Dos hechos que estructuran y desestructuran la semana también articulan y desarticulan la historia de los argentinos. El primero acontece mañana, cuando se cumplirán 210 años del natalicio del mayor y más vigente de los próceres que Tucumán dio a la construcción de este país: Juan Bautista Alberdi. El segundo aconteció ayer, cuando el Senado de la Nación encaró la media sanción del proyecto oficialista de Reforma Judicial, y con ello emprendió un camino a contramano de la historia. Y sobre todo, en contrasentido respecto de Alberdi.

Nacido en el año de la Revolución de Mayo, Alberdi fue contemporáneo de dos horrores: la guerra de la independencia y la guerra civil. Por eso preconiza un presidencialismo fuerte, pero limitado mediante las leyes. De lo contrario, al país le espera el “Martín Fierro”. La organización de la Argentina que concibe el más ilustre de los tucumanos, entonces, gira en torno de dos ejes: la democracia y el orden. Lo radiografía el constitucionalista Rodolfo Burgos en su ensayo “Del Ejecutivo fuerte a la hegemonía”, que compone el libro “Juan Bautista Alberdi. Apología y crítica de su pensamiento”, compilado en 2010 por Carmen Fontán.

Alberdi -distingue Burgos- reconoce tres matices en el concepto de democracia. En el “Fragmento preliminar de al Estudio del Derecho” aparece el “fondo”. “La representación y la democracia no son ya formas de gobierno. La democracia es el fondo, la naturaleza misma del gobierno, y la representación es un medio indispensable de la democracia. Donde la democracia no existe, no hay sociedad política”. Por eso alerta el prócer que “confundir el fondo con la forma” es un absurdo que engendra males. “El fondo de la democracia reside en el principio de la soberanía del pueblo. (…) Con tal que la soberanía del pueblo exista y sea reconocida, importa poco que el pueblo delegue su ejercicio en manos de un representante, de varios o de muchos. No importa que sea república o aristocracia o monarquía: siempre será democracia mientras sus representantes confiesen su poder emanado del pueblo”.

La advertencia es liminar: en nombre de la democracia puede haber república o pueden haber otras cosas. Y en el segundo matiz que distingue Alberdi, él deja en claro que la historia de la parición misma de esta nación, nacida a sangre y fuego, no da lugar a “otras cosas”.

El merecimiento

La democracia, en lo referido ahora a la forma de gobierno, es para Alberdi sinónimo de república, opuesta a la monarquía. Y Burgos repara, para este caso, en las “Bases”. Allí Alberdi recuerda que se libró una guerra de 20 años para cambiar una monarquía por una república. Habría que librar “una guerra sin término” para deshacer la gesta. “La república es entonces la única forma posible de Gobierno”, sintetiza el docente de la UNT. Alberdi agregará algo más. “El problema del gobierno posible en la América antes española no tiene más que una solución sensata, que consiste en elevar nuestros pueblos a la altura de la forma de gobierno que nos ha impuesto la necesidad; en darles la aptitud que les falta para ser republicanos; en hacerlos dignos de la república que hemos proclamado, que no podemos practicar hoy ni tampoco abandonar; en mejorar el gobierno por la mejora de los gobernados; en mejorar la sociedad para obtener la mejora del poder, que es su expresión y resultado directo”.

Alberdi dice que a las repúblicas se las “merece”. Que hay que ser digno de ellas. Y que son los gobiernos los que deben elevar a sus pueblos a la dignidad republicana. Eso se consigue ejerciendo la república, lo cual redundará en beneficios comunes, por oposición a los sistemas de privilegios estamentarios. Si los gobiernos reniegan de la república, entonces consideran que sus gobernados no son dignos de ella. Y asumen que no merecen ser ciudadanos (eso es todo miembro de una república), sino que deben volver a la condición de súbditos. Y que no ameritan más gobernante que un monarca. Ni otra ley que el antojo de su graciosa majestad…

La libertad

El tercer matiz de la democracia la proyecta como régimen político, como manera de gobernar, identifica Burgos.

La democracia es una república. La república es imperio de la ley y división de poderes. Es en esta ordenada gestión del poder que concibe la república donde la libertad es posible. No en la anarquía ni en la tiranía. “En la historia vemos que primero se forma el poder que la liberad; que la organización del Estado da principio por la organización del gobierno -escribe Alberdi en las “Bases”-. La libertad viene después, nunca viceversa”.

La colonización

El padre de la Constitución, casi podría decirse, cumple años mañana para recordar, con puntualidad, que la Reforma Judicial encarada ayer por el oficialismo abandona el modelo alberdiano de organización. Es decir, pasa por encima de la historia institucional de este país. O sea, atropella la república. En definitiva, embiste contra el sistema de contrapesos que el constitucionalismo alberdiano urdió para trazar un rumbo. Un camino que va del gentío de súbditos dominados por monarcas todopoderosos hacia un pueblo de ciudadanos libres gobernados por quienes nunca pueden tener más poder que el que la ley les confiere.

Eso busca una norma que apunta obsesivamente contra los 12 tribunales nacionales donde se investigan las causas de corrupción, contrabando y narcotráfico, fusionándolos con los 11 juzgados del fuero penal económico, y luego duplicándolos en número, para cubrir esas 23 nuevas vacantes con jueces subrogantes amigos. Como moneda de cambio con los gobiernos provinciales, también duplican los juzgados federales del interior. Así que Tucumán, que aún mantiene vacante el juzgado federal número 3, sumará un cuarto despacho vacío.

Esta avanzada sobre la independencia de la Justicia es sólo la puerta de acceso hacia una serie de modificaciones insondables, que serán sugeridas por una comisión de asesores entre los que se encuentran Carlos Beraldi, abogado de la multiprocesada vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, y León Arslanian, que patrocina a funcionarios kirchneristas también con causas penales pendientes. Precisamente, de los 11 miembros de este consejo, cuatro son penalistas. No se necesitan mayores confesiones acerca de cuáles son las prioridades oficiales.

El equipo de notables en cuestión podrá hacer recomendaciones nada menos que sobre el Consejo de la Magistratura (reformado y vuelto a cambiar en sentido contrario por Cristina), que propone y depone magistrados. Y podrá plantear cambios en la composición de la Corte (la que Carlos Menem llevó a nueve miembros; la que Néstor Kirchner, virtuosamente, redujo a cinco; y la que el cristinismo quiere volver a agrandar) y en su funcionamiento. La idea de convertirla en un tribunal de salas supone devaluarla para que deje de ser el máximo intérprete del control de constitucionalidad y se convierta en una mera instancia más.

Por eso es falaz la defensa oficialista que desinforma aseverando que la reforma que debate el Congreso sólo modifica estructuras que entenderán en juicios futuros y no en los ya iniciados. Están habilitando la entrada hacia la colonización de la Justicia, incluyendo la explícita vocación de manoseo de la Corte Suprema, a donde van a llevar precisamente los juicios ya iniciados.

El desequilibrio

En ese vértice del atropello institucional que ha gestado el Senado, y que aún no encuentra consenso en la Cámara Baja, es donde se redimensiona la responsabilidad del Poder Ejecutivo que concibe Alberdi. Porque el tucumano le asignó amplias atribuciones para fortalecerlo contra la anarquía, pero también le dio deberes inquebrantables para resguardar la república. “Yo no vacilaría en asegurar que de la constitución del poder ejecutivo depende especialmente la suerte de los Estados de América del Sud”, escribe en las “Bases”. Y sentencia, en el párrafo que rescata Burgos, que es la Presidencia la que está llamada “a defender y conservar el orden y la paz, es decir, la observancia de la constitución y de las leyes”.

Puesto en la lógica alberdiana, al Congreso le corresponde darle forma a las leyes, cuyo fondo interpreta la Justicia, y al Ejecutivo le cabe la manera de gobernar que propicie la república. Todo lo contrario acontece ahora. Aunque es el Congreso el que debate la Reforma Judicial que deforma la Justicia y la república, es el Ejecutivo el que ha promovido el proyecto. A la Casa Rosada habría que encontrarla al final de este proceso, con la posibilidad de vetar aquello que resisten muchos representantes en sus bancas y muchos más representados en las calles. En cambio, aparece en el inicio de este plan de república desequilibrada.

Tan malversada está la república, y tan vejado se encuentra el programa alberdiano de organización, que la Argentina ha pasado de un Congreso que actuaba como mero tramitador de los antojos presidenciales a encontrarse con un Poder Ejecutivo que luce como una extensión administrativa del Senado. Y todo ello para avasallar a la Justicia.

Lo de menos

Por supuesto, el maniqueísmo de “la grieta” y el imperio de su ocioso pensamiento binario buscarán reducirlo todo a la dicotomía entre “kirchnerismo vs. antikirchnerismo”, pero ahí también aparece Alberdi para esclarecer con su vigencia inextinguible que las personas pasan mientras que las formas de gobierno quedan.

“Este hombre, que nació con la patria, se tuteó con la historia y decidió orientar su rumbo. (…) Había sido claro en 1842 cuando expresó que Juan Manuel de Rosas ‘era lo de menos’”, evoca Irene García de Saltor en su ensayo “Alberdi: el profeta del cambio”, que abre el libro “Alberdi” (1986), cuya editora es Lucía Piossek de Zucchi. “Aquella expresión, ‘Rosas era lo de menos’, podría constituir una muestra más de la racionalidad del pensamiento y el obrar de Alberdi (anota García de Saltor). No se ocupaba fundamentalmente de los hombres, sino de los hechos: su preocupación se centraba en el sistema”.

Cristina es lo de menos. Alberto también. Lo que está en juego es el sistema de gobierno que se quiere dar a los argentinos. Si será una variación de las monarquías dejadas atrás para fundar una nación donde había un virreinato; o la república de la que somos dignos, según el tucumano que nos legó una Constitución. Lo que está en disputa es si nos corresponde la estirpe de ciudadanos o la categoría de súbditos. Todo lo cual, por cierto, desemboca también en un indeterminismo de la historia: establecer si nos merecemos a Alberdi. O no…

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