En toda sociedad contemporánea, una condena a cárcel para quien delinquió es la confirmación empírica de las debilidades y falencias de los sistemas preventivos que tienen como misión evitar la vulneración del Código Penal. La imposición de penas y su cumplimiento concreto, correcto y efectivo son una necesaria consecuencia no deseada en cualquier entramado social, que busca desde tiempos históricos impedir toda ruptura a sus lazos y articulaciones.
El enorme avance logrado con la delegación al Estado del poder represivo y la supresión de la idea de venganza individual (del ojo por ojo se pasó paulatinamente a un sistema de normas con castigos preestablecidos según la gravedad de cada delito) implica el reconocimiento de que todo hecho ilícito es una afectación a la paz social, un atentado a la convivencia que excede al o a los afectados en privado para alcanzar la esfera pública. En ese sentido, la sociedad en su conjunto es la que imparte Justicia a través de los órganos institucionales dispuestos según su ordenamiento jurídico específico.
Como pocas veces antes, la concepción misma del régimen carcelario está puesta en debate. Sus notorias deficiencias en todos los distritos argentinos (de las que Tucumán no es territorio ajeno) lo alejan desde hace mucho tiempo del precepto constitucional del artículo 18 -in fine- que reza: “Las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice”. Es cierto e incuestionable que el preso sólo ha perdido su libertad ambulatoria (en algunos casos, se le suman inhabilitaciones especiales como a conducir si protagonizó un accidente de tránsito o a ejercer cargos públicos en hechos de corrupción), no así otros derechos; por ejemplo, los políticos: es por ello que puede votar. Pero esto no tiene nada que ver con los desbordes que diariamente se conocen con reos que siguen comandando bandas criminales desde su lugar de detención, extorsionan con secuestros falsos, organizan atentados o disponen de la vida y bienes de los ciudadanos con clara impunidad, mientras se pasean de celda en celda sin control y utilizan libremente sus celulares. Esa situación desbordada llevó hace pocas horas al procurador general de la Nación interino, Eduardo Casal, a reiterar al Poder Ejecutivo las recomendaciones que le formuló el 12 de octubre de 2021, que incluye que haya inhibidores de señal en los presidios, al tiempo que solicitó informes sobre la narcocriminalidad conducida desde el interior de los establecimientos penitenciarios. Todo ello es para prevención de nuevos delitos, antes de que ocurran. “El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos”, afirmó el gran pensador ruso Fiódor Dostoyevski. Su idea no niega en ningún caso la concepción de un régimen penitenciario severo, rígido y selectivo en cuanto a su dureza y tiempo de detención, proporcional al delito cometido. El trato debe estar en consecuencia con el castigo que se le impuso como infractor legal, con evitar que se siga cometiendo daño y con la posibilidad de reinserción en la sociedad cuyo accionar sufrió, para lo cual es fundamental su conducta. La campaña electoral en ciernes es una oportunidad propicia para que se aborden estos temas.