La familia de Valeria Romano empezó a vivir desdoblada desde hace nueve meses. En su cabeza funcionan dos relojes al mismo tiempo: el de Argentina y el de Alemania, adonde se fue a vivir su hijo Santiago Agustín Velárdez (24). Cada día, ella espera ansiosa una videollamada y extraña esa silla vacía que quedó en la mesa de la cocina. Las lágrimas suelen asaltarla en cualquier momento del día. “Obviamente estoy feliz porque a mi hijo le está yendo bien en el extranjero; pero tenerlo lejos es algo a lo que nunca te acostumbrás”, cuenta con la voz entrecortada.
El caso de Valeria se replica en cientos de hogares tucumanos en los que padres y madres tuvieron que despedir a sus hijos y aprender a lidiar con la distancia. Así viven cada día, atravesados por sentimientos contradictorios: entre la alegría de saber que tienen un futuro mejor, pero la amargura de no poder verlos a menudo.
La emigración en números
Ya a nadie le sorprende escuchar de primera mano la historia de un amigo o un conocida que decidió reiniciar su vida lejos de la inestabilidad de la Argentina. Entre septiembre de 2020 y junio de 2021, casi 60.000 personas emigraron (unas 200 por día). La gran mayoría son jóvenes que se van solos, aunque también hay familias enteras que deciden empezar de nuevo en otro lado del planeta. En España, por ejemplo, el flujo migratorio se incrementó en un 65,8% desde hace dos años.
Cuando Santiago le dijo a su mamá que se iba, ella no se sorprendió. La decisión de mudarse a Europa la venía masticando hace un buen tiempo, confiesa Viviana. “En estos meses ya se fueron 20 amigos de él; todos con la misma esperanza y también con tristeza. No se sienten héroes por dejar el país. Están siendo expulsados por la falta de oportunidades para progresar. Y a nosotros, los papás, nos dejan un dolor muy grande. Mucha gente te dice: ¡qué lindo, te felicito porque tu hijo esté progresando! Y es un orgullo saber que luchan por un sueño, pero también es muy doloroso que todos esos anhelos no los pueden cumplir cerca de sus seres queridos, que tienen que irse para poder vivir una vida digna; que aquí con trabajo y mucho sacrificio no pueden lograr”, explica la mujer, y aclara que enfermera y trabaja para el Siprosa haciendo doble turno. “Eso tampoco lo hacía feliz a mi hijo, que yo trabajara tanto”, cuenta. “Veía cómo todos nos sacrificamos solo para sobrevivir, sin posibilidad de disfrutar casi nada”, apunta.
“Él acá tenía un emprendimiento que se llama Mr Lomo, y aunque el negocio era pequeño y estaba creciendo, no era lo suficiente para vivir bien. Además, está la inseguridad y la corrupción que se vive y la cual le generaba mucha impotencia”, agrega.
Según relata, las fechas especiales siempre son las más difíciles para los papás de hijos que emigran. “Buscás su cara entre la familia y no está. Ya pasó su primer cumpleaños solo. Es mucho sufrimiento”, cuenta. Su temor es que alguna de sus otras dos hijas también quiera seguir el mismo camino.
Aunque están conectados a diario, con la distancia hay muchas cosas que se pierden, admite. La posibilidad de volver a verlo en algún momento la entusiasma. “Sin embargo, sabés que es poco tiempo y tenés que volver a decir adiós. Creo que nunca me acostumbraré y que las despedidas serán una tristeza permanente”, reflexiona Viviana, que cada tarde le envía mensajes a su hijo. “A veces esperás un largo rato y con ansias la respuesta, porque él tiene otro horario (hay cinco horas de diferencia) y su trabajo”, explica. Santiago trabaja en gastronomía y además está estudiando inglés. “Para canalizar esta tristeza hago terapia y trato siempre de estar en contacto con los amigos de él, y abrazarlos fuerte sintiendo a mi hijo en cada abrazo, resume.
El nido vacío
El síndrome del “nido vacío” es lo que suelen atravesar los padres cuando un hijo se va de la casa familiar para emprender su propio camino. Y eso siempre implica un duelo, aclara Ana Carrascosa, psicóloga y terapeuta gestáltica.
Cuando a ese proceso habitual se le suma la distancia por una emigración puede volverse un momento más complejo. “La partida de los hijos del hogar es un proceso natural y esperable. Sin embargo, en muchos casos es vivido como una crisis. Este proceso se ve intensificado cuando la partida es a cientos de kilómetros del hogar”, resalta.
Según la profesional, cada vez se observa más a los jóvenes buscar mejores oportunidades fuera del país. “Si bien esta decisión representa mejores posibilidades para ellos, por lo cual todo papa estaría feliz, como contrapartida aparece el miedo a lo desconocido, el no saber por cuanto tiempo no volverán a verlos, y donde la relación estará mediada por una pantalla perdiendo la calidad y calidez del contacto, que no puede ser reemplazada por ninguna tecnología. Esta dualidad lleva, en muchas oportunidades, a un profundo conflicto interior donde los padres tratan de mostrarse fuertes para apoyar a los hijos y estimularlos a que forjen su camino y el dolor y tristeza que representa esa lejanía. Este movimiento afecta a todo el sistema que debe trabajar para reacomodarse a esa nueva realidad”, explica.
Sin lugar a duda -según Carrascosa- hay que revisar cómo es vivido este proceso para cada miembro de la familia y poder dar lugar a lo que está emergiendo, poder expresarlo tal y como se lo vivencia, entendiendo que es esperable esta dualidad entre querer apoyar a quien se va y también sentir tristeza por su partida. “El reconocer lo que sucede interiormente, también ayuda a quien está partiendo y así contribuir para que todo sea de lo más armónico posible. Es importante buscar apoyo en nuestro entorno, amigos, familia, como también buscar ayuda profesional para poder elaborar este duelo de manera ecológica, poder contactar con nuestras necesidades, y así poder dar continuidad a nuestras vidas, retomando proyectos personales y espacios que muchas veces en pos de la crianza de nuestros hijos son postergados. El objetivo es encontrar sentido a nuestros días más allá del desafío que nos plantea la vida”, aconseja.
Las preocupaciones
Extrañan tomar mates con sus hijos, que les cuenten cómo estuvo su día. Se acuestan y se levantan pensando si estarán bien, si hará frío o calor, si habrán comido, si alguien les dará una mano cuando lo necesiten. También les preocupa pensar en la vejez solos. Todos los entrevistados para esta nota sienten que tienen una herida abierta desde que pisaron un aeropuerto y dijeron adiós. Saben que tienen que seguir adelante, incluso sabiendo que esa herida tal vez no cicatrice más.
“Mi único hijo (Matías Sonzogni Argiró, de 31 años) se fue hace nueve años a jugar rugby. Ahora está en Francia. La despedida es un espacio vacío en el corazón al que no te acostumbrás. Vivo una mezcla de alivio y alegría por las mejores oportunidades de desarrollo que pudo encontrar en su deporte, y también la tristeza de no poder compartir el día a día, su cumpleaños, la cama que no se tiende. Me aferré a actividades como cuidar de su perra, la casa, mis mascotas, estudiar una nueva carrera y trabajar. Siempre estoy rezando y esperando que se abra la puerta y me diga: “mamá: ¿que cocinaste hoy?. Y ese abrazo enorme de oso. Aunque lo extraño mucho, se que es lo mejor para él”, resume Marcela Argiró.
A la tierra del bisabuelo
“Lo más triste fue no poder abrazarlo”
“Hace un año que mi hijo mayor, Nicolás, se fue al norte de Italia, a un pueblo donde a principios del 1.902 nació su bisabuelo, para poder tener una mejor calidad de vida”, cuenta Carlos Alarcón, quien pudo viajar a visitarlo en estos días (foto). “Mi otro hijo Benjamín también quiere conseguir ciudadanía italiana y buscar un buen trabajo con su título de ingeniero”, detalla. “Cuando se fue Nicolás, sentí que con él se iba una parte de mi corazón y de mi alma. Lo más triste al principio fue no poder abrazarlo, acariciarlo, hacerle un mimo. Me costó y lo fui superando de a poco, con terapia y gracias a las videollamadas en las que me contaba sus logros”, apunta.
Más futuro y seguridad
“Pueden progresar y vivir más tranquilas”
“El año pasado se fueron mis dos hijas a Alemania. Una de ellas ya volvió y la otra, que es abogada, se quedó a vivir allá, donde está trabajando y quiere hacer una maestría. Es doloroso despedir a un hijo. La mayor alegría es que son independientes, pueden progresar y vivir de otra manera. No hablo solo de lo económico; allá hay más seguridad. Cuando estaba aquí no podíamos estar tranquilos, pensando que le podía pasar algo. Creo que, pese a todo, uno nunca supera que estén lejos. La más chica, que estudia ingenería, también se quiere ir en el futuro. Es muy duro estar lejos, pero es bueno para ellos teniendo en cuenta la situación actual”, opina Sandra Frosoni.
Con tres hijos lejos
“La mayor alegría es saber que son felices”
Carolina Imbert extraña la cotidianidad, y siente algo de angustia por no estar en el día a día de sus tres hijos mayores. La más grande, Barby, se fue a México; el segundo, Diego, a Miami; y la tercera, July, a Buenos Aires. “La mayor tristeza es no compartir los almuerzos, las reuniones familiares, fechas especiales, darnos un beso y un abrazo. La mayor alegría es saber que son adultos independientes, trabajadores, luchadores, creativos, que viven felices haciendo lo que les gusta. Hablamos y hacemos videollamadas casi a diario. ¿Cómo sobrellevo esto? Tengo muchas actividades y voy acomodando mis emociones. Los siento cerca a pesar de la distancia”, cuenta.