30 Diciembre 2017

Por Santiago Kovadloff - Filósofo y ensayista

El nombre “Tucumán” dispara en mí otros nombres: Juan Bautista Alberdi, Narciso Laprida, Víctor Massuh, Hugo Japaze, la Universidad Nacional de Tucumán y, en ella, Rodolfo Mondolfo, LA GACETA, la posibilidad de recorrer esa provincia y saborearla con los ojos, mi encanto por el acento tucumano y, más allá de todo eso, el sentimiento de intimidad que tengo con ese espacio.

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Me refiero a la vivencia amorosa que me une a Tucumán, que comenzó hace muchos años y de la mano de Massuh, filósofo que fue mi maestro y amigo. Hasta allí la había visitado como alguien que no es de ella: con él descubrí que no hay argentinidad posible, al menos en el orden cultural, si no se proviene de Tucumán. Es un hecho consumado que Tucumán constituyó la génesis del pensamiento argentino en lo que tuvo de republicanamente más significativo y, al mismo tiempo fue, por su Universidad, un centro de pervivencia del espíritu democrático en el ejercicio de la filosofía, sobre todo en ese momento extraordinariamente simbólico en el que se acoge a Rodolfo Mondolfo. Con posterioridad, Tucumán fue el territorio sangriento de la lucha del Terrorismo de Estado y del terrorismo a secas. Y no puedo dejar de asociarla al narrador Tomás Eloy Martínez; a la presencia musical de la provincia, no sólo en el orden folclórico, sino también en la producción en el ámbito clásico: yo mismo he tenido la oportunidad de actuar recientemente en una obra dirigida por mi hija, Valeria Kovadloff. De manera que Tucumán no sólo es un espacio al que he tenido acceso como contemplador, sino también como partícipe y artista.


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