LA GACETA en Qatar: Amar, gozar, sufrir… los mandatos de la Scaloneta en una noche a corazón abierto

LA GACETA en Qatar: Amar, gozar, sufrir… los mandatos de la Scaloneta en una noche a corazón abierto

Miro a Messi. Está agotado, pero de algún lado saca fuerzas. Enfoca a la tribuna, busca a su gente; después al banco, a sus compañeros, al cielo. Se abraza con todos. Miro a “Dibu” Martínez. Hasta hace un rato no podía creer en su mala suerte, culpa de uno de esos goles que todo arquero odia a muerte, cuando un desvío lo deja inerte. Pero “Dibu”, cuando Australia inventó el tiro del final, lo tapó con su humanidad completa, que es descomunal. Valió un gol; lo sabe. Él también quiere estar en todas partes, es una explosión de júbilo ambulante. Miro a Julián, crack con cara de niño, saliendo eyectado hacia la cancha para celebrar. Miro el césped y encuentro un equipo que la pasó mal cuando tenía todo para dormirse en el mar de la tranquilidad. Pero el suplicio concluyó, ya estamos entre los ocho mejores. Por eso miro, compruebo, me llega, un tremendo grito liberador.

Miro la libreta y descubro una sucesión de interrogantes. La Selección no encuentra el camino, Australia está cumpliendo bien su libreto, nos falta movilidad, ¿quién gambetea? No llegamos nunca… Y más abajo, casi dando vuelta la hoja, subrayado, dice “Messi”. Y punto. Y en el apartado segundo tiempo, con trazo grueso, aparece “Julián”. Y luego “De Paul”. Ya no son conceptos, apenas nombres trazados con la letra temblorosa de los nervios. Y más allá no hay nada escrito, porque ya habitamos el terreno de la emocionalidad pura. Entonces la fatalidad se ensaña con Enzo Fernández, involuntario colaborador del descuento australiano, y el tiempo deja de correr. Miro el reloj en la pantalla gigante y está clavado, jamás avanza.

Se me vienen a la cabeza los octavos de final del Mundial de Brasil. Fue 1 a 0 contra Suiza, con gol agónico de Di María cuando los penales eran una fija. Ese día el partido tampoco se acababa, hasta que tras un entrevero en el área los inventores del chocolate se perdieron el empate. Hubo memes que mostraban al Papa frenando la pelota en la línea. “Alguna van a tener”, dicen todos en la tensión del palco de prensa. Y tuvieron dos, porque antes de la gigantografía de “Dibu” barriendo la pelota en el área chica hubo otro cruce increíble de Lisandro Martínez. Lo celebró como un gol, por supuesto.

Las frases hechas se vienen a la cabeza, empujan, reclaman ser tecleadas. Si no sufrimos no sirve; si no es con angustia no es Argentina; cada triunfo es un parto de nalgas. Ahí están, eran ineludibles. Siempre nos preguntaremos por qué terminamos padeciendo partidos que parecen servidos para el disfrute. Qué curioso este goce nacional, reiterado como si se tratara del guión de una película. En algún momento daba la sensación de que podían jugar dos días y Australia nunca haría un gol. Y resulta que en los últimos minutos se transformaron en los Wallabies empujando un scrum. Un pasaje de 10 o 15 minutos de juego fracturado, sin medio campo, con la Selección perdiendo cuatro situaciones clarísimas de gol y la certeza de que “una van a tener…”

Repaso el partido que acabamos de ver en el estadio Ahmad Bin Ali y está claro que el primer tiempo fue malo. Entre los dos equipos se arreglaron para tirar una vez al arco y fue gol de Messi. Todo trabado, ultraestudiado, impreciso, monótono. Si no fuera la Selección la que se está jugando el pasaje a los cuartos de final el aburrimiento resultaría mortal. Y en el inicio del complemento, esa máquina de correr, presionar, recibir, girar y cuidar la pelota como el juguete más esperado de la Navidad, este Julián Álvarez que no tiene techo, estira las cifras con una avivada monumental. De Paul inició la presión, el arquero Ryan hizo agua y Julián la mandó a guardar despacito. Por supuesto que la palabra goleada se dibujó en varias conjeturas. “Ahora viene”, decían. ¿Viene? La historia del partido tenía otros planes.

Miro el fixture y me saluda un viejo compañero de ruta. Países Bajos, la Holanda de toda la vida. Será dentro de seis días, que parecen una eternidad pero transcurrirán volando. Miro, en el recuerdo, la final del 78 y los penales del 2014. La sonrisa no me traiciona. También el 0-4 del 74, cuando Cruyff nos dio un baile infernal. Y después me saluda Bergkamp bajando la pelota con una exquisitez digna de 1.000 estrellas Michelin aquella fatídica tarde de Marsella 98. Chau sonrisa. Menos presente asoma el 0 a 0 del 2006. Una vez más el futuro es naranja, por sexta vez. Durante casi una semana analizaremos al rival con un rigor extenuante. Es el último escollo hacia el cumplimiento del mandato bilardiano: al Mundial se asiste para jugar siete partidos.

Las pantallas vuelven a Messi, a su partido número 1.000 concluido con el puño apretado, buscando aire donde no lo hay. Repiten el gol, ese que marcó tantas veces que el mundo lo sabe de memoria: de zurda rasante, inclinando el cuerpo, la pelota pasando entre la maraña de piernas y el guante derecho del arquero que nunca llegará. Todos se quedan con el gesto de un capitán exhausto, que aportó durante los 15 minutos decisivos pinceladas geniales. De Paul, reivindicado en un torneo que lo tenía en modo negativo, lo aprisiona entre los brazos, le habla al oído. ¡Ahora a descansar!

Miro los carteles que rodean el estadio, el logo del Mundial, ese Qatar 2022 replicado hasta el infinito en las calles de Doha. Pasan los hinchas felices, revoleando todo lo que tienen a mano. Esta noche no se duerme en esta ciudad. El fútbol hizo de las suyas, Argentina avanza con el corazón, tiene mucho más fútbol que el entregado ante una Australia que, casi casi, nos mete en un problemón. Ya está Lionel, ya está “Dibu”, ya está Julián. Esto sigue. Es el momento de cerrar los ojos y, al menos hasta mañana, no mirar más.

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