Yo no voto a un candidato o candidata que empapela las calles con afiches horribles en los que promete que, si gana, limpiará la ciudad.

Yo no voto a un candidato que no cumple con la norma que prohibe la colocación de pasacalles, plásticos que han provocado numerosos accidentes cuando se desprenden, bloquean la iluminación y afean las ciudades.

Yo no voto a una persona que no cumple con las ordenanzas y las leyes, esas que también condenan las pintadas callejeras.

Yo no voto a un candidato que, con tipografías repulsivas, mancha las paredes con su nombre, y los postes, y los árboles, y los guardarrailes de avenidas y rutas, y cuanta superficie pueda arruinarse. Estatuas, esculturas y monumentos tampoco se salvan.

Yo no voto a quien, además, no sólo se promociona narcisísticamente en cada rincón, sino que grafitea agresiones y ataques contra sus adversarios, como “Juan es igual de fracasado que Pedro”, “Fulano gato, mentiroso, ladrón o entregador”, “Mengano cómplice de…”, “Yo soy el futuro vos sos el atraso”, y así un largo etcétera de agravios.

No sólo contribuyen a enmugrecer las ciudades, sino que nos obligan a convivir en calles hostiles y violentas, con vecinos resignados a transitar por cuadras donde las paredes le gritan y le escupen insultos en la cara. ¿Con qué derecho violan nuestra ya escasa tranquilidad?

Yo no voto a esta gente que te martilla la vista a cada paso, como si de tanto pegarle al perro te terminaría queriendo, y con mi libretita voy anotando uno por uno los nombres que veo en los afiches pegados donde no se debe, en pasacalles, en escritos y pegatinas en postes y árboles, y en las pintadas en paredes que ni siquiera respetan escuelas, iglesias, plazas o edificios históricos.

Yo no voto a esa candidata o a ese candidato cínico que reivindica los derechos femeninos y dice oponerse a la cosificación de la mujer, pero usa promotoras con calzas para repartir sus volantes.

Yo no voto a la postulante que se pinta las uñas de celeste en la sala de espera de una clínica abortista de Barrio Norte.

Tampoco a esa violenta que escribe en las paredes con verde “muerte al macho”, con el tramposo argumento de “la metáfora”. Sabemos que el lenguaje no es inocente y una palabra es metáfora hasta que deja de serlo. La ontología enseña que “somos conforme generamos realidades a través del lenguaje, es decir, los seres humanos se crean a sí mismos en el lenguaje y a través de él”.

Yo no voto al que sortea autos, motos, organiza rifas, bailes y asados para seducir voluntades de gente humilde, que acude a estos actos por necesidad.

Menos aún elijo al canalla que cambia alimentos por un voto, en el extremo de la humillación, porque obliga a personas con hambre a agachar la cabeza, mientras con la mirada clavada en el barro, donde se retuerce su dignidad, deben decir “gracias señor, gracias señora”.

Yo no voto a los esclavistas de guantes blancos que, bajo el vil engaño de que “es parte del folclore de la política”, acarrean a gente carenciada para hacer bulto en actos inútiles y carísimos que derraman obsecuencia. Gente de parajes remotos que debe aguantar muchas horas bajo el sol, la lluvia o el frío, a veces con varios niños a cargo y hasta con uno o dos en edad de mamar, como personalmente vimos en cada uno de estos circos despreciables. Esclavos sin grilletes, esclavos posmodernos obligados a rendir sumisión al mismo amo que los condena a la miseria.

Yo no voto a los corruptos, ni a los que sin serlo miran para otro lado, que son muchos.

Roban Hood

Yo no voto a los delincuentes que saquean al Estado en nombre de la justicia social y reparten el botín entre su tropa. Pretenden ser Robin Hood pero sólo son señores feudales del nuevo siglo, usurpadores del bien común pésimamente distribuido.

Yo no voto al que utiliza a los tres poderes del Estado para emplear a toda su familia, amigos, amantes y cómplices, provocando que hoy tengamos una administración pública infestada de gente que cobra un sueldo sin producir nada a cambio.

Es decir, yo no voto a los que les sacan la comida de la boca a los niños para dársela a “la querida”, que hace zanjas entre el shopping y la peluquería.

Yo no voto a los que reciben aportes en negro de empresas y particulares, porque como dice la máxima, “el que paga para llegar, llega para robar”.

Yo no voto a quienes reivindican -o no condenan- a los golpes de Estado, a las dictaduras, a los genocidios, y a la lucha armada como alternativa de asalto al poder, prácticas que desde 1930 hasta 1983 desangraron, violentaron, quebraron y dividieron a un país que sigue sin encontrar su presente y con un futuro bastante incierto.

Yo no voto al que considera que el fin justifica los medios y avala y promueve el fraude, el engaño y la trampa, como es el sistema de acoples que rige el sistema electoral tucumano, una celada diseñada a imagen y semejanza del poder de turno. Bumerán que recién ahora, desde el llano, sus gestores denuncian.

Yo no voto a quienes ven en la política una opción laboral y no ocasión de servicio al prójimo.

Yo no voto a los candidatos que han fomentado, favorecido y apoyado que Tucumán sea la única provincia del país que no adhirió a las leyes nacionales de Salud Sexual y Procreación Responsable y a la de Educación Sexual Integral.

Retraso medieval que se confirma al saber que Tucumán es además la única provincia argentina donde aún rige la enseñanza religiosa obligatoria, pese a que la Corte Suprema de la Nación declaró su inconstitucionalidad. Vamos de nuevo: los únicos en este enorme país que les enseñamos a los niños lo que no debemos, mientras los privamos de lo que se enseña en todo el mundo civilizado.

Yo no voto a los cómplices del atraso, del talibanismo, del oscurantismo.

Yo tampoco voto a los políticos que han calumniado e injuriado a sus pares, por ataque o defensa, públicamente o mediante repugnantes operaciones anónimas, apelando a los recursos más bajos, incluso atentando contra la vida íntima o familiar del otro.

Asistencia casi perfecta

En cambio, yo sí le voy a depositar mi voto al candidato o candidata que sea honesto y coherente, que sus palabras coincidan con sus acciones, que su campaña no haya sido sólo un amontonamiento de consignas abstractas, de frases vacías y de puestas en escena más propias de una publicidad de dentífrico o de pare de sufrir.

Yo voy a ir a votar, como lo hice siempre desde 1989, excepto una sola vez en 30 años, en el ballotage de noviembre de 2015, porque me encontraba en el exterior.

Voy a ir a votar porque soy de la generación que mostraba con orgullo su viejo documento -esa libretita verde- con mi asistencia casi perfecta a todas las elecciones, plasmada en más de dos decenas de sellitos. Y digo mostraba porque hace unos años me robaron la mochila con los documentos, como tantas otras cosas que me han robado, al igual que a millones de argentinos, que desde hace años son asaltados a diario en las calles, en sus viviendas, en sus autos, pero también les roban en los palacios de tribunales, en las legislaturas y en las casas de gobierno.

Yo mañana voy a ir a votar por esta democracia maltrecha, vejada y ultrajada, tomada por asalto, porque lo contrario sería renunciar a un sueño tan grande, tan hermoso, tan fuerte, y tan pero tan caro, que sería casi como renunciar a la vida misma.

Sólo quienes vivimos esa gigantesca epopeya que fue el retorno de la democracia, en aquel vibrante, emocionante y mítico 1983, después de tanto dolor y sangre, sabemos lo que realmente significa este simbólico acto de poner un sobre en la urna.

No son muchas las opciones que quedan en pie después de todos los candidatos que descartamos en esta columna, menos que los dedos de una mano, pero son suficientes para seguir creyendo, para seguir soñando, ya no por nosotros, sino por los niños, porque son sólo los niños los únicos que siempre estarán a tiempo de ser los argentinos orgullosos, justos y felices de mañana.

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