Por José Claudio Escribano
Nuestro oficio se halla por definición en la eterna línea de fuego. Lo saben los periodistas, y el círculo rojo de sus familias, pues comparten las mismas tensiones. No es oficio para blandos; tampoco para irreflexivos a los que identifica la lingüista argentina Alicia María Zorrilla en crónicas atropelladas: “Fallecen tres al ser asesinados”, o en esta otra: “Son dos albañiles y dos hombres que habrían sido vistos en la playa”.
Se acepta que con alguna regularidad apelemos al escudo protector del eufemismo, aunque tenga la contraindicación de que usado en demasía produce efectos letárgicos en los destinatarios de la información periodística. Deberíamos por eso revisar algunos puntos de nuestra tarea. Uno es afrontar temas tabúes.
Si la claridad es virtud, también la coherencia lo es. Antes de revisar su obra con nuevas ideas, Ludwig Wittgenstein, uno de los mayores filósofos del siglo XX, dijo que los límites de su lenguaje eran los límites de su mundo mental. Gran definición desde la perspectiva cultural. ¿Pero qué decir desde la perspectiva moral cuando el lenguaje deja de constituir una representación cabal de la realidad y actúa como espéculo de repliegues oscuros y en mutación constante de quienes hablan?
La palabra es materia prima del periodismo. Su devaluación notoria exime de explicaciones respecto de la crisis de confianza que nos afecta. La han devaluado quienes nos gobiernan y no pocos entre quienes pretenden gobernarnos en su lugar. Despojar a la política de sus disfraces y máscaras impondrá esfuerzos ingentes. El espacio público argentino está plagado de emuladores de Gianni Infantino, el abogado suizo-italiano que preside la FIFA. Hombre sensible al resultado cuantitativo de las métricas: al oírlo, se diría que lo programaron como se programa un algoritmo. “Hoy me siento qatarí –dijo Infantino, en Doha, en paroxismo transformista–. Hoy me siento como un árabe. Hoy me siento africano. Hoy me siento discapacitado. Hoy me siento un trabajador inmigrante. Hoy me siento gay…”. Se expuso al riesgo, evaluó un periodista inglés bastante audaz, de que algún escéptico forcejeara con la custodia en el afán de verificar al rojo vivo la fiabilidad de las aserciones.
Despojar a la política de la sarasa consuetudinaria requerirá más empeño, más perseverancia que el trabajo de los colegas que descubrieron el entramado de la corrupción sistémica en el poder. Eran predecibles los denuestos contra esos colegas. A veces fueron atacados por quintacolumnas enquistadas en nuestras filas.
En algunas oportunidades ocurrió de forma abierta; en otras, de manera sibilina, con esa flauta de falsa beatitud con la que algunos convocan a mediatizar al periodismo combativo de la corrupción y el desgobierno. Sueltan las propuestas reactualizadas de códigos de ética que conocimos en los 90 y que pretendían licuar las denuncias sobre la corrupción menemista. Tantos agravios tendrán la máxima compensación cuando se logre limpiar la política de quienes lucran indebidamente, escandalosamente con ella.
Una ilustre tradición periodística privilegia, en cambio, la aplicación de las normas del ordenamiento legal positivo cada vez que corresponda por haber sido la prensa vehículo para la comisión de delitos. Por esa tradición nos oponemos a quienes pregonan la designación de los jueces por modos más directos y menos confiables, que el de los concursos por oposición y aplicación de mecanismos que garantizan su estabilidad. ¿Será necesario recordar que aquello de los “jurados populares” tiene un aire de familia, como anotaba Javier Marías, con la canalla que hace dos mil años pedía liberar a Barrabás y condenar a Jesús a la crucifixión?
Hace 25 años, como presidente de la asociación nacional de diarios y revistas que es Adepa, hoy enriquecida por el aporte de las plataformas digitales, dije que debimos haber sido más enérgicos en la crítica del gobierno militar. Fue el gobierno que implantó el terrorismo de Estado para acabar con el terrorismo subversivo asistido por otros Estados.
Hoy, me pregunto si dentro de otros 25 años alguien expresará desde la tribuna de Adepa su pesar por haber sido parte de una prensa que se abstuvo de censurar lo suficiente una grave discriminación hecha por el Estado argentino. Ha discriminado entre quienes asesinaron con el sueño de la patria socialista, y ahora andan por ahí pregonando fantasías sobre las supuestas bondades de Cuba, Venezuela o Nicaragua, y quienes por su lado se pudren en la cárcel, en muchos casos sin sentencia, y con prisiones preventivas largas en exceso.
Entre estos figuran hombres que han soportado más de una década de prisión preventiva hasta la sentencia, como el padre de quien alegó hace poco ante Bergoglio por tal circunstancia. Fue en ese sentido ecuánime la observación crítica por tal diferenciación que realizó hace poco en reunión académica Ricardo Gil Lavedra, uno de los jueces del tribunal que condenó a miembros de las juntas militares. Sabemos que otros jueces de aquel tribunal histórico, como León Arslanian, piensan de forma parecida.
Siempre hay reticencias –cómo no habría de haberlas– para abordar temas tabúes. Una encuesta realizada en los últimos años con participación de la Unesco informó que el 94 por ciento de los periodistas mexicanos confesaba autocensurarse en asuntos referidos al crimen organizado. Imagínense cuál será ese porcentaje entre quienes se abstienen de tirar de la cola del león cuando el crimen proviene de un Estado militarizado por completo.
Otro tema que está fuera de debates es el de la amnistía, o en su defecto del indulto o conmutación de penas, para quienes tienen con la Justicia cuentas que pagar por cuestiones de afinidad con lo que en el pasado se denominaban delitos políticos. Seguramente la magnitud brutal a que llegó la conculcación de derechos y garantías y el saqueo sistemático y más reciente de las arcas públicas, sumado a coimas monumentales, inhiben de formular cálculos sobre una materia que ha cruzado en no menos de 25 oportunidades la historia del país. Llena un libro el compendio de todas aquellas experiencias habidas desde la Asamblea General Constituyente de 1813.
¿Tratar cuestiones de esta índole ahondará el abismo entre los argentinos o pasarlas de largo acentuará, en cambio, la hipocresía que nos abrasa? ¿Abordarlas será condición útil para avanzar en acuerdos políticos que garanticen la gobernanza y faciliten los cambios estructurales que no pueden dilatarse por más tiempo en la Argentina atontada y desfalleciente? ¿Hasta dónde el apremio por lograr el desarrollo económico sostenido y en paz social con vasto consenso político es compatible con dolorosos renunciamientos morales?
Son preguntas que en algún momento exigirán respuesta. Entretanto, la conciencia colectiva de esta Argentina exhausta por penurias de todo orden va madurando de un modo que no trasuntan las imágenes de estadios exuberantes en funcionarios y empleados públicos bullangueros y costosos. Esas imágenes no recrean, a juicio de viejos observadores, sino un espíritu similar al de la escolta de amigos de Adhemar de Barros, el intendente y gobernador de San Pablo de los años 50. Proferían una consigna descarada que dio la vuelta al mundo: Adhemar rouba, mas faz (“Adhemar roba, pero hace”). Aquí, ni eso se ha consolidado como dudosa compensación. En la Argentina de las últimas décadas han robado de todo, hasta la esperanza en el país de los cientos de miles de argentinos que emigraron al exterior y de los que se agolpan a las puertas de los consulados con la intención también de irse. Se ha empobrecido la economía y degradado la educación pública y la seguridad individual. La violencia machista contra la mujer se ha expandido como nunca a pesar de la retórica que va en sentido contrario. Y si se ha hecho algo, como se ufanaban los fanáticos de Adhemar de Barros, ha sido que la Argentina perdiera la condición de país de advenimiento que atrajo a la inmigración y las inversiones con las que cimentamos la vieja época de grandeza nacional.
Entre los premios anuales de Adepa hay una categoría reservada a las caricaturas y el humor. Esa disciplina amortigua los efectos de algunas declaraciones periódicas que nos propinan desde despachos oficiales. Entre las más excéntricas sobresalen las de la presidenta del instituto que trata de la discriminación, la xenofobia y el racismo. Pretendió de los cronistas que viajaran a Qatar evitar frases consolidadas por el genio popular. Vetó, entre sus recomendaciones, la nada original expresión de que “se ve negra la suerte de un equipo”, y esa otra, de que un equipo demostró “hombría” en el campo de juego. ¿Habrá que cancelar entonces a la madre de Boabdil, mujer de carácter mentado tantas veces en la historia y en las letras por haber maldecido al hijo, al perder este en 1492 el reino de Granada?: “No llores como mujer –lo reprendió– lo que no supiste defender como hombre”.
La doctora Donda surfea como otros funcionarios sobre la ola de la cancelación cuyos orígenes se hallan en las universidades de élite de los Estados Unidos desde los tiempos en que los Rolling Stones todavía tenían dientes propios y sociólogos de izquierda desacreditaban al simpático Pato Donald por inocentes connivencias “plutocráticas”. De haber Donda propuesto otros objetivos la hubiéramos acompañado. Cómo no haber celebrado, por ejemplo, la idea de expurgar al periodismo de muletillas que lo afean y lastiman su economía. Lo hacía Marías, el escritor y periodista español desaparecido hace tres meses, cuando era la más grande esperanza de los hispanohablantes de obtener el Premio Nobel de Literatura. Como buen cascarrabias, Marías iba más lejos aún que despotricar contra las muletillas; despotricaba también contra las palabras que entran de golpe en estado de moda en general anglófilo. Decía Marías que cuando se encontraba en mitad de un libro con el verbo “empoderar” lo cerraba, interrumpiendo la lectura. Con ese criterio habría arrojado otros libros y periódicos por la ventana de haber tropezado con “procrastinar”, ese verbo trabalenguas, de voz de sierra, y meneado para hacer saber, sencillamente, que algo ha sido pospuesto.
El diccionario dice de cancelar, en su segunda acepción: borrar de la memoria, abolir. El tipo de policía lingüística que el kirchnerismo ha instaurado en consonancia con otros modelos progresistas de América y Europa suscita momentos risueños. Es clásico el ejemplo de la representación gremial de panaderos españoles que años atrás dio el paso en falso: se dirigió a la Real Academia a fin de que eliminara, por su connotación negativa, el refrán de “pan con pan, comida de tontos”, que no estaba en el diccionario.
Esos panaderos olvidaban que la lengua es una construcción libre, espontánea, que emana del fondo de la sociedad y macera a lo largo de generaciones. Ninguna academia versada en lenguas crea nada; refleja, confiere legitimidad a lo que es una obra popular en permanente evolución.
Stalin era más criterioso que aquellos artesanos. Refiere Darío Villanueva, ex presidente de la RAE, que Nikolái Marr, lingüista con predicamento en la Rusia soviética hasta su muerte en 1934, había desarrollado la teoría de que la lengua rusa constituía una superestructura ligada a los intereses de la burguesía y que esta la utilizaba en la lucha de clases como arma a su servicio. Triunfantes los ideales del comunismo, argumentó Marr ante Stalin, lo siguiente debía llevar a la fusión de todas las lenguas.
Más sensato que el interlocutor, más clarividente que los progresistas aunados en la insolencia de indicarnos cómo hablar, cómo escribir según manía que impulsó a una academia germana a proclamar “Igualdad, sí; locura de género, no”, Stalin desconcertó a Marr con su respuesta. La lengua, razonó el tirano, no es obra de una clase cualquiera, sino de toda la sociedad, de todas las clases sociales, del compromiso de decenas de generaciones. ¿Cómo privar a un pueblo de su lengua sin provocar la anarquía de la vida social?
Alarma la pérdida del sentido de la realidad con la cual algunos políticos procuran, y utilizo el masculino como género no marcado, violentar el gran contrato jurídico que mancomuna a los argentinos, la Constitución nacional. Con esa temeridad se estimulan otras decisiones insensatas, a contramano de la urgencia por fortalecer la institucionalidad en el país. Una es desconocer que en la lengua compartida subyace el pacto social que confiere identidad, hermana a quienes lo respetan y vivifica las raíces comunes de la nacionalidad.
La prevaricación, diría el maestro Villanueva, del morfema “e” por el morfema “o”, con pretexto de ser más inclusivo, ha terminado por degradar entre alguna gente el buen decir y la lógica del idioma. Disparate que no desentona con el estado de cosas de la Argentina actual.
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