla se ve con claridad en la historia rusa porque, cada vez que comenzaron las reformas liberales, cayó la valoración de la autoridad gubernamental. “La Revolución de 1917 es el final del período de liberalización de los emperadores peterburgueses. La disidencia comenzó a rebelarse porque ya no había un orden fuerte. Ocurrió lo mismo que sucede en el aula cuando se van los maestros”, ejemplifica.

Señales para el interior

En una conversación que se prolonga durante una hora, el profesor de la Universidad de San Petersburgo propone pensar, por ejemplo, en Mijail Gorbachov, el jefe de Estado comunista que desintegró la URSS e inauguró la etapa de flexibilidades conocida como Perestroika (o Reestructuración). Según su criterio, el aperturismo debilitó a su promotor y, por ello, no pudo conservar el control de la situación.

Acota: “Rusia está hoy en el período de la restauración del imperio. Putin comenzó este proceso en el año 2000. Occidente puede pensar que enloqueció y que se mueve salvajemente, pero todo lo que él hace no está orientado al exterior sino al interior. Él se muestra como un ‘zar’ poderoso capaz de expandir el territorio. Esto es muy importante para los rusos porque es la señal de fortaleza y de debilidad del poder: si se agranda el país estamos ante lo primero; si se achica, ante lo segundo. Como contrapartida a Putin, el respeto hacia Gorbachov es muy bajo. Uno está ganando espacio físico (con la anexión de Crimea); el otro lo perdió”.

Pushkin lo escribió

Durante el comunismo, San Petersburgo perdió el papel central que había desempeñado desde que, en un esfuerzo por europeizarse, Pedro I “El Grande” la hizo capital imperial. Lenin desandó el camino y volvió a trasladar la sede oficial del Gobierno al Kremlin de Moscú. A posteriori, San Petersburgo sufrió lo indecible durante la Segunda Guerra Mundial, sometida como estaba al hostigamiento del nazismo. Este cúmulo de antecedentes configuró la mentalidad especial de los peterburgueses, que Kotsiubinski define como una mezcla de sentimiento europeo y de superioridad, y de rencor por Moscú. Pero aún en la urbe más “liberal” de Rusia, la segunda en términos demográficos, la opinión pública está alineada con el poder. El profesor dice: “si el discurso político es agresivo, nos volvemos zombis. Pero si se relaja, recordamos que nos debemos la democracia, la libertad y la integración con Europa: ello sucede con especial énfasis en San Petersburgo. El poeta Aleksandr Pushkin lo reflejó muy bien en la obra ‘El jinete de bronce: un cuento de San Petersburgo’. Allí coloca a un hombre frente al monumento de Pedro I ‘El Grande’: el ciudadano hace reclamos al monarca hasta el punto de que este baja de su pedestal y lo persigue. Es una tragedia que expresa las contradicciones de los peterburgueses, que no sabemos si nos inclinamos por el emperador cruel o por el súbdito que lo cuestiona”.

El dragón justiciero

Para este académico cincuentón, la imagen ideal del líder ruso es un zar que se comporta como un dragón justiciero. Kotsiubinski menciona a Iván ‘El Terrible’, Pedro I ‘El Grande’ e Iósif Stalin como modelos perfectos de ese liderazgo: “pasa el tiempo y la gente olvida los crímenes que cometieron. El poder omnímodo es muy cómodo para ‘el alma rusa’, que padece una especie de síndrome de Estocolmo. La experiencia del autoritarismo en Argentina, por ejemplo, es corta en comparación con la de Rusia. Nuestro instinto es el miedo y la falta de él produce angustia. Y, además, tenemos la memoria del imperio”.

Justicia heroica

Una memoria dominada por la propaganda oficial, que, según el historiador, todavía no conoció la Justicia independiente. “Los jueces serán justos siempre y cuando no les toque juzgar a los poderosos. Si fallaran contra un interés pesado, no tendrían más opción que renunciar. Ir contra el poder es una cuestión heroica. Y los jueces ganan bien con Putin; ¿por qué lo enfrentarían?”, interroga. El mismo pragmatismo explicaría el hecho de que el Centenario de la Revolución del 17 genera más entusiasmo y revisión fuera de Rusia que adentro. Se ha dicho que no está en el ánimo del Gobierno actual la reivindicación de levantamientos proletarios ateos en un momento de recuperación de la noción imperial e influencia creciente de la Iglesia Ortodoxa, pero Kotsiubinski vuelve a postular la idea de un pasado que no se discute ni en los trazos gruesos ni en los detalles: “hoy vivimos en el contexto del discurso patriótico. Se respeta la historia con prescindencia de los componentes ideológicos”.

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