30 Diciembre 2017

Por Alberto Manguel - Director de la Biblioteca Nacional

Toda geografía es imaginaria: relatos, anécdotas, fotos, gente que conocemos en un café o en una plaza, arman la constelación de lo que decimos es un lugar. Con Tucumán me pasa eso. De los muchos fragmentos que componen mi Tucumán destaco uno, de mi lejanísima infancia. Antes de la imagen de la indefectible casa que me imponía Billiken todos los meses de julio, antes de la lunita cantada por Mercedes Sosa, antes de mi amistad con Juan José Hernández y antes de leer sus irónicas historias de la vida tucumana, antes de admirar la provincia rebelde de los años setenta, mucho antes de la fanfarronada agronómica que proclamó tener los mejores limones del mundo, Tucumán fue para mi el lugar en el que acaba un cuento. Marco, el pequeño genovés de ocho años, después de cruzar el Atlántico y viajar a través de la Argentina, encuentra al fin en Tucumán a su madre enferma, y con sobria determinación la convence de hacerse operar, provocando en el médico que la atendía inútilmente las palabras finales de la lacrimógena historia: “¡Eres tú, heroico niño, quien ha salvado a tu madre!” Con lamentable sentimentalismo, Tucumán es el nombre que, desde esa infancia remota, asocio con mi lectura de Corazón de Edmundo d’Amicis.

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