“Hemos sido pacíficos por más de 300 años. Hay sangre en estas calles, señor. ¿Por qué vamos a seguir siendo pacíficos si están matando a mis hermanos y mis hermanas? ( …) Estoy cansada de ser pacífica. He perdido tres hermanos por esto, señor. ¡Tres! Esto no está bien. Me duele. ¿No ves mis ojos? Me duele. Mi gente está siendo lastimada. Estoy cansada de esto. No me voy a sentar si tengo que morir por mi color de piel. Voy a morir por ello, como mis hijos detrás de mí. Van a caminar por estas calles libres como todos los demás. (…) Soy negra. Y estoy orgullosa. Y soy fuerte. Juntos somos fuertes. ¡Sin justicia no hay paz!”. Alegato de una manifestante, el 28 de mayo, en una marcha que pide el fin de “la policía racista”, tras el asesinato del afroamericano George Floyd, perpetrado por un agente en Mineapolis.

Los dos países que marcan el norte y el sur de América presentan sendos casos de fuerzas policiales que han asesinado brutalmente a seres humanos. En Estados Unidos, uniformados de Minesota detuvieron a George Floyd, de 46 años, acusado de pagar con un billete falso de 20 dólares en un súper. Lo asfixiaron hasta causarle un paro cardiopulmonar.

En la Argentina, un grupo de agentes de la Policía de Tucumán, que prestaba servicios en la comisaria de Monteagudo, irrumpió a los tiros en un predio de Melcho, donde se corrían carreras cuadreras. Sin asentar el procedimiento en el registro, sin uniformes, pero con armas oficiales. Le dieron un tiro por la espalda a Luis Espinoza, un trabajador rural de 31 años, y luego lo desaparecieron. Lo llevaron hacia un monte y cuando murió lo metieron dentro de una bolsa y lo arrojaron por un precipicio en Catamarca.

Las calles de Estados Unidos son un polvorín desde que a Floyd le quitaron la vida, el 25 de mayo. En Argentina también hubo protestas en Buenos Aires… pero para pedir justicia por George Floyd. Las llevaron adelante agrupaciones de izquierda, con plena autoridad moral: en Tucumán son las únicas que se movilizaron el martes para acompañar la marcha semanal de los Familiares de Víctimas de la Impunidad, que sumaron a Espinoza al collar de Kali de la criminalidad sin castigo. Fin de las manifestaciones por una Policía que deje de asesinar.

Hay dos caminos a partir de esta cuestión. El primero es el de la indignación. El de la interpelación contra todos. El de la denuncia de que al final no importa la vida de muchos tucumanos, porque de lo contrario las calles hubieran estado ganadas, por ejemplo, por los sectores que, tomando el mensaje de la iglesia católica, afirman que “toda vida vale”. O el de las iglesias evangélicas, en una carta de 2018: “el derecho a la vida es fundamental y superior a todos los demás”. También se habrían manifestado los organismos de derechos humanos, que han enarbolado de manera inclaudicable la denuncia de los delitos de lesa humanidad perpetrados durante la última dictadura. Acá también había personas armadas por el Estado secuestrando, asesinando y dándole “disposición final” a un tucumano. Pero parece que Espinoza no valía la pena para salir a las calles y denunciar este crimen horrendo cometido en Tucumán, Argentina. Y debieron haber salido los radicales, cuyo último gran referente, Raúl Alfonsín, pregonaba que los hombres deben ser sagrados para los hombres. Y debió marchar el peronismo, que con memoria histórica siempre marcó una diferencia de hierro: “a los muertos los ponemos nosotros”. Acaso la adenda general es esa insoportable ironía en Rebelión en la granja, de George Orwell: todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros.

Pero trascendiendo la maleza de la coyuntura se pueden encontrar algunas raíces estructurales acerca de lo que acontece en los polos americanos. Para escudriñar (sin cipayismos que vindiquen lo extranjero ni chauvinismos que fanaticen lo local) algunas pistas respecto de por qué son tan diferentes las reacciones entre uno y otro extremo.

Pertenencias y ajenidades

Cultura, identidad y desigualdad es una de las trilogías que aborda el sociólogo Alejandro Grimson en Interculturalidad y comunicación (Norma, 2000). “Durante una larga etapa de la teoría antropológica se tendió a aceptar que cada comunidad, grupo o sociedad era portadora de una cultura específica”, consigna el pensador argentino. Justamente, él repara en que “los argentinos” comen, leen, hablan y tienen músicas muy diferentes. Tanto, que muchos rasgos de su cotidianidad los emparentan más con los habitantes de países vecinos (de quienes los separan fronteras políticas, y por tanto artificiales) que con muchos de sus compatriotas.

“Sin embargo, es poderosa la creencia social de que el conglomerado de seres humanos pertenecientes a un Estado nacional posee una cultura homogénea que sería la causa de la existencia del Estado. Esa pretensión de homogeneidad cultural constituye antes un instrumento de legitimación del poder estatal que una realidad verificable. Los seres humanos a los que llamamos ‘pueblo argentino’ no remiten a una ‘identidad cultural’. La pretensión de definir una ‘identidad argentina’ uniforme e inmutable debe comprenderse como un acto político”, esclarece Grimson.

Esto no significa que los argentinos nada tienen en común, precisa el autor, sino que los elementos compartidos no deben buscarse en rasgos objetivos, sino en las experiencias históricas, en las creencias y en las prácticas generadas.

Lo cual remite al segundo elemento de la trilogía: la identidad. Tan confundida con la cultura... Grimson dice que ningún grupo ni persona tienen una identidad: nadie es “la argentinidad”. Y ninguno de ellos tiene alguna esencia: nadie encarna “la tucumanidad”. “Las personas y los grupos se identifican en contextos históricos específicos y en relaciones sociales localizadas. Por ello, el primer elemento de toda identificación es su carácter relacional: al mismo tiempo que establece un nosotros, define un ellos”.

De allí que las adscripciones identitarias (sentirse perteneciente o ajeno) no son “naturales”: no están determinadas por “la sangre” ni “el lugar de nacimiento”: son producto de construcciones, invenciones e imaginarios en incesante evolución.

Lógicamente, esto desemboca en “las diferencias”. Grimson advierte que anular el carácter histórico y de las relaciones implica invisibilizar un elemento clave de toda identificación: “la producción de las diferencias es constitutiva de toda relación de desigualdad. Por lo tanto no hay identidad fuera de las relaciones de poder”.

Desde ahí, sin categorías inconducentes como “mejor o peor”, la muerte de Floyd y la de Espinoza dejan entrever las diferencias entre aquel norte y este sur.

Aquí y allá

La segunda trilogía es Argentina, Estados Unidos y Brasil. En lo del vecino, dice la BBC, la Policía es más racista que en Norteamérica. En EEUU, el 12% de la población es afrodescendiente y representa el 26% de las muertes a manos de la Policía. En Brasil, los afrodescendientes son el 55% de la población, y el 75% de las víctimas de los uniformados.

Los tres países, advierte Grimson, usan la misma expresión para referir a su constitución como nación: crisol de razas, “melting pot”, “cadinho de raças”. Eso sí: la misma expresión refiere a imaginarios distintos. Y sintetizables en fórmulas. “Iguales, pero separados”, para Estados Unidos. “La diversidad es un mosaico étnico, un conjunto de unidades segmentadas, segregadas y enfrentadas según una estructura polar blancos y negros”.

“Diferentes, pero juntos”, sería la norma para Brasil. Allí, escribe Grimson, no es necesario segregar al mestizo, al indio o al negro “porque las jerarquías aseguran la superioridad del blanco”. El racismo en Estados Unidos, entonces, no está en las diferencias entre las personas, sino por las diferencias en las relaciones para cada cual. Un afroamericano tiene dos veces más posibilidades de morir a manos de la Policía que un wasp (“blanco, angloparlante, protestante”, por sus siglas en inglés). En Brasil, en cambio, el racismo está dado por la falta de relaciones. Y ocho de cada 10 afroamericanos son “el blanco” de las balas policiales.

¿Y la Argentina? El crisol argentino es una mezcla de razas… europeas. Sin lugar para indígenas, negros, mulatos, zambos o mestizos. Todos ellos censados así a finales del siglo XVIII, hasta que los “padres fundadores” apuntaron al Viejo Continente para poblar el Nuevo Mundo y entonces los censos sólo distinguían entre blancos y trigueños. El Estado se convirtió en una máquina de aplanar diferencias. Las lenguas indígenas fueron prohibidas, a todos los niños se los uniformó con delantales blancos, y todas las tonadas, salvo la porteña, son motivo de burla.

“La nación se constituyó instituyéndose como la gran antagonista de las minorías”, sintetiza Grimson. Y su dardo da en el centro del disco. El mito de “La Argentina blanca”, apagó infinitos conflictos raciales en el país, donde la diversidad fue tan abolida por la uniformidad que, aún hoy, hay gente que se pregunta qué pasó con los negros, cuando están entre nosotros en un mestizaje infinito.

El precio a pagar por esa pretendida tranquilidad es el antagonismo: River vs. Boca, Peronistas vs. Radicales, San Martín vs. Atlético, Capital vs. Interior, Gringo Bruto vs. Negrito Cabeza, Rubia tarada vs. Negra “de alma”…

Ese antagonismo presente en el pueblo, por supuesto, rige en sus representantes. Como la demanda de una Policía que no asesine tucumanos no es un clamor popular (ni ahora, ni antes), que la dirigencia no se aboque a ello puede ser axiológicamente reprochable, pero es una conducta políticamente impecable. Así es como el gobernador, en su antagonismo con el vicegobernador, se ocupó de fidelizar buenas relaciones con el intendente de la capital, asistiéndolo financieramente. Y Osvaldo Jaldo, en su antagonismo con Juan Manzur, se colgó la cucarda de presidente del ParlaNoa, a la vez que se ocupó de fidelizar relaciones por las malas en la Legislatura. En la reunión de bloque repasaron “traiciones” y “faltas de códigos” históricas. Y un legislador invitó a otro a partirse la cara in situ. Después, el bloque salió monolítico. O por amor. O por espanto.

Hay también un elemento del presente más crudo: la pandemia y su cuarentena. En Estados Unidos también hay coronavirus, pero a diferencia de la Argentina allá hace estragos, en especial entre los afroamericanos, según acaba de revelar el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, quien se declaró partidario de los manifestantes, porque allá hay manifestantes... Si aquí el asesinato de Espinoza sólo ha encontrado apatía por imperio del encierro, entonces el confinamiento nació como herramienta sanitaria y hoy es arma de disciplinamiento social. Funciona como una fábrica de “personas de la masa”. Pero “masa” no en los términos despectivos de Gustave Le Bon, sino en los términos descriptivos de José Ortega y Gasset: cualquier persona, de cualquier clase social, incapaz de poder asociarse con otra. ¿Por eso se llama “aislamiento social”?

En esa masificación, y en el antagonismo heredado, la trampa es creer que Espinoza, hombre de campo, pobre, era “el otro”. La deuda con él y con la paz es advertir que era un “nos/otros”.

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