La reforma de la Corte y el final del relato

“Se ha llegado a la paradójica situación de que la gente ya no se cree nada y, a la vez, es capaz de creer en cualquier cosa”. Alex Grijelmo, en su libro “La información del silencio”. Taurus, 2012.

Ha quedado expuesto que uno de los mayores servicios que Alberto Fernández le brindará a la Argentina es la extinción del relato kirchnerista.

La evidencia más palmaria es el inenarrable proyecto impulsado por el Presidente para ampliar la Corte Suprema de Justicia hasta la elefantiásica cifra de 25 miembros. Presentó la iniciativa en una reunión a la que convocó a los gobernadores (18 acudieron al encuentro), con lo cual la propuesta por poco y les fue ofrecida como el sueño del juez supremo propio. En términos institucionales, obviamente, hablamos de convertir el máximo estrado judicial argentino en un comité de delegados de mandatarios provinciales, Esos que, en la mayoría de los casos, son dependientes del financiamiento nacional. Es decir, quieren convertir a la Justicia en un trueque de Aportes del Tesoro Nacional por fallos de los nuevos magistrados (por así decirles). Lo que se dice, una Corte de sátrapas, para una institucionalidad que replique el modelo de un mercado persa.

La máxima argumentación lograda por el Ejecutivo nacional para justificar que la Justicia desaparezca como poder del Estado (y, junto con ella, todo el sistema republicano) consiste en que se quiere “federalizar” el alto tribunal. Hoy lo integran Horacio Rossati, oriundo de Santa Fe de la Veracurz; Carlos Rosenkrantz, nacido en la ciudad de Buenos Aires; Juan Carlos Maqueda, de Río Tercero (Córdoba) y Ricardo Lorenzetti, nativo de Rafaela (Santa Fe). ¿Cómo se federaliza un cuerpo colegiado de cinco miembros donde sólo uno es del “puerto”?

Precisamente, aún hay una vacante, que podría ser para un jurista del Norte Grande, de Cuyo o la Patagonia. Es la que dejó Elena Highton de Nolasco, oriunda de Lomas de Zamora, nominada por Alberto Fernández cuando era jefe de Gabinete de Néstor Kirchner y cuando la Corte era bastante poco federal (aunque el ahora mandatario nacional no se quejaba), considerando que también la integraban Carmen Argibay y Raúl Zaffaroni, ambos porteños.

Contrarrelato y antinestorismo

El proyecto para reformar la Corte es el fin del relato kirchnerista, primeramente, porque en sí mismo es un contrarrelato: equivale a predicar “anti nestorismo”. Néstor Kirchner accede a la Presidencia en 2003 con un exiguo 23% de los votos luego de que Carlos Menem -había terminado primero- decide no presentarse en el balotaje. A la legitimidad que le negaron “de origen” la buscó “de ejercicio” y desmontó la Corte menemista (el entonces diputado tucumano Ricardo Falú tuvo un papel rutilante en la comisión de Juicio Político de la Cámara Baja) para llenarla de juristas de fuste. La prioridad era consagrar un alto tribunal en el que importara la idoneidad de los miembros, sin importar de donde vinieran. Esa Corte es uno de los mayores de la Presidencia de Kirchner a la institucionalidad de este país.

“Federalizar la Corte” es un argumento que no sólo adolece de nula credibilidad: sustancialmente, carece de toda verdad. Y un relato sin un viso de verdad no es un relato, es una mentira.

Para quienes adscriben a un relato, se trata de un conjunto de verdades que por fin emergen tras décadas de haber estado ocultas por las clases opresoras. Para quienes se oponen, es una artimaña que consiste en traficar un embuste maquillado por cien verdades. Pero sea uno u otro el caso, siempre hay algo de verdad. En este caso, resulta indisimulable que el cuarto kirchnerismo está dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de no comparecer ante la Justicia por “La ruta del dinero K”, en la que fue condenado Lázaro Báez a 12 años de prisión en 2016; por el expediente principal de “Los cuadernos de la corrupción”; por el presunto direccionamiento de obras en favor de Lázaro Báez en la causa “Corrupción en la obra pública”; y por el supuesto uso de aviones oficiales para trasladar desde muebles hasta diarios a Río Gallegos y El Calafate.

Detrás de ese objetivo, no buscan ninguna federalización, sino una feudalización de la Corte.

La novela que no es

En la relatocracia, la narrativa se opone a una agenda política de propuestas. Por eso este cuarto gobierno K nunca tuvo un plan económico: asumió que no lo necesitaba porque para eso estaba el relato. Ese relato, todo relato, es la novela del poder.

El problema de raíz es que la “novela” de “Alberto Presidente” ni siquiera se comenzó a escribir y ya pasó la mitad del mandato. Cristina Fernández de Kirchner no se ahorró ni el menor de los gestos para minar la autoridad del hombre a quien ella personalmente eligió como compañero de fórmula. Por carta, hizo dos veces que cambiara de ministros. La segunda vez, una docena de funcionarios de primera línea presentó su renuncia, amenazándolo con el vacío de poder. En la “novela del poder” hay un solo protagonista principal: las creaciones bicéfalas sólo están reservadas a las mitologías.

Todo relato confiere a quienes lo adoptan una identidad compartida. Esto se debe a que la narrativa ocupa, discursivamente, una fractura: llena un vacío o da la revancha a una desilusión.

El inconveniente es que este cuarto gobierno K encarna, en sí mismo, una desilusión. Una frustración para los kirchneristas críticos, que no ven un rumbo claro en la gestión; y también para los fanáticos, que intentan diferenciar el “albertismo” del “kirchnerismo”. Ya no hay identidad compartida. Sólo el rezongo maniqueo del “Ah, pero Macri…”.

Es que el relato es, también, una estrategia de comunicación política, que apela a las emociones y sobre todo a las aspiraciones de determinado colectivo social.

Pero el Gobierno viene empecinado en fracasos estructurales, no según la prensa sino según el Indec. A modo de síntesis, aunque este no es un gobierno neoliberal, las consecuencias de sus políticas (o de la falta de políticas) genera consecuencias iguales (pobreza, desocupación, hambre) y hasta peores (gasto público elevado, depreciación de la moneda, desabastecimiento e inflación galopante) con respecto a las experiencias neoliberales.

Sesgos y espirales

Finalmente, entre los elementos que enumera el profesor en Opinión Pública de la UBA y en Psicología Política de la Universidad de Belgrano, Orlando D’Adamo, el relato opera en los seguidores sobre el “sesgo de confirmación”: en la narrativa del poder, la mayoría encuentra la validación de sus creencias o de sus interpretaciones. Y a la vez, trabaja sobre una “espiral de silencio”: la minoría calla porque le teme al linchamiento virtual.

Según Alex Grijelmo, “en este mundo de la poscensura, quienes se manifiestan al margen de la tesis dominante recibirán una descalificación muy ofensiva que actúa como aviso para otros marineros. Así, la censura ya no es ejercida por el gobierno o el poder económico, sino por grupos de miles de ciudadanos que no toleran una idea discrepante, que se retroalimentan entre sí y que son capaces de linchar a quien atente contra lo que ellos consideran incontrovertible y que ejercen su papel de turbamulta incluso sin saber muy bien qué es lo que están criticando. Esta inquisición popular contribuye a formar una espiral de silencio, que acaba creando una apariencia de realidad y de mayoría, cuyo fin consiste en expulsar del debate a las posiciones minoritarias. En este proceso, la gente se da cuenta pronto de que es arriesgado sostener algunas opiniones y desiste de defenderlas, para mayor gloria de la posverdad, la posmentira y la poscensura. Así, el círculo de la manipulación queda cerrado”.

El caso es que, después de las elecciones del año pasado, son mayoría quienes no se sienten identificados con el relato y han derrotado a los relatores en las urnas. Y los que son minoría, es decir los kirchneristas, están linchando al propio Gobierno.

Fase por fase

El relato kirchnerista llega a su fin porque atraviesa, justamente, su última fase. D’Adamo enseña que todo relato político experimenta cinco fases.

La primera es la creación de los valores fundacionales. Y el relato populista, como explica María Esperanza Casullo en “¿Por qué funciona el populismo?” (Siglo XXI Editores, 2019), ensaya un mito: hay un héroe, que es dual: es el pueblo más el líder; hay un daño: el pueblo no es feliz porque alguien lo ha traicionado; y hay un villano, que también es dual: el FMI en América Latina, más un traidor interno, que son “las oligarquías” en la Argentina.

La segunda es el triunfo legitimador. Aquí emerge el discurso propio y la identificación de amigos y enemigos, con creciente hostilidad.

La tercera es un estado de cronificación. La retórica se vuelve estereotipada, reiterativa, agresiva, desconectada de la realidad. Ya no hay narración, sino dogma: hay soldados de la causa y catequistas. Opera la verticalización absoluta y la personalización de la política.

La cuarta es la desarticulación, la contradicción y la pérdida de la mística. El relato, para entonces, ya es sólo sostenido por el “núcleo duro”.

La quinta es el fracaso del relato ante la realidad y eso abre el camino al triunfo opositor. Porque, en términos pragmáticos, la oposición nunca gana: son los oficialismos los que pierden. Esta es la fase del relato fallido. Es decir, el fin del relato.

La paz armada de Tucumán

No hay kirchnerismo viable sin relato. Ese silencio resuena en Tucumán. Ayer, mientras Juan Manzur brindaba su primer informe como jefe de Gabinete al Senado, en las adyacencias de Casa de Gobierno especulaban con que tal vez no comparezca una segunda vez ante la Cámara Alta: eufemismo para no decir que barruntan su regreso al sillón de Lucas Córdoba.

Nada ha dicho al respecto el ministro coordinador, pero quienes van y vienen de Buenos Aires sostienen que hay una lógica cada vez más insistente en las salas de espera de los aeropuertos y en los antedespachos de la Casa Rosada: desde el Palacio que mira a la Plaza de Mayo es cada vez más difícil “construir” un proyecto político para 2023. En cualquier nivel. Hasta el punto de que a diario se actualizan los rumores de encumbrados funcionarios de origen bonaerense que están preparándose para regresar a sus distritos municipales. Dicho en peronismo explícito, hay riesgo de estampida.

No es casualidad que, frente a este hecho, “El Grupo de los Seis” intendentes que tiene al taficeño Javier Noguera como su referente más visible haya dado un segundo paso: de ser un foro de jefes municipales, una decena de legisladores y dos docenas de delegados comunales que hablan de política pasaron a conformarse en una línea interna del oficialismo. Manzurista y kirchnerista. Lo que en el verticalismo peronista equivale a que están velando las armas para enfrentar al jaldismo.

Y el jaldismo, desde las PASO, demostró que está preparado para dar cualquier pelea. Y de manera aguerrida. La ferocidad con que se libró la primaria abierta para definir las listas de diputados y de senadores es el preaviso de lo que puede representar un enfrentamiento por la sucesión del manzurismo. El jaldismo perdió, pero su lucha no fue en vano: terminó con el 40% del voto peronista provincial. No le alcanza para ganar, pero le sobra para que cualquier intento de dejarlo fuera de 2023 haga perder a quienes lo desplacen.

El oficialismo inicia oficialmente su período de paz armada.

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