11 Junio 2023

El silencio es profundo y antiguo, dueño de dos los tiempos, en los parques y pequeñas plazas de Londres. Hay un grado de indulgencia en ellos, de invitación al descanso sin remordimientos. Los portentosos árboles amortiguan el ruido del tráfico y los asuntos terrenales, por un rato, no parecen ser nuestros ni tan urgentes. Estoy en Gordon Square, en el barrio de Bloomsbury, y me pregunto si estos remansos verdes lograrían una calma terapéutica en el torbellino de emociones de Virginia Woolf. Era esta su plaza preferida. Enfrente, en el número 46, vivió junto a sus hermanos antes de mudarse a metros de aquí, al lado de otra plaza, la de Tavistock.

Pienso en ella, sentado en uno de los fornidos bancos de madera, como si pensara en una amiga con la que comparto confesiones. ¿Qué ideas o personajes habrá concebido en este lugar hace un siglo? Saco de mi mochila un libro suyo, A room of one’s own. Lo he comprado hace una hora en la monumental estación ferroviaria de Saint Pancras, aun seguro de tenerlo en algún lugar de mi biblioteca. Es una edición artesanal cuya portada acaricio como a la foto de un ser querido. Leo unas páginas, casi oyendo su voz delgada y sutil, la que recuerdo de un archivo de la BBC, y luego echo mano a una libreta y comienzo a garabatear estas notas.

Hay algo en ella que siempre me ha inquietado: ese aire de desdicha y timidez que luego traslada a su prosa. Pese a las numerosas lecturas de sus ficciones y ensayos no he llegado a tener claro que fuera alguna vez feliz; o si hubo un período o una ocasión especial en los que navegara por aguas apacibles, libre del acoso de sus infatigables fantasmas.

Aún en los párrafos en los que encontramos un impulso vehemente por absorber la vida, incluso en esa “desesperación” por capturar la belleza de lo que la rodea, subyace la presunción de una pérdida inminente, de una caída inevitable.

“El sol arde. Veo el río. Veo los árboles moteados y quemados a la luz del otoño. Pasan flotando las barcas, cruzan el rojo, el verde. Tañe a lo lejos una campana, pero no toca a muerto. Hay campanas que tocan a vida”.

Esto lo dice en Las olas y, en principio, percibimos en ese párrafo un ánimo sosegado, hasta deleite, aunque sólo si transitamos por la superficie. Si volvemos sobre él, el tono es de una ligera tristeza que se anuncia y aproxima y, sin dudas, llegará cuando este fugaz goce se diluya, algo que los lectores no alcanzaremos a ver.

Pocos escritores han tenido una voz tan enteramente sensorial, a tal punto que sus narraciones suenan a una música interior, al murmullo apagado de una conversación en la penumbra o al rumor silvestre de un crepúsculo en el campo; sus ojos atentos y sensibles convierten el paisaje más trivial y los habitantes de nuestras rutinas en cuadros únicos, en composiciones que emocionan, así como en la pintura los amaneceres de Turner o de Monet logran superar en esplendor a los que se desprenden cada día de la naturaleza.

Un aparente desorden onírico recorre sus frases, la “realidad” que sus historias cuentan se difumina tras la lente que la captura y la transforma en un estado de ánimo, en una pincelada verosímil y delicada; en una “realidad”, en suma, que jamás encontraremos alrededor pero que a la vez es absolutamente humana.

Y se llega a este punto no sólo porque ella, nuestra Virginia, nos ha llevado hasta allí con palabras escogidas como perlas, sino también “sometiéndose” a las heridas que producen los hechos relatados desde los sentidos.

Un decir y no decir para contar: evita dar el último paso, aquel que nos conduzca hacia alguna certeza, hasta las evidencias literariamente inútiles. Sugiere, apenas ilumina un espacio y nos deja allí, solos y cargados de presentimientos. Sospecho, al llegar al final de cada una de sus obras, y como conocedor de su destino personal, que se trata del mismo espacio que ella habitaba con una callada pero tormentosa incertidumbre.

Al acabar estos apuntes, me dirijo hacia uno de los extremos de la plaza donde hay un retrato suyo junto a su marido. La observo y le sonrío como si me mirara. Reconozco que también le digo algo en voz baja a modo de despedida, algo que el pudor me impide ahora recordarlo.

© LA GACETA

Walter Gallardo – Periodista y escritor.

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