La herida que el cuchillo de la pandemia está abriendo en la piel de la humanidad no deja de sangrar. El puñal sigue cortando y nadie sabe cuándo ni dónde se detendrá.

Un escenario plantea que llegará el momento en que el virus ya haya navegado por los torrentes sanguíneos de las ocho mil millones de personas. Será su fin pandémico. Pasará a convivir entre nosotros como cualquier otra gripe.

Otro escenario observa atentamente la evolución de las vacunas, una carrera contrarreloj salvaje, pese a que públicamente se muestra bastante científica y diplomática, que representa un negocio sin precedentes en un lapso de tiempo tan corto.

Algunos cálculos informales -aún no hay precisiones sobre todas las investigaciones- hablan de ganancias que superarán ampliamente el billón de dólares.

Un tercer escenario hace foco en alcanzar un tratamiento realmente eficaz.

Hoy están en pugna decenas de teorías, atravesadas por denuncias conspirativas de todo tipo, contra gobiernos y laboratorios que no quieren dejar pasar esta lotería, además de posturas naturistas, antivacunas, holísticas, y discusiones científicas más serias que aún no llegan a un consenso.

Cuando se logre, si esto ocurre, saldrá a la venta una especie de “ibuprofeno” que nos levante de la cama en tres días. Dicen.


La cicatriz

La única certeza que hoy tenemos es que cuando esta herida cierre nos dejará una gruesa cicatriz indeleble.

La Organización Mundial de la Salud estima que se cuadriplicaron los casos de personas que sufren algún tipo de trastorno en la salud mental a causa de la pandemia y de sus efectos colaterales: encierro, soledad, pérdida de empleos, cierre de empresas, violencia doméstica, hacinamiento, rutinas alteradas, cambio en las modalidades de trabajo y escolaridad, entre otras alteraciones bruscas en la vida de la gente.

Entre las patologías más severas se incluyen ansiedad, depresión, estrés, mayor consumo de sustancias tóxicas, pánico, insomnio, enojo injustificado, confusión y aturdimiento constante, frustración crónica.

Los protocolos psiquiátricos aconsejan que las estadísticas de suicidio no salgan de los círculos académicos y sanitarios, aunque varios especialistas alertaron que los números al final de la pandemia serán alarmantes.

Los trastornos mentales encabezan la lista de enfermedades discapacitantes. Y estos síntomas tardarán en normalizarse.

“Las personas que pasan tiempo en aislamiento pueden mostrar síntomas de depresión grave y síntomas relacionados con el estrés postraumático hasta tres años después” (Samantha Brooks et al, “The psychological impact of quarantine”, 2020).

Es decir, la cicatriz seguirá visible aún varios años después de “la cura”.

En términos económicos, el estrago es impactante. Sólo en México, informó ese gobierno, ya bajaron sus persianas medio millón de empresas.

La Organización Internacional del Trabajo publicó que en el primer semestre de este año se perdieron 190 millones de empleos formales de tiempo completo en el mundo, de los cuales unos 25 millones pertenecen a América: 12 millones en EEUU, ocho millones en Brasil, dos millones en México y medio millón en Argentina.

Y que 2.500 millones de trabajos, formales e informales, han sufrido severas mermas de productividad y salario.

A su vez, el Banco Mundial proyectó que al final de 2020 más de 50 millones de personas habrán caído bajo la línea de pobreza sólo en el continente americano.


Tan lejos del Río de la Plata

Como ya vemos, ninguna nación saldrá ilesa de esta hecatombe. Con cuarentenas más rígidas o más flexibles, la pandemia está produciendo destrucción en todos los frentes: económico, sanitario, laboral, psicológico, social, familiar, personal.

Ahora, si bien Brasil ya perdió ocho millones de empleos formales, es la octava economía más importante del mundo y le sobra espalda para aguantar y recuperarse. Igual que México, con casi dos millones de bajas, está en el puesto 15 de las naciones más ricas y es socio dilecto del país más poderoso del planeta, EEUU.

Por el contrario, Argentina ingresó a la pandemia en un contexto semi catastrófico, con un 50% de inflación, el 40% de la población en la pobreza, una recesión asfixiante y una deuda externa e interna descomunal.

El Fondo Monetario Internacional pronosticó que la caída de la economía mundial al final del año rondará entre el 9% y el 10%, mientras que en Argentina algunos economistas estiman que el desplome podría llegar al 15%.

Los que ya estábamos mal estaremos aún peor y hay que comprender que esta crisis no se resolverá en un año ni en dos. Ni siquiera en una década, aún si desde mañana mismo empezáramos a gestionar como Corea del Sur o Nueva Zelanda, y pese a las promesas idílicas de nuestros líderes, expertos en llevar al país de un fracaso a otro desde hace un siglo.

Los problemas estructurales que arrastra Argentina requieren de mucho tiempo y constancia para resolverse. Y citamos un solo ejemplo de tantas carencias: la brecha educativa -desigualdad de oportunidades- requiere de al menos tres décadas para igualarse, según los expertos. Y esto si comenzáramos hoy.

En un contexto nacional muy complicado, Tucumán lidera la mayoría de los índices negativos, aún frente a las empobrecidas provincias vecinas.

En 2021, según el Indec, siete de cada diez niños tucumanos habrán caído por debajo de la línea de pobreza.

Con el 70% de nuestra infancia con profundas carencias estructurales y de oportunidades no es una predicción agorera sostener que no hay futuro: es científico.

El ex gobernador José Alperovich dejó una provincia con graves deficiencias estructurales y un Estado macrocefálico y clientelar a más no poder, aunque disimulado por las cuentas ordenadas gracias al viento de cola que sopló desde un kirchnerismo inicial, favorecido por el inusual ingreso de dólares de la exportación agrícola.


Manzur, la nada misma

Su heredero y ex aliado, Juan Manzur, recostó la total ineficiencia de su primera gestión en los repetidos fracasos macroeconómicos del macrismo. Como si durante el kirchnerismo Tucumán hubiera sido Suecia. Como si en 2010 no hubiera habido un 40% de pobres y una inseguridad pasmosa. O como si en 2013 no hubieran habido saqueos con varios muertos que pusieron a la provincia al borde de la guerra civil, lo mismo que en 2015, con una elección vergonzosa que puso a la sociedad en pie de guerra.

O como si hoy, ya sin Macri para culpar, la provincia no batiera récords históricos de homicidios.

Primero fue el macrismo y ahora es la pandemia. Manzur siempre encuentra una hamaca paraguaya sobre la que recostar su ineficacia.

Con un Poder Legislativo que es un festival de acoples (pymes clientelares disimuladas) y un Poder Judicial de familiares que no controla a sus pares, el Ejecutivo, en una especie de eterna siesta, observa pochoclo en mano el lento derrumbe de un territorio que supo hacer historia.

Mientras explotan las cloacas, la gente no tiene agua o se inunda, te matan por un celular y crecen las pobreza y el desempleo, nuestra dirigencia tiene como máxima prioridad en su agenda las próximas elecciones.

Por eso cajonearon la reforma electoral prometida en 2015, para que en los comicios de 2023 la orgía de acoples siga intacta. Financiada por el Estado, obviamente.

La covid-19 está haciendo estragos en el mundo, en una situación inédita en la historia de la humanidad y el desconcierto alcanza hasta a las mentes más lúcidas.

Sin embargo, en Tucumán la epidemia más peligrosa es la política, más contagiosa que el coronavirus, y que ha causado más víctimas que cualquier enfermedad en los últimos 90 años.

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