08 Enero 2023

Hace años comencé a sospechar que los buenos escritores tenían un método secreto para componer sus obras. Lo tienen y lo ocultan, no quieren que lo conozcamos. Si uno bien se fija, son demasiado palmarias las tomaduras de pelo en sus charlas o entrevistas, cuando se les pregunta por su «método de escritura», o se les pide consejo. Dicen cualquier cosa para conformar a los aficionados, para mantenerlos a raya, lejos del pedestal que solo quieren para ellos y nada más que ellos. Entonces… ¿cómo acceder a ese pedestal?

Ante todo, ignorando sus recomendaciones. Te mandan hipócritamente a leer mucho, quizá para que les compren sus libros. Te dicen que armes esquemas, fichas, cuadros sinópticos... Que salgas a la calle y observes todo, que escuches y «sientas» todo, porque un escritor debe captar los matices de la realidad. Que leas manuales de escritura o que hagas un taller literario. Que viajes por el mundo. Que te dejes llevar por tus obsesiones… ¡Sarasa! Con ninguna de esas pamplinas se escribe una novela. Quien lo intentó, lo sabe.

Pero como no pueden con su genio, y guardar un secreto es duro, de alguna manera terminan insinuando el método en sus obras; así fue que, fisgoneando entre líneas, lo descubrí. Fue en «Las ruinas circulares», donde Borges, por generosidad o descuido, casi lo evidencia. Ese cuento es una temeraria analogía del proceso creativo, una encubierta explicación del método. Ahí está todo.

“Método” develado

Pasado a limpio, el método consiste en imaginar la novela e imponerla borgeanamente a la realidad, como hacía él con sus cuentos, y como hizo su personaje de «Las ruinas…» para crear un hombre. Hay que mantener, primero, una concentración absoluta en la historia que queremos contar, aunque solo tengamos claro un fragmento de ella: es importante imaginarse una escena con todo detalle, como quien proyecta una película en su mente. Imaginarla muchas veces, desde diferentes ángulos y perspectivas. Así, a partir de esa escena inicial, la historia va a desarrollarse prácticamente sola, paso a paso, con pequeños acicates de nuestra imaginación, y nos convertiremos casi en espectadores de nuestra propia fantasía. Esta parte del proceso puede durar mucho tiempo, meses, porque las imágenes deben ser minuciosas y totales, deben abarcar, al final, la historia completa con todos sus detalles, como una película que hayamos visto mil veces y nos sepamos de memoria.

Luego se trata de ir traduciendo todo ese contenido imaginativo en palabras. Esta es la parte más fácil de todo el proceso, porque las palabas van surgiendo también solas, con apenas un empujoncito inicial. Se trata de una voz en off que nos relata la historia como en un partido de fútbol, desde la tribuna del inconsciente. La famosa «voz interior» que todo escritor desarrolla cuando el proceso anterior se ha completado. Uno tiene que prestarle mucha atención cuando está en marcha, retenerla en la memoria y apresurarse luego a plasmarla por escrito (imponerla, por fin, a la realidad). O dictarla a un grabador sin dejar de atender a la narración, hablándole al aparato casi en un estado de sonambulismo, como los intérpretes simultáneos, que vierten la traducción sin atender a ella, sino a quien escuchan.

Posibles inconvenientes

El método no es difícil de aplicar, y realmente funciona. Casi siempre funciona, aunque ocurren fallos. Hay casos extremos en que uno puede acabar imaginando historias de otro, como le ocurrió a Pierre Menard, caso citado, si mal no recuerdo, por el propio Borges.

Pero también puede pasar que en medio del fárrago de la imaginación descubramos que la historia es demasiado personal, demasiado nuestra, y nos reconozcamos por completo en el protagonista de la novela, y comprobemos perplejos que eso que tanto pensamos y proyectamos es nuestra propia vida, el futuro, y que no tiene sentido perder el tiempo en escribirla, porque vale más padecerla o gozarla, y porque otros ya la están escribiendo.

© LA GACETA

Juan Ángel Cabaleiro – Escritor. Autor de Masacre en Lastenia (2019).

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