10 Febrero 2019

Por Dolores Mayorga - Economista.-

12.173. Ese es el número al que llegué después de inventariar todas las cosas que tenía dentro de mi casa. Había conseguido un trabajo en otro país y decidía, según el caso, vender, regalar a parientes, donar o conservar lo que había reunido en un departamento de 120 metros cuadrados a lo largo de trece años de convivencia con mi marido y cuatro hijos. El ejercicio, inspirado en las enseñanzas de Marie Kondo, me pareció una oportunidad para reflexionar sobre lo que revelaba esa acumulación.

La cifra, a priori, nos impactó por su magnitud. Excedía toda estimación previa a la maratón contable. Si la relacionaba con el espacio, el tiempo o los ocupantes de la vivienda, los resultados eran sorprendentes. 18 objetos adquiridos por semana, más de 100 por metro cuadrado 2.028 per cápita.
La primera dificultad que presentaba la construcción estadística era la definición de “objeto”. Calificamos como tal a todo lo que tuviera cierta -aunque fuera escasa- autonomía.

Una unidad era tanto un tenedor, un pañuelo, un tornillo, una moneda, un alfiler o una pieza de Lego como también una heladera, un televisor o una computadora (no entraba un botón adherido a una camisa pero sí un botón suelto).

La montaña de cosas que surgía del inventario estaba alimentada especialmente por artículos de estas categorías: muchos “llame ya”, juguetes pasados de moda, ropa de todas las etapas de nuestras vidas, libros y revistas viejas, agendas de años pasados y apuntes de facultad, remedios vencidos y productos de tocador, adornos (pulseras, collares, aros, vinchas), objetos variados que podrían entrar en el rubro “puede que me sea útil alguna vez”. Pero, sobre todo, objetos -recuerdos: postales, CD, álbumes con fotos, tarjetas, pins, monedas de distintos países, estampillas, llaves de cerraduras que ya no existen, vasos y destapadores con publicidades, cajas de fósforos, lapiceras.

La trascendencia de un objeto

En Los dioses deben estar locos, una película de 1980 dirigida por Jamie Uys, un piloto de una avioneta comercial arroja una botella de vidrio de Coca-Cola por la ventanilla mientras sobrevuela el desierto del Kalahari, en Botsuana. La botella es hallada por Xi, un miembro de una tribu de bosquimanos que se mantiene aislada y tiene una vida idílica urdida con pocos y precarios objetos. Armas, utensilios rudimentarios para cazar, cultivar, cocinar. Unas pocas cosas esparcidas en las chozas de un pequeña aldea. Cuando Xi llega con la botella toda la tribu se congrega para admirar el material y su diseño. Con el correr de los días uno descubre que su forma sirve para moler granos y que el vidrio permite encender fuego. Otro se percata que soplando en su interior surgen sonidos musicales. Y otro, naturalmente, que es un magnífico recipiente para conservar agua. Todos quieren esa pieza nueva y única a la que consideran un “regalo de los dioses”. Uno intenta arrebatársela a otro y, en medio de la pelea, uno de ellos queda desmayado al ser golpeado con la botella en la cabeza. Ante esto, los ancianos de la tribu le ordenan a Xi que arroje la botella a un precipicio.

Una contracara de esta historia -que muestra el daño que genera un producto emblemático de la sociedad de consumo al quebrar el equilibrio de una sociedad rousseaniana- podemos encontrarla en una escena de Naúfrago, película en la que el personaje interpretado por Tom Hanks, ya rescatado de su periplo en una isla desierta en la que logra sobrevivir, contempla los objetos de una casa. Toma un encendedor. Lo prende y apaga varias veces, pensando en las innumerables dificultades que sufrió en la isla para encender un fuego que en la modernidad se resuelve con un clic. Una metáfora de la evolución del hombre.

Con esos ojos es notable cuántas señales de grandes saltos de la humanidad podemos encontrar en una casa. En una lámpara, una heladera, un televisor o un celular. Cosas que hace 100, 50 o 20 años nos hubieran parecido de ciencia ficción.

Una casa moderna es paradójica. Contiene artefactos y elementos en general para solucionar buena parte de los problemas y necesidades ancestrales (el hambre, el frío, el calor, el sueño, la incomodidad, los malestares, la seducción, el aburrimiento). Pero la multiplicidad de esas máquinas de solucionar termina convirtiéndose en un gran problema.

© LA GACETA

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