Las duras capas de la cebolla: Buscando a Martin Heidegger

Quien es probablemente el filósofo más famoso del siglo XX también es dudas uno de los más polémicos y de más ardua comprensión. El decano de la Universidad de Friburgo durante el nazismo sostenía que la única lengua posible para la filosofía era el alemán.

09 Junio 2019

Por Santiago Garmendia

PARA LA GACETA - TUCUMÁN

“Nadie cultive la filosofía sin amor al hombre“

R. Agoglia.

Tenemos, por un lado, los célebres reparos a la actuación política y académica de Heidegger. Su aguda mente fenomenológica fue entrenada por Edmund Husserl, con quien sostendría luego guerras amargas, silenciosas y no menos célebres. La clase de enfrentamientos que mantienen la cordialidad y la forma, pero que terminan siempre con el alumno faltando —por razones atendibles— al funeral del maestro. Husserl, dada su condición judía, era un mentor más bien incómodo para la época. Su hijo filosófico aceptó el decanato de la Universidad de Friburgo, la misma que le quitó a Husserl la dignidad de profesor emérito por una ley antisemita. Husserl, cabe recodar, llegó a decir que la fenomenología eran Heidegger y él. Quizás el tamaño de esa esperanza nos permita aquilatar de manera aproximada su posterior decepción.

La polémica es rica, enorme. Como sea, no hay que asumir que Platón fuera más sensible, o Nietzsche más tolerante. Recuerdo que la doctora Barale, en sus clases de Estética y para explicar el punto de vista heideggereano del arte, solía repetirnos que es el horizonte lo que hace que veamos en la arena una playa o un desierto. Bien: es el mismo Heidegger quien se presta a un movimiento de interpretación similarmente radical. ¿Su derrotero personal convierte a su propia obra en un desierto? ¿Es posible escindir sus libros de su vida? Condenar, a fin de cuentas, una literatura nazi, ¿no encierra acaso el principio proscriptivo y el mismo valor maligno que el nacionalsocialismo confirió a la filosofía judía? No es que las ideas sean neutrales, pero sí que no debemos tirar al niño de la bañera junto al agua sucia.

Yendo un poco más a fondo, no es solo que la biografía de Heidegger produzca desconfianza. Aun el más entusiasta de los lectores, un hipotético estudiante que ignorara sus posiciones políticas, al acudir a él en busca de sus grandes ideas tendrá fatalmente que vérselas con el lenguaje más enmarañado que imaginarse pueda. Un río torrentoso, pletórico de pozos y meandros, donde el cauce nunca es el mismo por estar permanentemente importando sentidos: barbecho, desierto, tierra, la nada que nadea (o anonada). Guiones interminables, frases como: “La metafísica es una tras-interrogación allende el ente, para reconquistarlo después, conceptualmente, en cuanto tal y en total”.

No se trata, de todos modos, del primero ni del último filósofo que se regodeó en sus términos. Suponiendo que ese lector-héroe consiga navegar el océano de neologismos de Heidegger, tarde o temprano topará con un iceberg difícil de sortear. Comprenderá, nuestro Ulises, que para Heidegger la filosofía habla en alemán. Él mismo lo dejó dicho en la famosa entrevista del semanario Der Spiegel, al señalar que sus alumnos franceses solo empezaban a filosofar de veras cuando lo hacían en alemán. En otras palabras: una traducción es una contradicción flagrante. ¿Es el italiano el idioma del amor? ¿Cuántos de nosotros, sin ir más lejos, nos consideramos capaces de amar aun desconociendo la lengua de Dante? ¿ Y qué es de la filosofía sin amor? Ergo no podría hablar en tedesco.

© LA GACETA

Santiago Garmendia - Escritor, profesor de Filosofía de la UNT.

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