El último refugio antes de seguir incendiando Tucumán

El último refugio antes de seguir incendiando Tucumán

Al fuego no lo generaron rayos ni centellas. Alguien lo encendió en San Javier, por inconsciente o por dañino. Lo del sur provincial, en el cerro Quico, también les genera dudas a los vecinos de Yánima y de El Corralito. “Esto no tiene precedentes”, sostienen, atentos a la dirección del viento sobre el que cabalgan las llamas. Una cosa es contemplar en una pantalla cómo se queman Australia o California; otra inquietarse con la tragedia cordobesa o litoraleña; hasta que de pronto el humo se detecta a simple vista y las fichas terminan de caer. Es necesario que el fuego llegue a casa para escuchar las alertas que los especialistas vienen lanzando desde hace rato. Política de los hechos consumados se llama. Hijos del rigor. Pero claro, es más fácil echarle la culpa a la sequía.

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Misiones designó al primer ministro de Cambio Climático de América Latina. “Hay que pensar global y actuar local”, sostiene Patricio Lombardi, un ferviente defensor de la causa ambiental que vivió muchos años en Estados Unidos -llegó a trabajar en la administración de Jeb Bush en el Estado de Florida- y genera ideas que a muchos le suenan extravagantes y a otros, revolucionarias. Lombardi pretende lanzar una “criptomoneda verde”, bonos que deben adquirir las empresas que dañen la naturaleza. Pero se propone ir de a poco, preocupado de movida por las irreversibles modificaciones que viene sufriendo el ecosistema en la región. La deforestación en el sur de Brasil y en Paraguay es arrolladora y Misiones, uno de los santuarios de la biodiversidad argentina, a la que no le faltan sus problemas internos en materia ambiental, va quedando arrinconada.

Al Kurtz de Joseph Conrad no podía caberle otro destino que la alucinada visión del horror en las profundidades del río Congo. Otra selva, la misionera, desató en Horacio Quiroga pulsiones de amor, de locura y de muerte. En su casa, remanso impostergable a pocos minutos de las ruinas de San Ignacio, la tierra, los pájaros y un verde conmovedor invitan a encontrarse con el mundo desde las profundidades de otro tiempo. Son cápsulas en las que las horas, si corren, obedecen a reglas distintas. Quiroga, como Conrad con el África, pintó a Misiones con una potencia devastadora. Será que la selva lo capturó hasta permitirle abrir ese tercer ojo que todos mantenemos atrofiado y percibir su esencia. Quiroga vio donde otros miran y contarlo lo llevó al límite. Tal vez era el precio que debía pagar.

Tucumán, bella, diversa y atrapante como Misiones, parece resignada, inerte ante las palizas que a diario se les propina a la flora, a la fauna, a los ríos, al aire.

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La ética ambiental tiene un padre, Henry David Thoreau. Para los síntomas de alienación social que Thoreau había detectado diagnosticó un regreso a la vida natural. Él mismo puso manos a la obra y marchó al bosque. No había rascacielos ni redes sociales, eran los mediados del siglo XIX. Si Thoreau se percatara de lo que sucedió en los siguientes 150 años se arrancaría, uno por uno, los pelos de la frondosa y combativa barba que se dejó crecer.

Hay una narrativa en Thoreau que prescinde del dogmatismo porque jamás pretendió convertirse en modelo ni pidió que lo imitaran en su cruzada. No fue más que un hombre decidido a mirar las cosas desde otra perspectiva. Un filósofo y un naturalista, sí, pero sobre todo un humanista que vislumbró lo que se venía: la fiebre del consumo, la adoración a la diosa tecnología, la explotación de los recursos naturales... Ante eso, aconsejó regresar a las fuentes. Le puso el cuerpo, instalándose en una cabaña en el medio del bosque, y así -en sus palabras- consiguió “chupar toda la médula de la vida”.

Cuando, como Thoreau, se tiene la certeza de que no poseemos cosas, sino que son las cosas las que nos poseen a nosotros, todo se hace cristalino. Cuantas más cosas tenés, más pesada es la carga, subraya Thoreau. Ahí están las plantas, los animales, los ríos. ¿Qué tienen? Nada. Y tienen todo a la vez. Y entre tanto amor, tanta alegría y tantas enseñanzas, Thoreau jamás dejaba de admirar la imponencia de sus queridos árboles.

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Hablemos de árboles.

De las bahuinias del pasaje García (foto) que han recibido la distinción que la Sociedad de Amigos del Árbol y el municipio confieren cada año. Son “árboles notables”, concepto que no quita la certeza de que todos y cada uno de los árboles que nos acompañan son maravillosos, únicos y, por supuesto, en sí mismos “notables”.

Todo amigo es a la vez un defensor, así que la entidad podría llamarse -con la misma justicia- Sociedad de Defensores del Árbol. Al mínimo descuido, nuestros árboles se talan, se mutilan, se pintan, se destrozan. A los retoños que los reemplazan hay que amurallarlos y ni así están a salvo de la insólita pasión arboricida que caracteriza a buena parte de la tucumanidad. Hay gente muy preocupada y muy ocupada por estas prácticas que conspiran contra la calidad de vida de los árboles y, de paso, contra todos los beneficios que el arbolado le proporciona a otra calidad de vida no menos vapuleada: la nuestra. Gente que, más que agradecimientos, necesita colaboración.

El de las bahuinias del pasaje García, en pleno barrio Norte, es un fenómeno virtuoso de cooperación impulsado por un vecino -Pedro Boggiato- que contagió al resto de la cuadra. El espectáculo de la floración de esos patas de vaca regala una hermosa rivalidad con el colorido de los lapachos. Es la primavera tucumana genuina e incomparable.

Si hablar de árboles es sanador (la alegría de la vida natural que pregonaba Thoreau), y si disfrutarlos en directo resulta impagable, ¿por qué tan poco esfuerzo de la sociedad por cuidarlos y multiplicarlos? Para elogiar a quienes derrochan nobleza y amabilidad se dice que son de buena madera. Falta buena madera entonces, esa que hace falta para sumarse a ONG como los Amigos del Árbol y todas las dedicadas cuidar lo que el resto desprecia: el medio ambiente.

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No es que la pandemia cope circunstancialmente la agenda informativa. De uno u otro modo, desde hace décadas, siempre hay un motivo para relegar a un segundo plano cualquier noticia o debate referido a la degradación de los ecosistemas. O peor: se lo desnaturaliza, como en Estados Unidos, donde la opinión pública no discute sobre los efectos del cambio climático, sino que se cuestiona -por obra y desgracia de influyentes campañas- si el cambio climático realmente existe. Y no es que por estas playas las cosas sean tan diferentes.

Esa tensión entre la responsabilidad ciudadana, el desarrollo social y los intereses económicos tiene hasta aquí claros vencedores. Hay un mundo que ha decidido mirar para otro lado mientras el extractivismo se lleva puestos bosques, selvas, especies, suelos y cursos de agua. Los que alertan representan una minoría fácilmente ridiculizable. Como la admirable Greta Thunberg, candidata al Nobel de la Paz, a quien le dijeron y le dicen de todo. Lo de siempre: matar al mensajero. Puede que esta marea esté cambiando y que las nuevas olas nos hagan parte de un mar mucho más empático y responsable. Así, en lugar de aplaudir a bomberos y pilotos de aviones hidrantes, lo que realmente importará es prevenir los incendios.

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El fuego, como cada elemento, es un cántaro inagotable de metáforas. Tucumán ofrece también una tentadora invitación a metaforizar cada una de sus aristas. No siempre para mal, ¿o no representan las bahuinias del pasaje García un ejemplo de lo que somos y, a gran escala, podríamos ser? Es una visión optimista e inocente, de acuerdo, pequeñísima en comparación con todo lo que nos enoja, nos frustra, nos insufla ganas de pegar el portazo.

¿Hablar de árboles en plena escalada de casos de covid-19? ¿Hablar de árboles durante el entreacto del lamentable sainete al que leivas y pedicones le reescriben cada día los parlamentos? ¿Hablar de árboles cuando los índices de pobreza, de marginalidad y de desempleo nos recuerdan por dónde transcurren las verdaderas carencias del pueblo tucumano?

Hablemos de árboles, sinónimos de vida. Silenciosos, leales, magníficos, cercanos. Puede que estén ahí para ayudarnos a configurar un nuevo orden de prioridades.

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