La reforma judicial y la matriz kirchnerista

“Nuestra racionalidad se basa en la idea de la transformación de lo real, pero no en la comprensión de lo real. Y este es nuestro problema hoy: la transformación sin comprensión nos está llevando a situaciones de desastre”. Boaventura de Sousa Santos, “La sociología de las ausencias y la sociología de las emergencias: para una ecología de los saberes”, Clacso Libros.

El presidente Alberto Fernández anunció el proyecto más ambicioso, en términos institucionales y políticos, de estos nueve meses de gestión, durante los que renegó explícitamente de un plan económico y en los que abjuró tácitamente de un plan de gobierno.

La reforma judicial que impulsa el mandatario es de una importancia central en las más diferentes capas de la república: desde el equilibrio de poderes hasta el valor de la justicia, pasando por la lucha contra la impunidad. La propuesta, esencialmente, busca licuar la gravitación de los juzgados donde se sustancian las causas de corrupción política, de lavado de dinero y de narcotráfico: Comodoro Py. Los 12 despachos serán fusionados con los 11 que tramitan expedientes en lo Penal Económico. Con ello suman 23. Pero cada uno mantendrá sólo una de las dos secretarías que posee. A la vez se crearán otros 23 juzgados, a los que se incorporarán las 23 secretarías desgajadas de los despachos anteriores. Resultado: 46 juzgados.

Sólo este tramo de la reforma implica la designación de 23 nuevos jueces… en algún momento. Hasta tanto, los juzgados serán cubiertos por subrogantes. Pero además se crearán 15 tribunales orales en Comodoro Py. Y se duplicará la estructura de la Justicia Federal en las provinciales. Con lo cual serán unos 130 los magistrados por designar.

Todo ello se da en simultáneo con dos circunstancias. Por un lado, la propuesta de reformar la Corte Suprema. Esto abarca desde alterar la cantidad de miembros hasta modificar su estructurar e, inclusive, su competencia, lo cual equivale a cambiar su función. Se conformó una comisión de “notables” que asesorará al Gobierno en esta iniciativa. De los 11, cuatro son penalistas, un preocupante indicio acerca de cuánto le preocupa esta materia a un proyecto político pleno en referentes procesados (ya casi ninguno en prisión). Y de estos cuatro, uno es Carlos Beraldi, abogado de la vicepresidenta. Y otro es León Arslanian, abogado de ex funcionarios “K” procesados, y ex socio de Beraldi.

Por otra parte, avanza en el Consejo de la Magistratura la revisión de las designaciones de jueces nombrados durante la gestión anterior. El oficialismo argumenta que sus nombramientos no han completado los actos que les dan estabilidad constitucional. Entre los que están en la mira hay camaristas que confirmaron procesamientos contra la vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner y ratificaron, en la causa “Cuadernos”, la existencia de una asociación ilícita presuntamente encabezada por ella.

“Es hora de tener una Justicia independiente, sobre la que no influyan los poderes mediáticos, fácticos ni políticos”, aseveró el actual jefe de Estado. Y con ese mensaje, cuya credibilidad reclama un salto de fe, expone la matriz del kirchnerismo. Una matriz intacta.


Material e ideal

La matriz material del kirchnerismo, durante el ejercicio del poder, ha sido un conflicto permanente con la independencia. Conflicto con la independencia del sector privado, que se visualiza desde “la era Guillermo Moreno” hasta la judicializada intervención de “Vicentin”. Conflicto con la independencia del periodismo, trasuntado en la malograda Ley de Medios. Conflicto con la independencia de los representantes del pueblo que opinan distinto, que significó la marginación de cuadros peronistas a la vez que la execración de los opositores, vituperados como enemigos del pueblo y traidores a la patria. Un puntal de la “grieta” que, luego, el macrismo no pudo o no quiso desterrar. En definitiva, conflicto con la independencia de realidad, que se encuentra más allá del deseo, y que supuso perseguir y multar a las consultoras que contradijesen el “relato” de que por años la Argentina tenía una inflación de un dígito. Y conflicto, fundamentalmente, con la independencia de la Justicia, cuya tarea es la defensa de la independencia de la ley, más allá del anhelo político.

El sustrato donde se anudan todos esos conflictos es la matriz ideal del kirchnerismo. Un proyecto que se asume como depositario de un mandato transformador de la realidad institucional, a la cual no se detiene a comprender. Lo que el oficialismo no entendió entre 2003 y 2015, ni tampoco entiende ahora, es que la independencia de criterios, de instituciones, de actores sociales, de dirigentes políticos y de las normas es indispensable para que la democracia funcione. La democracia es la materia y la república es la forma: los poderes que se contrapesan son los recipientes que evitan desbordes. Para que la democracia cumpla su cometido debe primar un entramado de relaciones y de oposiciones entre las instituciones, para consumar un principio tan básico como esencial: sin importar los gobiernos, nadie tenga más poder que el que la ley le confiere.

En ese punto, el kirchnerismo no es original ni tampoco único: es tan sólo el emergente de un siglo XX estragado de violencia y criminalidad estatal. En las cinco décadas que van desde la de 1930 a la de 1970, inclusive, hubo seis golpes de Estado en la Argentina: el del 30, el del 43, el de 55, el del 62, el del 66 y el del 76. Frente a tanto atentado contra la democracia, es comprensible que surja una expresión que reivindique la democracia por sobre todas las cosas. Y por romántico y políticamente correcto que suene, lo cierto es que la democracia no puede estar sobre el constitucionalismo. Por el contrario, debe primar este último, con sus tabiques normativos, sus límites legales y sus cortapisas institucionales.

No es una presunción elitista, sino nacional y popular. Un principio de memoria, verdad y justicia. Porque, como esclarece Roberto Gargarella, los derechos humanos no son hijos de la democracia, sino del constitucionalismo. Y esto se debe a la naturaleza propia de la democracia: es una búsqueda constante de mayorías. De las minorías se han ocupado las garantías constitucionales. En la Argentina, para tener derechos, no hay que armar partidos políticos y ganar elecciones, porque la Carta Magna se ocupa de la vigencia de las instituciones. Y como toda mayoría es circunstancial (el kirchnerismo fue minoría entre 2015 y 2019; y ahora lo es el macrismo), la Ley Fundamental termina protegiendo a las mayorías (de hoy) de las mayorías (de mañana). La Constitución encauza a la democracia, pero no reniega de ella.

La matriz kirchnerista no parece, por ahora, entender ese mecanismo. Por el contrario, el oficialismo cree que los votos le dan la razón en todo y le dan derecho a todo. Al “vamos por todo”. La ley, por tanto, no está para ser cumplida, sino para ser reformada. Es todo un lema para quienes no se asumen gobernantes con derechos y deberes, sino reformadores de la realidad. Lo cual conduce a destinos desastrados, como el hecho de que el kirchnerismo está reformando lo que antes ya había cambiado en nombre de que era lo mejor para el pueblo...


Cambiar los cambios

Durante la presidencia de Néstor Kirchner (2003-2007), el Congreso destituyó a la mitad de los miembros de la Corte de la Nación, que eran nueve. El fallecido jefe de Estado, con Alberto Fernández como jefe de Gabinete, aborrecía la “mayoría automática” de la década de Carlos Menem y primero resolvió dejar en siete los jueces supremos. Luego, se avanzó con una ley que los redujera a cinco. Siendo senadora, Cristina Fernández abogó desde su banca en 2006 en favor de ese proyecto. “Estamos ante un hecho que si debiera agregarle un adjetivo tendría que ser el de inédito, porque es la primera vez en la historia argentina que alguien, pudiendo nombrar dos miembros de la Corte sin modificar una sola coma del ordenamiento legal vigente, renuncia a ello y retoma el camino de los cinco miembros”, planteó.

En 2016, el propio Alberto Fernández, aunque distanciado de su actual compañera de fórmula, reivindicaba el actual modelo de Corte Suprema. “La Corte es una institución del país. Nació con cinco miembros. Cristina tuvo el mérito de volver a cinco miembros, para que no se juegue con el número de jueces para tener jueces adictos... La Corte tenía cinco miembros, y debe tener cinco miembros. El resto es todo una fantasía”, sentenció.

Con el Consejo de la Magistratura ocurrió otro tanto. Fue incorporado a la Carta Magna en la reforma de 1994, con Cristina como convencional por Santa Cruz. En 1997 lo regula la Ley 24.937: ese año, la actual vicepresidenta estuvo en las dos Cámaras: renunció al Senado y asumió como diputada. Luego, ella misma fue una de las artífices de la modificación del Consejo en 2006, cuando redujo su composición de 20 a 13 miembros. ¿La razón? Se dijo que la institución era lenta, ineficiente y corporativa, así que con menos integrantes sería dinámica. ¿El resultado? El predominio del oficialismo. En 2013, ya como Presidenta, vino la reforma de la anterior reforma. ¿La razón? La “democratización de la Justicia”. ¿El resultado? En abierta contradicción con la primera modificación, pasó de 13 a 19 miembros... Ahora planean cambiarlo otra vez.

Que la ley no esté para ser cumplida sino para ser reformada conduce, también, a confines desastrosos. Los que se asumen transformadores de la realidad, antes que hombres y mujeres de Estado que deben comprender la independencia de las instituciones, no entienden (o no quieren entender) que en el Estado de Derecho transgredir las normas no es revolución, sino delito. Pretenden que la legalidad es en realidad un perverso mecanismo de sojuzgamiento de las oligarquías. Se victimizan cuando se les pide que rindan cuentas de sus actos reñidos con el orden jurídico. Y promueven el escarnio público de quienes quieren hacer cumplir la ley. Todo ello en nombre de que el pueblo los eligió en las urnas y que eso los autoriza a todo.

El camino que elige tempranamente Fernández continúa en la senda kirchnerista, pero en un escenario distinto que el del nacimiento de esa expresión. No recibe el país de un Gobierno que renunció ni el electorado ha estallado en 1.000 mosaicos. Al frente del oficialismo, que ganó con el 48% de los votos, hay una oposición que obtuvo el 41% de los sufragios. Casi medio país votó contra la matriz “K”. Y, probablemente, la mitad de los que votaron al mandatario tampoco sufragó por esto. El Presidente se está jugando mucho más que un proyecto.

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