Si apropiarse de algo público para darle un uso ajeno a su función es, básicamente, el significado de “malversar”, el escandaloso proceder del Gobierno nacional con la empresa Vicentin es un cúmulo de malversaciones discursivas e ideológicas. El decreto de necesidad y urgencia 522/50, y las declaraciones del funcionariado para justificar su objeto, representan un rosario de contradicciones de los referentes del peronismo gobernante con su prédica, con las doctrinas que enarbolan y, sobre todo, con el sistema de contrapesos y relaciones institucionales que permiten funcionar a la democracia: el constitucionalismo.

“La expropiación de Vicentin es un paso hacia la soberanía alimentaria”, fue la explicación del presidente, Alberto Fernández. La expresión “soberanía alimentaria” tiene un profundo contenido ideológico, y por tanto puede ser compartido o no. Pero también tiene un delimitado significado operativo. Consiste, específicamente, en el derecho y la capacidad de un pueblo para determinar cuál será su política alimentaria y, necesariamente, cuáles serán el esquema productivo y el sistema agrario que la sostendrán.

Ahora bien, el Gobierno nacional no quiere transformar “la matriz” de la empresa Vicentin: sólo quiere convertirla en una firma del Estado y seguirá exportando como lo hacía estando en manos privadas. Entonces, antes que un cambio de la naturaleza de la empresa, que mantendrá la misma estructura de agronegocios, hay más extractivismo, para decirlo en los términos marxistas que tanto gustan repetir de memoria en el oficialismo.

Para mayores sinsentidos, Vicentin SAIC es una sociedad y, por tanto, una cosa es la sociedad y otra diferente son sus dueños: los accionistas. Como ha esclarecido el constitucionalista Pedro Caminos, “expropiar” esa sociedad es adquirir las acciones de los dueños, así que a los accionistas habrá que pagarles (y mucho); y esa indemnización expropiatoria no podrá ser compensada con la deuda que tiene “la sociedad”. Así, técnicamente, no se hacen las revoluciones…

Claro que el kirchnerismo continuará con sus meandros argumentativos, convencido de que siempre gana las discusiones. Lo seguro es que siempre pierde con las expropiaciones, como lo demostró con YPF: hubo que indemnizar con U$S 6.000 millones a Repsol. Y aún falta lo de los Eskenazi. Pero eso poco debe importar. Total, el pueblo paga las brillantes razones “K”...

Luego, así como no se puede invocar soberanía alimentaria en la teoría, mucho menos se la puede pregonar en la praxis. El Gobierno quiere hacerse de la titularidad de Vicentin y mantenerlo como productor de commodities para la exportación, no como un productor de comida para los argentinos. De modo que salvo que los argentinos cambien su dieta para basarla en derivados de molienda de soja (con los que se alimenta a los cerdos, por ejemplo), no hay soberanía alimentaria posible en el horizonte.

En rigor, ya la invocación de la soberanía popular en boca del populismo implica una malversación importante.

Uno de los mitos fundantes de la modernidad es el del “Estado de Naturaleza”: la idea de que los hombres vivían sin ley, en una guerra perpetua, hasta que decidieron un buen día suscribir un contrato social, resignar libertades y fundar un “Estado de Derecho”. Ese relato, tan narrado por el contractualismo, se creó para fundamentar la autoridad civil, que sobrevendría a la caída de las monarquías absolutas.

El rey fundaba su legitimidad en el linaje y en Dios. ¿En qué fundarían la legitimidad los ciudadanos para que, siendo iguales, unos obedecieran las normas que dictaran otros? En que había un acuerdo civilizatorio que así lo establecía.

Ya no había soberano, pero debía proseguir la autoridad, debía sobrevivir la soberanía. Eso sí: ahora el depositario era el pueblo. El constitucionalismo liberal adoptó como dogma esa noción, indispensable para la concepción de una sociedad política moderna. No obstante, como ha esclarecido el politólogo Sergio Raúl Castaño, la potestad del poder político no es del pueblo, sino de las autoridades que elige. La Constitución lo ratifica en su artículo 22: “el pueblo no gobierna ni delibera sino a través de sus representantes”. Consecuentemente, hay que dejar de tomar el nombre del pueblo en vano: se quieren quedar con Vicentin por una decisión gubernamental en la que el pueblo no ha tenido que ver y de la que no obtendrá beneficios. Al contrario...

Una cosa más: según el contractualismo, había derechos preexistentes al contrato social, que se gozaban ya en el Estado de Naturaleza. Eran, por tanto, “derechos naturales”. Uno de ellos, reivindicado desde los escritos de John Locke en el siglo XVII hasta la Declaración de los Derechos del Hombre en el siglo XX, es la propiedad privada. Que un gobierno argentino invoque soberanías para despojar de la propiedad privada a capitales argentinos es una sinrazón propia de los que en vez de una doctrina propia, sólo alquilan discursos y banderas ajenas.

Por desgracia, el DNU que interviene Vicentin no sólo está flojito de papeles en lo político, sino también en materia legal.


Palabras y gestos

Por un lado, hay un concurso de acreedores abierto y un juez que lo ha habilitado hace apenas dos meses y que debe evaluar si, como sostiene la sociedad comercial, ella cuenta con los activos para honrar las deudas contraídas. Consecuentemente, según ha hecho patente el constitucionalista Daniel Sabsay, no están dadas las condiciones que la Constitución, en el artículo 99, exige para admitir que el Presidente emita disposiciones de carácter legislativo: “Solamente cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución”.

Añade Sabsay que el DNU de Fernández se entromete en un conflicto entre privados, cuando eso es potestad excluyente del magistrado que entiende en el concurso. Todo lo cual atenta contra el artículo 109 de la Carta Magna: “En ningún caso el presidente de la Nación puede ejercer funciones judiciales, arrogarse el conocimiento de causas pendientes o restablecer las fenecidas”.

Pero el DNU, además, contiene una contradicción material cuando invoca la “ocupación temporánea anormal” de Vicentin. Al respecto hay dos reparos.

El primero, de orden legal, ha sido advertido por el constitucionalista Martín Oyhanarte. Una “ocupación temporaria anormal” es procedente cuando hay razones de suma urgencia, como el riesgo de vaciamiento de la empresa. Esto no era posible porque la firma estaba concursada, por ende intervenía un juez, la AFIP es parte y la Ley de Concursos y Quiebras impide maniobras de esa clase. Pero si nada de esto bastara, ya el propio DNU interviene la empresa, con lo cual cesan con esa sola medida las urgencias que podrían fundar la ocupación anormal. Ambas medidas son incompatibles entre sí. “Parece un decreto marxista, pero de Groucho”, ironiza Oyhanarte.

El segundo reparo es histórico. La Ley de Expropiaciones (21.499) data de 1977 y es, por tanto, una norma de la dictadura. Claro está, no es que los militares que perpetraron el genocidio argentino hayan inventado la expropiación. Y en democracia, se han construido rutas, escuelas y hospitales sobre inmuebles expropiados. Pero la figura de la “ocupación temporaria anormal” es otra cosa. Ese instituto conforma un capítulo introducido por los que atentaron contra la democracia, la república y la vida de 30.000 argentinos para poder quedarse con los bienes de los desaparecidos.

Es tanta la vocación de saqueo de esa figura que el artículo 79 de la Ley 21.499 dice explícitamente: “La ocupación temporánea anormal puede ser dispuesta directamente por la autoridad administrativa, y no dará lugar a indemnización alguna”. La cuestión, claro está, no pasa por si alguien ahí arriba se dio cuenta de que estaban malversando, por lo menos, el sustrato de derechos humanos de la presidencia de Néstor Kirchner. El asunto, en rigor, es si a alguno le importa.

En los gobiernos anteriores disimulaban mejor. Ahora, queda claro, “soberanía alimentaria” inverosímil mata “memoria, verdad y justicia”.

Opera, finalmente, una última malversación: la de la figura presidencial. En las presidencias anteriores, la historia argentina comenzaba en la década de 1970. Ahora que emplean figuras del derecho ideadas para saquear a víctimas de delitos de lesa humanidad, promulgadas por Jorge Rafael Videla, la longitud del pasado argentino se achica aún más. Entonces sí es posible invocar que la decisión de expropiar una empresa en nombre de los trabajadores, cuando en realidad se trata de un objetivo kirchnerista publicitado hace sólo cinco meses.

“La nacionalización de la agroexportadora Vicentin, que ha defraudado al Estado en miles de millones de pesos con complicidad de Macri, permitirá avanzar hacia la soberanía alimentaria y enfrentar la lógica del agronegocio, que es la razón estructural del hambre en la Argentina”, posteó el 24 de enero el abogado Juan Grabois, referente de la Confederación de Trabajadores de la Economía Popular. Eso sí, los trabajadores no estaban mencionados en ese anticipo…

El macrismo, por supuesto, no es inocente de la millonaria asistencia del Banco Nación en favor de esa firma “amiga”. De igual modo, teniendo en cuenta el aviso de Grabois, la intervención suena a revanchismo antidemocrático.

Y están los gestos: cuando Alberto Fernández anunció la intervención de Vicentin, lo acompañaba la senadora Anabel Fernández Sagasti. “Es un placer haber colaborado con usted, Presidente, y su equipo” dijo ella, para que no quedaran dudas de que la Casa Rosada ponía las impresoras; y el kirchnerismo, las ideas. La parlamentaria es la autora del proyecto de expropiación que se enviará al Congreso, cuando ni siquiera desembarcaron en la empresa.

En la aplicación contemporánea del concepto de soberanía, el pueblo elige un Presidente para que gobierne. No dos.

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