En las calles, en los hogares, en los establecimientos educativos, en los barrios, en las instituciones estatales, privadas. Y aunque tiene la edad del hombre, en los últimos lustros se ha convertido en una desdichada protagonista de la sociedad. “Quisiera sufrir todas las humillaciones, todas las torturas, el ostracismo absoluto y hasta la muerte, para impedir la violencia”, decía Mahatma Gandhi. Los argentinos tenemos un desafortunado romance con la violencia a lo largo de la historia, que ha desembocado en guerras fratricidas, en golpes de Estado. La violencia tiene varios rostros. Se la define como la acción de utilizar la fuerza y la intimidación para conseguir algo.
La inseguridad civil tiene por origen varias causas, que están relacionadas con la crítica situación económica que padece una buena parte de la población, en especial los sectores más desfavorecidos, el auge de la droga y de sus traficantes que se valen de la desesperación de la gente para introducirlos en este oscuro mundo del que es luego difícil de salir. Se han vuelto temibles los motoarrebatadores que comenten sus tropelías a cualquier hora y en cualquier lugar. El consumo y la venta de sustancias ilegales se han convertido en el motor del delito, llegando a niveles de violencia extremos.
Desde hace más de una década, la ciudad de Rosario de Santa Fe se ha venido convirtiendo en uno de los fortines del narcotráfico. Ello no es novedad para los gobiernos nacionales. En ese “dejad hacer, dejad pasar” que nos caracteriza, en lugar de enfrentar el problema con firmeza ya en sus mocedades, se ha apelado una costumbre bien criolla: tirar la tierra bajo la alfombra o patear la pelota para adelante, como se dice en el fútbol. Como consecuencia, la bola de nieve fue creciendo. Hasta hace un par de meses, el intendente rosarino venía reclamándole ayuda al Gobierno nacional porque la situación se le estaba yendo de las manos, sin demasiados resultados. Bastó que uno de los supermercados del suegro de Lionel Messi fuera acribillado por los narcos y le dejaran una amenaza a nuestro futbolista para que la noticia recorriera una buen parte del mundo visibilizando esta grave problemática. Los distintos responsables comenzaron a rasgarse las vestiduras y tras marchas y contramarchas tomaron algunas medidas para combatir el delito.
Tucumán debe estar atento a esta realidad rosarina, porque también es un caldo de cultivo del narcotráfico. No basta con poner más policías en la calle ni con la puesta en marcha de la Ley de Narcomenudeo. Es necesario abrir un debate a fondo con participación de todos los sectores con el objetivo de examinar las causas y diseñar estrategias para enfrentar este flagelo que está enquistado también en el poder. Lo curioso es que nadie habla de la educación como una herramienta fundamental en este combate.
La inseguridad es producto de la desigualdad social, de la desocupación, pero principalmente de la falta de educación. Ello provoca la exclusión social y favorece el consumo de sustancias ilegales, así como la delincuencia. En alguna otra oportunidad, señalamos que mientras no haya una política de Estado que integre la educación, la salud, el trabajo, la asistencia social, la seguridad, el deporte y la cultura, y se trabaje en forma coordinada, difícilmente se podrá contrarrestar con eficacia esta escalada de la delincuencia, así como la marginación. Si se siguen combatiendo los síntomas y no se atacan las raíces de la enfermedad, el miedo se enquistará en la sociedad. No esperemos que haya balaceras y crímenes callejeros para reaccionar. Puede ser tarde.