La nube blanca, el libro amarillo y el paraguas negro

“¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella, morir de hambre, frío o lo que sea con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar, que al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada?”, se preguntaba García Márquez.

09 Agosto 2020

Por Alberto García Ferrer

PARA LA GACETA / SAN ANTONIO DE LOS BAÑOS (CUBA)

A las diez y nueve minutos de la noche del jueves 17 de abril, me detuve delante de mi biblioteca. No sabía por qué estaba allí y menos aún qué buscaban mis ojos recorriendo, sin orden, los estantes y las filas de libros. Durante seis minutos había bajado y subido escaleras sin saber a dónde me llevaba, ni por qué, el impulso que me produjo escuchar en la radio que esa tarde, ¿o era en la mañana?, Gabriel García Márquez había muerto en México.

Finalmente mi vista dejó de vagar y quedó fijada sobre el lomo de tres libros cuyos colores iban del amarillo al naranja pasando por el ocre. Me senté allí mismo con los tres libros, que coeditamos entre 1996 y 1998 con el maestro Julio Ollero y que recogían, con el esmero y el cuidado de su compilador Ambrosio Fornet, tres de los míticos talleres –los únicos editados– Cómo se cuenta un cuento, de Gabriel García Márquez. Abrí el de lomo y tapas amarillas.

En la página 12 leí:

“Lo que más me importa en este mundo es el proceso de la creación. ¿Qué clase de misterio es ése que hace que el simple deseo de contar historias se convierta en una pasión, que un ser humano sea capaz de morir por ella, morir de hambre, frío o lo que sea con tal de hacer una cosa que no se puede ver ni tocar, que al fin y al cabo, si bien se mira, no sirve para nada? Alguna vez creí –mejor dicho, tuve la ilusión de creer– que iba a descubrir de pronto el misterio de la creación, el momento preciso en que surge una idea. Pero cada vez me parece más difícil que ocurra eso. Desde que empecé a impartir estos talleres he oído innumerables grabaciones, he leído innumerables conclusiones tratando de ver si descubro el momento exacto en que surge la idea. Nada. No logro saber cuándo es.”

La Escuela era como un laboratorio. Y, sin duda, Gabo era el más brillante investigador. Tal vez nunca pudo descubrir y relatar el momento exacto en que surgía una idea. Pero, sin duda, nadie como él era capaz de percibir y estimular a los portadores de esa delicada trama que alberga las ideas.

Y, probablemente, nadie como él hizo tanto y tan generosamente, para proteger ese espacio de acogida de la incertidumbre, de la duda, de la búsqueda, del error y el descubrimiento, de lo maravilloso y lo perverso, de lo absurdo, lo solidario y lo soberbio, de lo diverso y lo múltiple…

Era necesario andar más de veinte metros para acceder al edificio central de la Escuela Internacional de Cine y Televisión. Veinte metros que se recorrían con gozo en los días soleados y claros, escoltados por el verde intenso de los jardines. Veinte metros que se padecían cuando el cielo se abría y la lluvia se desparramaba con metódica insistencia: el aire era una cortina y el suelo una laguna incipiente.

Óscar Ruiz de la Tejera, el arquitecto que rediseñó los edificios que albergaban a la Escuela para adaptarlos a sus nuevas funciones, me había advertido: ¡yo no me acerco nunca a la Escuela cuando viene Gabo a dar su taller! ¡Siempre llueve! Entonces se acuerda de mí y me dice que soy un arquitecto de desfiles para días de sol. “¿Por qué no construiste un alero para estos veinte metros?”. Y Óscar reía mientras evocaba a Gabo y yo lo imaginaba avanzando, de impoluto blanco, bajo una cortina de agua –que ya conocía– y sorteando los charcos –que ya me había tocado sortear–. Veinte metros son muchos metros: el alero se volaría con el primer viento… Por eso construimos uno cortito, pero por detrás… al lado de la cocina. Por aquí sólo hay un alero posible y lo tienes en tu despacho, en un rincón detrás del mueble de la derecha, al lado de la puerta del baño.

Leo en la página 13 del libro amarillo:

“El otro día, hojeando una revista Life, encontré una foto enorme. Es una foto del entierro de Hirohito. En ella aparece la nueva emperatriz, la esposa de Akihito. Está lloviendo. Al fondo, fuera de foco, se ven los guardias con impermeables blancos, y más al fondo la multitud con paraguas, periódicos y trapos en la cabeza; y en el centro de la foto, en segundo plano, la emperatriz sola, muy delgada, totalmente vestida de negro, con un velo negro y un paraguas negro. Vi aquella foto maravillosa y lo primero que me vino al corazón fue que allí había una historia. Una historia que, por supuesto, no es la de la muerte del emperador, la que está contando la foto, sino otra… Se me quedó la idea en la cabeza y ha seguido ahí dando vueltas. Ya eliminé el fondo, descarté por completo los guardias vestidos de blanco, la gente… Por un momento me quedé únicamente con la imagen de la emperatriz bajo la lluvia, pero muy pronto la descarté también. Y entonces lo único que quedó fue el paraguas. Estoy absolutamente convencido de que en ese paraguas hay una historia…”

Cuando despedí a Óscar en la explanada y lo vi desandar los veinte metros, mirando con recelo el cielo de la Escuela, entré a mi despacho a buscar “el único alero posible: en un rincón detrás del mueble de la derecha, al lado de la puerta del baño”: un paraguas negro.

¿Qué relación había entre el paraguas negro de la emperatriz en el entierro y el paraguas negro en la Escuela de Cine? ¿Qué vínculos se tejieron entre la lluvia en una isla del Pacífico y otra del Caribe? ¿Qué mecanismos asociativos emergían y promovían nuevas ideas? Cuántas explicaciones podríamos buscar, exponer, explicar: todas parciales, seguramente incompletas, serendipias, exaptaciones, saturaciones emocionales, focalizaciones. El paraguas explica algo instrumental, cercano, cargado de miedos y supersticiones, ¿molesto?, anuncia dificultades, prefigura lo oculto y lo protegido. Un objeto cotidiano como trampolín de lo fantástico. Podemos explicarnos muchas cosas, pero difícilmente relatar el momento en que ese objeto negro, aislado en la fotografía, da vida a otra u otras historias… ¿Y si el paraguas es tan sólo un MacGuffin?...

Se alejaba de mí la imagen blanca de Gabriel García Márquez, ahora bajo un paraguas negro, caminando bajo la lluvia y esquivando los charcos que, como cristales líquidos, reflejaban su imagen.

Ahora creció en mi memoria una mancha blanca, en la penumbra de un pasillo del ala derecha de la séptima planta del Hotel Nacional de la Habana. No había nada más ni a derecha ni a izquierda. Sólo la mancha que pasaba a ser una nube, siempre blanca, con zapatos blancos, que avanzaba y que, cuando se detuvo a mi lado, frente al ascensor, que escalaba a trompicones los siete pisos del ala derecha, me dijo escuetamente, con una sonrisa que nunca desaparecía de su rostro.

- Sí, lo sé.

Sabía que yo estaba allí, esperando tener una reunión con él, para lograr que la recién nacida Escuela Internacional de Cine y Televisión, La Escuela de Tres Mundos: Asia, África y América Latina, albergara, también, estudiantes españoles.

Yo deseaba que el ascensor se demorara aún más, que remontara las siete plantas desde sus orígenes en los años 30. Necesitaba tiempo. Pero el ascensor llegó y sus puertas se abrieron a saltos.

- Acompáñame hasta el Cine La Rampa –me dijo–. Remontamos la U y los jardines de acceso al hotel en esa noche fresca del diciembre habanero.

- Te espero mañana a las 11 en la Fundación, también va a estar allí Manuel Antín. Estábamos ya en la calle 0 y acompañaba al hombre de blanco hacia el cine de la 23.

© LA GACETA

Alberto García Ferrer - Durante cinco años fue director general de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba), fundada por Gabriel García Márquez.

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